En el consultorio
La primera vez que Paco fue al hospital estuvo preocupado toda la mañana y parte de la tarde sin noticias del médico; le pareció una descortesía justificable. Incómodamente sentado, vio diluirse su tiempo ante la frustrante excusa de «déjeme examinarlo cinco minutos». Pero, que las siguientes dos veces que fue por aquel malestar de su amigo Lucas lo hayan tenido esperando el mismo tiempo, ya no era normal. Esa tercera vez no había salido del hospital ni para comer algo al mediodía. Esperaba algo, pero no aceptaría otra vez un «aún no estamos seguros», como antes. El estado de salud de su amigo lo mantenía tenso delante de la puerta blanca del consultorio número cinco, la cual, desde que él salió de ahí por órdenes del médico, no se había vuelto a abrir sino para que entraran y salieran las enfermeras; el galeno tampoco había almorzado. Intentó entrar por lo menos unas diez veces, o al menos poder ver algo de lo que ahí dentro estaba ocurriendo, pero los portazos y las sonrisas impersonalmente cordiales le caían en el rostro.
El ir y venir de tanta gente sin importancia acrecentaba su sensación de inseguridad. El piso de losetas recién lustradas y las paredes blancas y asépticas producían un sonido que resultaba espantoso al contacto de los pasos de los enfermos, el caminar apurado de médicos y enfermeras; el metálico sonido de las ruedas de las camillas y los parantes para las botellas de suero alimentaba el terror que él siempre sintió por los hospitales. No soportaba más esa presión: habían pasado más de seis horas y de Lucas no sabía nada. Se levantó por un café de la máquina que tenía a su derecha, al final del pasillo lustroso de losetas impecables.
No eran ni quince metros de camino hacia la máquina expendedora, y en el trayecto vio un difunto que murió con lo ojos abiertos, hundidos y un rastro de saliva ponzoñosa que asomaba por su boca entreabierta; más allá, un paciente conectado a un pulmón artificial que alcanzó a mirarlo con una intención que él interpretó como lástima. «Yo tendría que sentir lástima por él», pensó casi llegando. Pero un portazo lo sacó de sus reflexiones: del interior de un cuarto blanco salió una dolida mujer que lloraba el desahucio que su querido Tomás había recibido: diez días de vida. El atropellante galope de las amargas noticias ajenas lo hizo acelerar el paso, concentrarse como sea en su café y obligarse a ser positivo.
- A mi querido Lucas no le va a pasar nada. Es fuerte, siempre lo ha sido. Esta vez tampoco me va a decepcionar.
Bebió el café con la natural ansiedad que seis horas y media de angustiante espera. Sorbo a sorbo el café iba pasando por su garganta y le devolvía un poco la seguridad perdida en las incómodas sillas de lobby del piso cinco del Hospital. Parado en el cruce de dos pasadizos, podía percibir con mayor claridad las dimensiones de su soledad en medio de losetas, camas, suero y el insoportable olor a desinfectante, reptante y perenne, ascendiendo lentamente por la ranuras de la puerta del baño a un lado de la máquina expendedora. El hedor lo mareó; al creerse dopado con la penetrante fragancia de pino, matizada con el olor del amoníaco, pensó que la imagen del médico llamándolo a la puerta del consultorio era una alucinación. O tal vez era por el hambre.
- ¡Señor Rodríguez, ya puede venir!
No era un sueño. Con un pequeño esfuerzo se reincorporó en la realidad y fue hacia donde el médico le llamaba. El canoso señor de la bata blanca tenía una cara circunspecta. En su mirada, un viso de mala noticia.
- Lo que le vamos a decir, señor, no va a ser agradable para Usted.
¿Qué podría ser? Lucas estaba vacunado contra todo. El pedigrí lo acreditaba como un perro saludable, además. Ni una sola vez le dio distémper, menos aún sarna o alguna otra plaga de la piel. Y, tenía el resto de órganos en prefecto estado y funcionando tan bien como la primera vez que salió del Hospital con su primera vacuna a cuestas. Lo que escuchó sí que fue una sorpresa fatal.
- Lamento informarle que ese malestar en los pulmones de su mascota no es tan simple. Se ha presentado por una baja de leucocitos en su sangre. Y… creo que no queda ahí solamente…
- No entiendo lo que me quiere decir, doctor.
- Es muy complicado.
- Ya esperé mucho, esta ansiedad no me hace bien.
- Su perro tiene Sida, señor Rodríguez.
- …
- …
- ¿Esto es una broma, no?
- No, señor; lamentablemente, no es una broma.
La mirada del médico, inmutable, impertérrita ante una desgracia ajena escondía una ambición científica, una luz de descubrimiento que le encumbraría en su carrera. Por momentos se arrepentía de ser tan sincero. Miraba a Paco con compasión humana. Se acercó un poco más, para hablarle casi al oído.
- Comprenda, señor, que esto no es cosa que se vea todos los días; le recomiendo sea discreto y paciente: será mejor que su animal se quede unos días más conmigo, para hacerle los exámenes necesarios.
- ¿Qué exámenes? ¿Acaso no está seguro de lo que ha dicho? ¿Hay posibilidad de que Lucas no tenga esa enfermedad?
- Discreción, señor. Mi equipo y yo estamos seguros de lo que le decimos, pero no sabemos cómo se hizo portador del virus.
- Realmente, no lo sé.
- Piense, tal vez una perra de mal vivir.
- ¿Qué?
- ¿Usaba drogas? Tal vez compartía su aguja con otros perros.
- No… no le entiendo.
- Lo más seguro es que su perro sea homosexual o androfílico.
- Ya deje de hablar estupideces, doctor.
Lo dicho por ese médico no tenía sentido. Mientras más lo pensaba, más se convencía de estar viviendo una pesadilla inverosímil. Desorientado, Paco se dejó seducir por las palabras sibilinas del doctor, quien de a pocos lo convenció en dejarle su perro para unos estudios privados en la casa del médico, quien trabajaba con unos biólogos y genéticos. Era simple: él dejaba al perro, y ellos hacían los descubrimientos. Él, por amor al perro aceptó; el médico, proyectándose a la fama, agradeció.
- Recuerde, que no debemos levantar mucho polvo sobre este asunto.
Dejó al perro; firmó papeles. El médico lo hizo a un lado para que dejara pasar la camilla con su nuevo experimento de bajo costo. Los ojos del perro lanzaban un ruego unánime. Los señores de blanco se abrían camino entre los restos de otros animales, Silenciaban con su ronronear y el chillido de la camilla de Lucas los lamentos de los demás gatos, perros, marmotas y demás mascotas que padecían en esa Babel de enfermedades. Paco, desde el extremo del pasillo, donde dejó que se llevaran a su amigo miraba a los demás llorando por sus pérdidas. Miradas de niños profundamente dolidos, dándole a los que se iban un último “gracias” por haber animado un momento sus vidas tan llenas de humanidad, proyectadas inevitablemente al sufrimiento de andar en dos piernas. Ellos se iban, porque la vida es corta, y con su humildad inhumana nos hacían la agonía más llevadera. Después de todo, para eso están, no merecen tener problemas humanos sobre sus lomos.
Paco detuvo el cortejo ambicioso. Dijo que quería despedirse de su amigo, darle unas palabras de aliento, que le vendrían bien. De su casaca, sacó un objeto metálico. Lucas leyó la intención y accedió, esa mirada tierna que le daba no lo podía condenar: él también lo creía indispensable. Cerró los ojos para no ver las lágrimas que ya salían de los ojos de Paco, que siempre pensó en una despedida no tan dolorosa. El médico y su equipo no pudieron detener a Paco, que con el corazón en la mano, ya seco por la frustración de vivir, hundía penosamente la plumilla de su cortaúñas en la yugular a su querido amigo. El géiser de sangre espantó a los de blanco (el virus seguía siendo el virus, por más que venga de un perro). El médico no daba crédito de lo que vio; echó a llorar por la oportunidad que perdió para la ciencia y su éxito. Paco acarició por última vez a su perro tras las orejas, que ya estaban enrojecidas y coaguladas. El último gruñido de su perro fue de amor, de alivio. Paco se fue complacido. Después de todo, era sólo un perro, y no merecía sufrir los que los hombres sufren.
Christian Ávalos Sánchez
Reo Libre
Lima, junio 2005.
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