La última vez que la vería él le dijo a ella que la quería. Una lágrima brotó por aquel entonces de esas cuencas antaño áridas y alejadas del llanto. Miró a través del cristal, más bien, cuando su cuerpo se alejaba por la calle y el paso de cebra-sus franjas blancas- resaltaban todavía más la falda que le regaló. Negra, como la noche, que le llegaba a la altura de las rodillas. En el último baile de aquel garito múltiples miradas iban dirigidas a ella, mientras su falda oscilaba de derecho y del revés. Sonrisa-pensaba él-,de todas las mujeres que había conocido, ésa era su sonrisa, le pertenecía, si pudiera, la guardaría en un frasco, el de al lado de la colonia, para poder verla en los momentos cuando el sol no brillara en su interior. Soledad, tenía miedo a la soledad, al fantasma de pasillos ensombrecidos por las luces de la salita, a no poder besar sus labios de nuevo, y su sombra, se alejaba para no volver... nunca más...
En el metro la conoció por vez primera. Viajes fugaces de paradas cortas, de miradas... Y el primer beso, fue en un pequeño restaurante que estaba muy cerca de la parada de metro. “Me ha encantado”,dijo ella mientras se limpiaba los restos con la servilleta, “Estoy enamorado”, dijo él, agachando la cabeza, y después mirándola a ella con un cierto rubor en las mejillas... De la mano vieron todo lo que tenían que ver unos enamorados. En el cine la pantalla iluminaba sus caras cuando se besaban, sonidos de disparos paralelos, de palomitas, de risas, pero la película pasó tan rápido ante ellos como ese beso de restaurante de dos tenedores, y puso fin, y sus bocas selladas todavía se despegaron. “Bonito metro”,recordaba cada vez que subía, pero el lugar donde estaba ella era un espacio vacío, nada era como antes, el tiempo dejaba atrás a los abrazos, “se fueron como volvieron”, se dijo. En su lugar, se encontraba sentada una señora mayor, con una revista, toda de negro... Miró de nuevo, levantó la cabeza y no se lo podía creer, ¡Ahí estaba ella!, con la misma falda de color negro, esa sonrisa... pero en cuanto se acercó, una voz dijo de pronto “Perdone señor, pero creo que se equivoca usted de persona”, en efecto, la misma señora de la revista, estaba empezando a enfermar.
Y pasó el tiempo, el hombre mejoró notablemente, recordando-para sus adentros y ajeno de su mujer y de sus hijos- lo que ocurrió en el restaurante con aquella extraña mujer.
|