Hace ya muchos veranos, recuerdo que Javier no andaba más de dos pasos sin caerse, fuimos a pasar una semana a Formentera. Éramos aún una pareja joven, padres primerizos, y el pensamiento de que toda nuestra vida estaba por delante.
Rebosábamos seguridad en nosotros, en nuestro proyecto de familia, en nuestro futuro...estábamos satisfechos, orgullosos de haber superado hacía entonces tres años, nuestra crisis matrimonial. Disfrutando el rencuentro. Una semana de vacaciones, Julio, primera quincena. Una isla conocida, una casa, muy básica, sin mucho más que luz eléctrica y estar dentro de una cala apenas frecuentada. En el barco de ida nos mirábamos, sonrientes.
Todo tenía sentido y llevaba un tiempo teniéndolo. La llegada de Javier reforzó enormemente esta sensación de certidumbre.
- Han pronostico muy buen tiempo para estos días- mascullé mientras engullía el resto de una empanadilla.
- ¿Esperabas otra cosa?- contestó Irma, mi mujer, manifestando esa idea que ambos habíamos grabado en nuestro celebro. Nos lo merecíamos, las vacaciones, el sol, nuestra bien avenida familia. Nos lo habíamos ganado. No era casual. Era nuestro pequeño gran premio.
El ferry se adentraba ya en el puerto, pasando junto a las Salinas. Las Salinas, desde el momento que las vi por primera vez, de chico, con mi padre, me habían parecido un lugar de paz, cercana a la muerte, con una belleza infinita, personal. Distan de lo que entendemos por hermoso. Los rojos de sus tierras, medio desnudas del blanco de la sal, y el mar, azul intenso, quieto expectante, al fondo. Y, sin embargo, con un poso de tristeza, como aventurando la propia falta de vida en sus senos.
Javier no dejaba de comentar, o al menos eso imaginé yo, con sus pequeños gruñidos, lo impactante del paisaje.
A penas, unas dos horas después nos instalábamos en la casa. El Panda, alquilado por unas mil personas antes que nosotros, rayado por los cuatro costados y con unos frenos de dudosa existencia, nos había conseguido llevar hasta la misma puerta y ahora se quejaba amargamente. El ventilador se le salía por el morro, haciendo un ruido que recordaba más a una tos ronca que cualquier motor, por modesto que fuera. No pude sino agradecerle el esfuerzo con una pequeña caricia.
La casa era mucho más de lo que podíamos haber imaginado. Encalada de pies a cabeza, inmaculada, con unos geranios repartidos por sus tres estancias, sin incluir el cuarto de baño que estaba en el patio, a penas una franja de azulete en el cuarto principal, cocina de leña y un aroma a mar que lo inundaba todo. El espliego, romero, tomillo, unas cuantas yucas y palmitos, conformaban un pequeño jardín, que si no fuera por las piedras que lo delimitaban, hubiera parecido parte del sotobosque circundante. Como teníamos las llaves desde hacia unas semanas, mi prima, la dueña, nos las había remitido por correo, decidimos darnos nuestro primer baño, antes de la cena, celebrando, una vez más, el sencillo hecho de estar juntos en el paraíso.
A través de una senda, de apenas unos centímetros de ancho, descendimos el breve trecho que nos distanciaba del mar. Los pinos, descendieron con nosotros, abandonándonos apenas unos metros antes del agua.
Javier festejo a su manera el contacto con el nuevo entorno, gateando sin parar entre olas y arena blanca. Irma y yo nos besamos. Uno de esos besos que recuerdas siempre. Tierno, sincero, satisfecho. Estábamos allí, en nuestra playa, observados por nuestras rocas, y nuestro hijo lo celebraba con nosotros.
Le acaricié la cara. Muy lento, como sin querer molestar el baile de las olas. El sol se hundía entre ellas, pintándolas de rojo y naranja. Una ligera brisa animaba a los árboles a inclinarse ante el astro rey, y los pájaros entonaban cantos despidiéndose de un hermoso día.
De paso por un pueblo vecino, habíamos comprado unas viandas sencillas, uno no puede pretender entrar al edén cargado de opulencia, un vino blanco de la tierra, un poco de pescado de roca, unas tellinas y unos tomates lejanos a la esfera, que denotaban un sufrido cultivo entre rocas.
Regresamos en silencio, Javier se había entredormido tras su cena privada, y apenas masculló dos gestos de satisfacción. Lo recostamos en su cuarto, y callados, temerosos de poder romper el encantamiento, nos dispusimos a preparar la cena.
La noche entraba, como todo en esa casa, de forma pausada, sin querer molestar. Cambiaron los sonidos, el mar nos decía, mas quieto, buenas noches y los pájaros eran ya otros que empezaban ahora la jornada.
No hablamos. Ni una sola palabra. Sonreíamos sin más motivo que el compartir este descubrimiento, el de la paz serena, conjunta, plena.
Tras acabar con el vino, nos volvimos a besar, esta vez con más calor e igual ternura. Su boca sabía a sal, su lengua ardía.
Nos desprendimos de las ropas, yo a ella y ella a mi, en un ritual que había sucedido mil veces antes y aquella parecía ser la primera.
Se desataron las furias, la pasión violenta y sentida, la intensidad por puro contraste con la quietud reinante en nuestro entorno. Alcanzamos, no te sorprendas, un orgasmo conjunto, entre espasmos y aullidos. Y luego otro, y otro más... y así toda la noche.
No recuerdo haber amado con tanta virulencia, ni que me hallan amado a mi con tanta dedicación. Ni siquiera en los primeros meses de casados.
Caímos rendidos sobre las sábanas blancas, sudorosos, abrazados sin querer separarnos un instante, hechos un nudito.
El sol entraba tímido por la ventana y Javier le daba los buenos días.
Tras darle un beso en la frente, deje a Irma, corría a la playa y me sumergí, agradeciendo a Dios la última felicidad sagrada.
Al regresar, Javier daba cuenta del desayuno. Risas en el patio interior, juegos de inocencia. Hijo y madre se dedicaban un momento de comunión, no quise molestar, cogí un poco de fruta fría, y me senté a comerla junto al palmito que jugaba con el marco de la puerta. Sorprendido de mi presencia, dobló sus hojas estrelladas, se inclinó hacia mi, muy lento, y me susurró: será niña.
Y fuiste tú.
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