París, en invierno es una ciudad que añora la primavera. Se llena de frío, de lluvias y se torna gris. Era un triste Febrero cuando fui por última vez, hace unos años, húmedo y nostálgico. Era uno de esos viajes de trabajo que concede algo de tiempo para deambular por una ciudad a descubrir, unas veces, o a reconocer, otras tantas. Ya había estado en ella varias veces, y sin llegar a sentirla como propia, lo cierto es que ya me es familiar, por lo que no me siento ni turista ni residente.
Esa tarde salí algo antes de lo previsto y encaminé mis pasos directamente a esa zona de callejuelas que tanto he festejado, resguardándome con muy poco éxito de un aguacerro fino e insistente que duraba ya varios días. Cansado de trabajar, fue un día corto pero muy intenso, y harto de llevar la ropa empapa, decidí entrar en el primer café que presentara un aspecto mínimamente agradable.
La vida suele agradecer la improvisación y me topé con un local que superaba las expectativas más optimistas. Pequeño, apenas diez mesas, acogedor, de colores atornasolados y con una música que traicionaba los orígenes del propietario. Debe ser uno de los pocos cafés de París, sino el único, regentado por un americano. El blues sonaba suave en mitad de todos esos rojos y naranjas.
Tras pedir el café con leche caliente que mi cuerpo necesitaba con urgencia, observé más detenidamente, intentando, de alguna forma, suplir la ausencia de cámara de fotos. En una de las mesas, de las pocas vacias, había un solitario ajedrez. Siendo, como me reconozco, un aficionado a ese juego, no pude resistir la tentación deacercarme y observar la partida en curso. Quizás por ser una representación de la realidad, quizá por considerarme torpe en él, el ajedrez siempre me ha fascinado, como capturan los video juegos a los infantes de ahora.
Había poca luz, en especial en esa zona, pero no por ello, la belleza de las piezas y el tablero resultó mermada a mis ojos. Las negras, de onix pulido hasta el espejo, las blancas de un cuarzo blanco. Sencillas en material, pero de talla sublime. Todo el juego, labrado a mano, probablemente hace mucho tiempo, irradiaba un hálito de misterio, de extremada delicadeza. Cada una de las piezas era única, distinta del resto. Así los peones, en los que se había insinuado apenas una cara, tenían una expresión diferente, exclusiva, los álfiles más esbeltos los blancos, sonrientes, las torres con construcciones diferenciadas: árabes las blancas, góticas las negras. Las piezas más hermosas, sin duda alguna, eran las damas de ambos bandos. Transmitían dureza, firme decisión de victoria, y a la vez ternura. Eran dos madres guerreras, sin dejar por ello de resultar sensuales entre sus curvas y brillos.
El polvo cubría el tablero, con cada de las 64 mágicas cuadrículas de distinto tamaño y me atrevería a decir que color. En el canto, borrada casí totalmente una antigua inscripción árabe. Este hecho tan insólito, avivó mi inquietud y decidí indagar. Decidido me encaminé a la barra, en busca de una explicación razonable para todo aquello.
- Si viene a preguntar sobre el ajedrez, le diré que es una partida que dura ya años. Así que todos mis clientes la respetan. Pero, mejor, espérese (son casi las seis y no puede tardar mucho)- me espetó con una sonrisa entre pícara y burlona, el dueño.
- ¿Dónde adquirió el juego? Debe ser uy antiguo y desde luego caro…
- No es mío, lo trajeron ellos…
No tardó mucho, tal y como se me había anunciado, en entrar por la puerta, aún más mojado de lo que entré yo, un caballero de unos 40 años, supongo que arquitecto, por los cientos de enormes planos que llevaba bajo el brazo, que, tras un gesto a la barra, se dirigió sin pausa alguna hacia el tablero.
Era un hombre elegante, de aspecto serio, en parte por las gafas, con un abrigo gris marrengo que apenas protegió la americana del aguacero.
Antes de que el americano hubiese terminado de llenar la cerveza acordada, ya había sacado del abrigo una diminuta libreta azul, que repasó detenidamente antes de observar, con un gesto claro de preocupación, la colocación de cada pieza. Los gestos de aquel hombre decían a gritos que era una situación desesperada. Pensé que era algo exagerado en su apreciación de la partida, pues no había habido víctimas de ninguno de los bandos, y aunque la posición de todas sus piezas era extraña y confusa, sin duda era reparable.
- Cada día llega a la misma hora, repasa los movimientos anotados en su libreta, y se queda absorto unas horas sin saber cúal debería ser su siguiente movimiento. Pobre, aún no ha entendido nada…- el dueño había decidido hacerme cómplice de sus reflexiones sobre la partida que se desarrollaba en su local de forma paralela al mundo que la rodeaba.
El arquitecto volvía a repasar frénetico su libreta de anotaciones. Y miraba después el tablero, como no creyéndo lo que en él sucedía.
Tras a ocupar su lugar tras la barra, mi confidente retomó la explicación - Empezaron una tarde hace casí tres años. La apertura fue de libro, ambos movieron casi de memoria. Hasta el movimiento 26. Ahí lo dejaron hasta el día siguiente. Pero mejor acérquese, y observe, presiento que disfrutará. Tiene la mesa cercana libre. Y, por favor, no le moleste. –
Siguiendo debidamente las indicaciones recibidas, me desplacé sigiloso y entre las sombras, hacia el lugar asignado con mi segunda consumición, esta vez alcóholica. Durante las dos siguientes horas permanecí callado, sin perder detalle, fijando la vista alternativamente en el jugador y en tablero. Muy de vez en cuando, el arquitecto levantaba lentamente un brazo y diririgía su mano, me pareció entonces que temblorosa, hacia una de sus piezas. En esos instantes, el bar entero enmudecía, contenía la respiración, pero nunca llegó a tocar ninguna. Se hacía tarde y pensé que podía hacer algo más interesante en esa ciudad que aún en invierno me resulta hermosa, que contemplar la incapacidad de decisión de un ajedrecista novato, así que decidí saldar las deudas, algo decepcionado.
El dueño me recibió cordial- ¿y bien?-
- ¿Y bien? ¡Ni siquiera ha hecho un movimiento! Entiendo que el contricante no aparezca, debe ser desesperante jugar contra un sujeto tan desprovisto de decisión.- respondí algo irritado, sospechando una broma de mal gusto.
- La contricante. Y aparecerá en cuanto él se haya ido.- senteció con esa seguridad del que ha observado el mismo suceso demasiadas veces.
La música sonaba más triste que antes y parecía trazar espirales. Al fín, el pobre indeciso abandonó el juego, y farfullando maldiciones desapareció hundiéndose la lluvia, que ahora sí, arreciaba contra los incautos peatones. Decidí, visto la fiereza de la misma, tomar inmediatamente un taxi, e ir mi hotel a cenar y decansar.
Al día siguiente, aburrido, regresé al mismo local, pensando que, al menos, ponían buena música.
Atraído, me acerqué al tablero. Ni una sóla pieza estaba en su anterior posición. Se había alcanzado un nuevo equilibrio. Desconcertado, me dirigía a la barra y pregunté quien había cambiado todo, quien había rediseñado la partida, pues no sé mucho del juego, pero sí lo sufiente como para entender que esta nueva partida no podía ser continuación de la anterior.Antes de formulara la pregunta el americano, ufano y pretencioso por cogerme fuera de sitio, me explicó:
- Ese es el problema. Nadie movió nada. Al poco de irse usted, llegó ella, y pasó también dos horas frente al tablero (ninguno de los dos sabe ya quien mueve). Y tampoco ella realizó jugada. Las piezas se mueven, cambian. Deciden que lugar ocupar y cuando. Así, sin motivo alguno. Por eso la partida se estancó hace tiempo. O mejor dicho, ignora a los contricantes en su evolución.
Sin creerlo, retorné al tablero. Tuve la seguridad de que las damas, en especial la negra, se estaban burlando de mí. Aterrado, he de confesar que soy miedoso, abandoné el lugar de locos.
Volví hace una semana al café, riéndome de mis miedos. Ambos reyes estaban caídos sobre el tablero, los contricantes no han vuelto y nadie ganó la partida.
Quizá es verdad eso que dicen los maestros. Quizá el ajedrez represente la vida mejor que ningún otro juego. Yo no he vuelto a jugar, bastante tengo con vivir una.
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