Malpensa
Fue este pasado Marzo cuando llegó a mis manos una agenda de piel gastada y polvorienta. Yo había perdido la mía, y fui, con muy pocas esperanzas, a la oficina de objetos perdidos del aeropuerto, pues pensaba yo que era ahí donde la había extraviado. Con mi pésimo italiano, y enfrentándome a un funcionario desganado cercana la hora del almuerzo, tuve a bien asimilar como mía la segunda que me ofreció entre quejas y letargos. Era de una magnífica piel, algo envejecida, probablemente descuidada por el mismo funcionario patán, en el transcurso de los meses o años que llevara oculta. Mi curiosidad nunca dormida, me llevó a ojear la ajena aún antes de haberme asegurado la mía, y me sorprendí recorriendo una vida desconocida, de alguien que como yo en aquellos instantes, se detuvo forzosamente en aquel aeropuerto.
Tras anotaciones vanas, números, citas y otros muchos asuntos sin interés, me sorprendieron apenas dos páginas, que me condenaron a imaginar lo sucedido en la vida de aquel nombre. Creo que de alguna forma, habían sido escritas para explicar la vida, su vida, la forma de haberla vivido. Acompañaban a la agenda unas cuantas fotos, no dejaban mucho lugar a las dudas. El Sr. Company era un caballero atractivo, inquietante.
“Recuerdo que era un final de otoño más en la ciudad en que aquellos años había decidido adoptarme. Noviembre es un mes triste en aquellas tierras, la bruma intensa lo sumerge todo y parece tragarse la habitual luz del paisaje. Así es Milán en Otoño, una ciudad difuminada.
Llegué al aeropuerto antes de lo previsto, era una medida premeditada, el tráfico, a pesar de las habilidades de los italianos al volante, se vuelve denso cuando se acercan fiestas. Dado que me sobraba tiempo por primera vez en muchos meses, decidí disfrutar de un café tranquilo, leyendo la prensa, imaginándome sentado, corbata desabrochada y chaqueta en respaldo. Supongo que esa imagen me sedujo tanto que aceleré el paso a la cafetería más próxima. Malpensa está lleno de ellas. “
No pude evitar fábula la presencia del dueño, del que sólo sabía el nombre- Oscar Company- en la misma cafetería del mismo aeropuerto, tiempo atrás, pidiendo, como también yo, un café denso italiano. Mi cabeza, juega a veces malas pasadas y se puso a trabajar sola, brindándome imágenes que acompañaran aquellas páginas.
- Un expreso, per favore-
Oscar Company, el dueño desconocido de aquellas mágicas páginas que mantenían activa mi cabeza, debía ser publicista o empresario, según quien tuviera enfrente. Probablemente sobrepasaba ya los cuarenta, pero de manteniendo ese aspecto que resultase casi imposible opinar si por mucho o por poco.
Mi celebro, atrapado ya por el embrujo de esas grafías escritas con pluma de forma precipitada, no pudo sino elucubrar que aquella camarera, tan hermosa y distante, no había respondido igual a la petición del Sr. Company. Sin duda, la camarera atendió sonriente a la petición del hombre del traje, con esos ojos azules, grises, y ese pelo ceniza.
El Sr. Company, como no quise evitar yo, miró a la joven- 28, quizás menos. Me gusta ese pelo, tan revuelto, tan rebelde- que se siente observada y comienza a enrojecer por momentos- se está poniendo nerviosa, pobre.-
- Gracie mille, principessa- esbozando una sonrisa aún más malévola que la de ella.
“ Y entonces, pienso que por la camarera de pelo rojo, me vino el recuerdo claro de Sophie. Recordé, y llevaba muchos años sin hacerlo, su aroma tras la nuca, sus movimientos lentos, acompasados, y a la vez salvajes. Andaba en esos años recién separado de Marta, mi ex esposa, trabajando sin parar en París, estábamos empezando, abriendo el mercado exterior y ya se sabe… Sophie. Era apenas unos meses más joven que yo, y sin embargo, quedaba tan lejos. Su ilusión, su fiereza, esa forma de levantarse lenta, cómo quien atraviesa un puente colgante entre los sueños y el día que empieza. Esa tremenda desfachatez… era tan vital. Sí, esa es la palabra. Vital. ¿Recordara siquiera mi nombre? Fueron varios meses los que pasamos juntos, pero temo que ese instinto de supervivencia tan suyo, me haya eliminado, como nos pasa con los malos recuerdos. Sophie, aún retumban en mis sueños sus arranques de mal humor, sus gritos sordos en francés, el roce de su piel, el perfume de su sexo.”
En estos escuetos párrafos, el señor Company se sume en sus recuerdos, olvidando comprar esa prensa que había imaginado. Siendo esas fechas, pensé que era muy probable que el panel se llenase de letras rojas al final de cada fila, “DELAYED”, la bruma había tomado el aeropuerto. La gente se lamentaba con cierta resignación. Allá un grupo de jóvenes comenzaba a acomodarse en el suelo sabiendo que la espera va a ser larga. Esa bruma si se instala, dura al menos unas horas. Más cerca, en las mesas que rodean al Sr. Company, fueron llenándose las mesas, de parejas vomitivamente melosas (lunas de miel prefabricadas), de solitarias cuarentonas colmadas de maquillajes, de niños diminutos y gritones. El mismo espectáculo humano que día a día infesta los aeropuertos. Tan sólo una joven pálida, nórdica probablemente, consiguió recuperar al Sr. Companys, que de pronto intuyó la presencia de un mundo ignorado durante unos breves (¡y que dulces!) minutos.
“Caí en la cuenta de golpe. La bruma había rodeado el aeropuerto y los vuelos se retrasaban uno tras otro. Y esa rubita, tan sola. Recuerdo que llevaba un traje color hueso, cercano al marfil. Un perfume excesivo, como las rayas azules mal trazadas en sus párpados. Y sin embargo me resultó extraordinariamente hermosa. Creo que era la forma de cruzar sus piernas. O las mismas piernas.”
Las notaciones siguientes hacen referencia a otro éxito. Otro negocio del que sentirse orgulloso. Y sin embargo, el Sr. Company, no se inmuta, las trazó de forma desganada, por la letra algo más ovalada que figuraba en la agenda.. Permaneció, sin lugar a dudas, en esa actitud reflexiva, nostálgica. La camarera, esa que a mí tanto me ignoró y algo más ocupada, pululaba entre las mesas, sin dejar de mirarle.
“ Aseveré que esas piernas eran de Krista. Seguro que se las pidió prestadas- se sonrió de su propio ingenio- Krista. De todas las mujeres que recuerdo, ninguna me hizo sentir así en la cama. Era ir más lejos del placer extremo, era llegar a un abismo en el que no sentía el cuerpo, y permanecer allí durante horas, juntos, ingrávidos. Afortunadamente para mi salud, tampoco fue una historia que durara mucho. Y sin embargo, dejo huella. El buen sexo tiene eso, dicen. Que deja cicatrices.”
Seguramente ya habían pasado unas horas desde que el Sr. Company llegara a la cafetería y la camarera no dejó de mirarle un instante.
Como siempre, imaginé, la bruma empezó a levantar, queriendo dar un respiro al gentío que hastiado ya de esperas, comenzaba a impacientarse. Las imágenes que entonces fabulé fueron claras, rotundas, familiares: un árabe discute frenéticamente con su compañero para acabar dándole un beso en la frente, varias niñas luchan por arrullar a una muñeca horrorosa, las azafatas que no dan abasto con las reclamaciones cada vez más sonoras de un grupo de jubilados. Son las humanidades del lugar de donde aterrizan los sueños, y pienso que habiendo vivido siempre entre unos y otros, mi mente, a veces perezosa, se recreó en ellas. La bruma se apiada y levanta su vuelo.
“Me di cuenta que nunca en mi vida había esperado tanto a nadie. Ni tan siquiera a Marta, esa dulce catalana que me ayudó tanto en mis años de estudiante y me dio a mi única hija. Y no pude evitar recordar también su frialdad, compensando siempre su gran corazón, su falta de vida, de esencia, de valor. Y también recordé ese pelo negro, liso, que brillaba loco de alegría con un atardecer rojizo.”
Pausé la lectura, sabiendo que el Sr. Company esbozó una sonrisa, son recuerdos antiguos, con ese sabor que deja la barrica al buen vino, con ese aroma caoba. Y como el vino viejo, áspero, ligeramente amargos, y también dulces y agrios. Indescriptibles.
“ Pensé en que hacía mucho, ya años, que no nos veíamos. Desde que fui a vivir a Milán, cinco años atrás. Y me acordé de sus manjares, de sus despertares rápidos, de sus eternas quejas por la lentitud de los míos. Y antes que eso me asaltó el recuerdo del parto, de las manitas blanquitas que me agarraron. Del aroma de piel nueva.”
Por lo que supe, al señor Company le trajo a Milán el trabajo y se quedo por una mujer, Franccesca, una dulce romana, con piel de aceituna y una expresividad que delata su origen sureño. Pasó los últimos tiempos con ella, hasta el momento en que volcó su vida sobre ese papel que llegó a mis manos.
Como un reloj que lleva tiempo parado, el aeropuerto se había vuelto a llenar de vida. El movimiento de las masas, sus ruidos, el choque continuo de carros y maletas, los abrazos, las despedidas y reencuentros. Las cafeterías recobran su fluir natural de gente y la camarera, aún atareada, no pierde de vista al Sr. Company. Supongo que espera a que él de alguna señal, alguna esperanza.
Quedó el manuscrito inconcluso y olvidado, supongo que la razón fue el fin de la espera. Quiso mi imaginación que una voz rescata de nuevo al Sr. Company del continuado monólogo-
- Oscar, Oscar, ni tan sólo te has acercado a la puerta, menos mal que te he encontrado. Y no coges el móvil. Llevo diez minutos llamándote- efectivamente hay más de doce llamadas perdidas-
- Lo siento, no sé que me ha pasado. Creo que me sentado mal el café. Ha sido un día muy duro, créeme.
Dejé yo también la agenda, completa con mis propias anotaciones, esas que surgieron solas de una mano nueva, saliendo de mis propios recuerdos, en la misma cafetería que Oscar la abandonara, quiero pensar que sabiendo que llegaría a mí. Esa cafetería en cuyo cartel figura “Alter ego”.
|