¿Recuerdas? Nos parábamos siempre sobre esas rocas, allá unos metros dentro del mar, cuando nadábamos. Primero subía yo, como podía, con intención de ayudarte, de parecerte útil. Me afanaba en eso. Llegaba jadeante, tras forzarme durante los minutos iniciales para llegar antes, y pozarte. Tenía que serte útil, facilitarte las cosas. Después, disimulando el esfuerzo, la respiración aún entrecortada, te ofrecía mi mano, que pocas veces aceptabas, yo sé que cuando la cogías, sonriendo de medio lado, era más por mí, para que me hubiera merecido la carrera, que por que la necesitaras. Nos deteníamos no más de diez minutos, callados, mirando hacia donde ir, como un par de náufragos recién titulados. Te miraba, miraba al mar, tan grande y cálido en esos meses de verano, y lo buscaba de nuevo en tus ojos. Tú mirabas, buscando la ruta, indiferente.
Vamos, instantes antes de volver a sumergirte, de continuar agotándome, nadas mucho mejor que yo, eres más fuerte y joven. Nunca pude dejar de mirar, casi de refilón, como si aquellos no fueran conmigo, como si no fueran el deseo presente en cada instante entre aquellas aguas contigo, tus pezones erectos, invitando al roce, desafiando mi orgullo. ¿Recuerdas? Aún creíamos en buscar explicaciones y razonamientos, en un sentido último, esencial decías tú, de cada una de las cosas. Nuestros besos eran otros, distintos, sentidos, llenos de sueños y esperanzas. Nos pasaron los veranos incautos, de noches de olas y luna llena, de amores clandestinos. Se nos llevó la marea las razones, las justificaciones y los silencios. Pero, ya ves, contra todo pronóstico, las rocas, tú y yo, seguimos aquí, besándonos.
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