El rey de Si Hsia, temeroso de las huestes de T’ie Mu-jen, invitó a su líder a tomar el té una tarde calurosa. La lejana polvareda anunció la llegada del centauro. Al acercarse al palacio, T’ie Mu-jen observó cómo el rey y sus eunucos se prosternaban al suelo con grandes gritos y lamentaciones. El rey dejó de darse golpes con la frente en el polvo del camino al sentir la mano de T’ie Mu-jen que lo instaba a pararse.
Conducidos por el rey, los hombres del centauro tomaron sus asientos alrededor de una mesa en el jardín interior de palacio. El rey explicó que ese era el Jardín de las Anécdotas, donde el viento contaba fábulas hermosas y prudentes. Luego de un rato, T’ie Mu-jen mandó callar a sus hombres para escuchar las historias.
La cigarra, la mantis y el gorrión
Un mayordomo del reino de Wu tomó una mañana una honda y unos guijarros y anduvo por el jardín trasero hasta que sus ropas se humedecieron de rocío. Lo hizo durante tres mañanas.
Ven acá –le ordenó el príncipe–. ¿Qué haces para que se mojen tus ropas de rocío?
Hay un árbol en el jardín –dijo el mayordomo–, y en él una cigarra. Esta cigarra ahí posada, chirriando y bebiéndose el rocío, no sabe que hay una mantis detrás. Y la mantis estirándose cuan larga es, levanta las patas para atrapar a la cigarra, sin saber que hay un gorrión cerca. El gorrión, a su vez, alarga su cuello para picar a la mantis, sin darse cuenta que abajo alguien espera con una honda. Estas tres criaturas están tan ansiosas de beneficiarse con lo que tienen ante sus ojos que no advierten el peligro a sus espaldas.
T’ie Mu-jen sintió que alguien lo vigilaba, pero al voltear sólo encontró el jardín solitario. Sus hombres también voltearon estremecidos. El centauro, para calmar los ánimos, pidió más té y se dispuso a escuchar la segunda historia.
Armadura
Un día Tian-zan se presentó ante el príncipe de Jing hecho un andrajoso.
Su vestimenta está bastante raída, señor, comentó el príncipe.
Hay ropas peores que éstas, contestó Tian-zan.
Dígame, por favor, ¿cuáles son?
La armadura es peor.
¿Qué quiere decir con eso?
Es fría en invierno y caliente en verano; por eso no hay ropa más infame que una armadura. Ya que soy pobre, es natural que mis ropas sean andrajosas; pero Su Alteza es un príncipe con diez mil carrozas y una incalculable fortuna; sin embargo le gusta vestir a los hombres de armaduras. Esto no lo puedo comprender. ¿Tal vez Su Alteza busca la fama? Pero la armadura se usa en la guerra, cuando a los hombres se les corta la cabeza y se acribilla sus cuerpos; se arrasan sus ciudades y se tortura a sus padres y a sus hijos; lo cual nada tiene de glorioso. ¿O tal vez va Su Alteza en busca de ganancias? Pero si trata de dañar a otros, otros tratarán de dañarle, y si Su Alteza pone en peligro sus vidas, harán peligrar la suya. Así no conquistará tribulaciones para sus propios hombres. Si yo fuera Su Alteza, no haría la guerra, ni por lo uno ni por lo otro.
El príncipe de Jing no pudo replicar.
T’ie Mu-jen, visiblemente consternado, volteó a ver a sus hombres, quienes asentían llorosos con cada palabra y se quitaban con tiento la armadura. T’ie Mu-jen sintió que el corazón se le oprimía, y decidió escuchar la siguiente historia.
El guerrero malherido
En el reino de Liang un campesino vio a un hombre malherido cerca de un árbol. Lo llevó a su casa y le preparó una sopa con la liebre que había cazado ese día.
¿Por qué estás malherido?, le preguntó mientras lo curaba.
Porque estuve en la guerra, contestó el hombre.
Pero aquí no hay guerra –dijo el campesino–. Hace años que no hay guerra. Los pueblos se han puesto de acuerdo de forma que no exista razón por la cual pelearse. Sin embargo, por hombres como tú, la guerra regresa. Los hombres cobardes que atribuyen sus errores al dolor de los pueblos no merecen vivir ni recibir las atenciones de sus semejantes.
El malherido tuvo que aceptar que se había caído del árbol y salió avergonzado de casa del campesino.
Los hombres del centauro gimotearon con fuertes alaridos. T’ie Mu-jen también sintió un pesar desconocido. No acertaba a comprender de dónde provenía tal amargura. Pero en un atisbo de claridad se puso en pie, con un rápido movimiento sacó su espada y cortó la cabeza del rey. Luego salió de palacio, jurando que al otro día destruiría el jardín de las anécdotas junto con toda la comarca.
T’ie Mu-jen estuvo a punto de ser engañado. No toleraba semejante cosa. Pero dio un día al reino aterrado para que eligiera un nuevo rey. Tampoco toleraba hacer la guerra a una turba sin cabeza. |