Parado en una esquina, esperaba erguido junto a un poste eléctrico, que apareciera el taxi expreso, de aquellos que tienen ruta definida, sin quebrarla por ningún santo en peregrinación o manifestación. Con la mirada perdida en la ondulación de la calle, recordaba con sumisa tristeza esa esquina, donde años atrás tome el mismo taxi expreso con ella, para ir al mismo lugar donde ahora me dirigía, pero ahora solo, a no ser por los recuerdos que empezaban a pesar en mi alma una ves mas, tenia tanto amor, rencor y dolor mezclados en una especie de alquimia que solo necesitara una chispa o un detonante para que como bomba de noppal estallara en llamas, cual aldea vietnamita. Hasta que llego con la lentitud de carruaje imperial, me acomode rápidamente en el asiento trasero, totalmente vació hasta el momento, solo había un pasajero mas, un señor ya de edad sentado junto al chofer. Una cuadra mas abajo abordo el taxi una señora joven, calculo rápidamente de unos treinta y un años, a lo mucho treinta tres, portadora de una presencia y belleza en los márgenes de la madurez y de la sequedad de piel, entro como lo hacen todos los pasajeros: rápidamente y dislocando el silencio con una cortesía practicada al momento de cerrar la puerta derecha de la movilidad, ya éramos cuatro tripulantes desconocidos y sin intenciones de cambiar el hecho. La ruta estaba expedita, y en cada cuadra iba evocando ese viaje con ella, en esas mismas vías años atrás, ella muy pegada a mi, podía sentirle y olerle mas vivamente, reíamos de nerviosismo, nuestros ojos cantaban en silencio al unísono de la música de la radio, siempre llevaba el mismo perfume y su piel siempre sabia a miel al besarla, me remolinaba su presencia, su ausencia, su existencia fugaz y ahora su inexistencia eterna. Como a unas cinco cuadras hizo parar al taxi una mano extendida en medio de la vía, era una joven con apariencia pueril, pero rayaba seguramente los veinte y cinco o algo mas, subió apresuradamente como lo hacen todos y mas aun estando parada en medio de la calle de dos vías en ambos sentidos. Al abrir la puerta reconocí el olor del perfume que aquella mujer regalaba a los aires, era el mismo perfume de la mujer, del mismo taxi, de la misma ruta de hacia varios años atrás, la de los recuerdos enclaustrados. En la confusión de mis nervios olfatorios, los recuerdos y las telarañas del cerebro creí verla en el rostro de aquella joven que había abordando el taxi y sentando a mi lado, pero rápidamente recupere la verdadera imagen de una joven sin similitudes con ella, continuo el bombardeo involuntario de mas recuerdos. El aroma era penetrante, casi asfixiante, inundo y saturo rápidamente todo el interior de la movilidad, mas aun cuando todas las ventanillas estaban cerradas a causa del frió y el viento aullador que aun así se colaba silbando entre las comisuras de los vidrios. Me sumergí en un abismo de angustia y dolor, al recordar su partida, su engaño y traición, la veía y oía con su rostro y vos de crueldad, olvidando sus promesas de jabón. El olor de aquella mujer de mi lado se fue fundiendo con el amoniaco exhalado por mi cuerpo, producto de mi dolor. El aire se torno espeso y embriagador y mi cuerpo se adicciono instantáneamente del tal hechizo tratando de absorber todo el aroma mágico y perfumado. Mi pecho y pulmones se llenaban de aire saturado con ese olor, agitado inhalaba y exhalaba sin control, casi en un ataque espasmódico, y de repente revente en un llanto desgarrador, nadie parecía mirarme, parecía estar envuelto en un abismo sin espectadores o a nadie le importo el colapso respiratorio que estaba sufriendo ahí mismo, en mi asiento, por la sobre dosis de ese olor. Sentía y veía que de los poros de mis manos se disparaban brevisimo chorros de miel, y mi aliento antes amoniacado exhalaba esencias de olor de jazmines y violetas en plena flor, mis lagrimas caían irremediablemente sobre mi pecho, y rebotaban hacia los aires evaporándose y coloreándose instantáneamente, en intensos y suaves colores: lilas, rozados, violetas, amarillos, azules, rojos; tanto llore, fueron tantas las lagrimas que se vaporizaron que en pocos minutos el interior del taxi se pinto de mil colores, creando una neblina multicolor como exprimida de la paleta de un pintor surrealista. Se densifico tanto el aire que ya era casi imposible ver mas ahí de mi mano que seguía expulsando brevisimos chorros de miel que se coagulaban al contando con el aire de colores creando pústulas dulces con el color de pétalos de rosas, pegados a la dermis de mis dedos. Ya había desaparecido por completo el perfume de la mujer, ahora se sentía el olor que emanaba del vapor multicolor y las pústulas de miel, una fragancia aun mas penetrante que el mismo “pachulí”, pero dulce y sutil a la ves, indescriptible en un solo aroma, era una mezcla sin igual de mágica y de medieval, entre muchos aromas confundidos se percibía la esencial de mil cuatrocientas treinta y tres flores, entre las silvestres y las de jardín botánico, el aroma a miel del amanecer y el olor de angustia y dolor, que a su ves en otra aleación hechicera se produce entre las sales de las lagrimas y el sudor. Era una mezcla olorosa de la mas extraña y embriagadora. Escuche unos susurros de sorpresa, esa nube surrealista no era mi alucinación, todos los taxinautas también lo veían y la olían, pero a los pocos segundos de susurros de sorpresa en asenso a pánico se detuvo y se callo, en la espesura de la neblina pude ver como se orillaba a la acera el taxi y se detenía, el silencio se apodero del interior, nadie decía nada por algunos segundos o quizás minutos, luego se escucho algunos suspiros confundidos con pequeñas risas, los pasajeros al absorber los olores del vapor y las postulas de miel y ver los colores de calidoscopio, empezaron a recordar lo que ellos mismos se negaron hace mucho recordar: El hombre de adelante recordaba como la conoció y enamoro a su mujer, el primer beso, la primera caricia, recordaba la alegría del nacimiento de sus hijos, que bellos recuerdos, sentía una ves mas en su cuerpo esa sensación de amor, de energía, la desesperación por verla, como si al llegar a su casa la encontraría. Al igual que el señor de adelante las dos muchachas recordaban a los amores de sus vidas, la de los treinta o mas recordaba como conoció aquel hombre que le robo todo el corazón, lo veía caminar a su lado, sentía su mano sobre su mano, sentía el cosquilleo de su pecho sobre el suyo y reía al escucharlo nuevamente, le encantaba su humor algo negro pero siempre tierno y cortes, capaz de bajarle una estrella o toda la constelación de Orión si ella se lo pedía. La muchacha del perfume alucinógeno se acordaba de su primer amor, lo veía aun de niño con la carita sucia, vivía frente a su casa, y vio como creció junto a ella, como los dos se hicieron hombre y mujer para amarse en el zaguán de la abuela, lo vio corriendo cuando el abuelo los encontró con las manos debajo de los uniformes colegiales. El taxista reía a carcajadas, se movía en su asiento levantando las manos al acordarse como “robo” a su mujer de su comunidad, cuando en una bicicleta de las que llaman “roba cholitas” le hizo sentar en el barrote delantero y no paro hasta llegar al próximo pueblo, ella como reía al sentir el viento que les golpeaba las espaladas, como dándoles impulso y fuerza para llegar hasta su nuevo destino y comenzar una vida juntos en eterno concubinato.
Pero como todo en la vida, las alegrías y los momentos felices son breves y los efectos alucinógenos tenían que seguir su proceso mecánico y natural, las risas empezaron a bajar de volumen y se fueron convirtiendo primero en suspiros profundo para ir ascendiendo de sollozos a llantos expiatorios. El hombre de adelante lloraba casi a gritos, cogiendo su cabeza entre las manos viejas y temblorosas, le dolía que ella, su mujer lo halla dejado, lo halla abandonado solo con sus hijos, cuando el la amaba mas, después de treinta años de matrimonio, el sentía que ella lo traiciono, se habían jurado morir juntos, pero ella lo engaño y murió sola, sin ni siquiera esperarlo para despedirse. La mujer simpática de los treinta y mas, lloraba sin mayores aspavientos, petrificada en su asiento, sin movimientos, solo las lagrimas le rebalsaban por los ojos, con la cabeza agachada viendo sus manos solitarias, el hombre que tanto amo, aquel hombre le había dejado para irse con su jefe y compañera de trabajo, no le dijo de frente mirándole a los ojos que ya no le amaba, tan solo le dejo una carta escrita acuñada con cobardía en la que le decía que ella solo fue un instante de pasión, tan solo un aprendizaje mas, solo una aventura y que debía borrarla de su vida, pero que si le agradecía el hecho de haber propiciado el encuentro con la que ahora amaba. En sus manos veía la carta de la traición y cobardía, remojada y con las letras escurridas por las cuatro mil trescientos veinte dos lagrimas derramadas y que no dejaban de estallar contra el papel, no podía creer lo que paso, le dolió tanto que no pudo amar nunca mas y esa era la primera ves que lloraba por el desde que eso sucedió ya hace cuatro años atrás. La muchacha con apariencia pueril estaba sobrecogida sobre sus rodillas, sus lagrimas eran tan grandes que parecían baldazos de agua lavando el mismo zaguán donde a ese joven lo amo por primera ves, para irse luego a Europa a estudiar, con promesas entre llantos de volver pronto y casarse, eso hace seis años, y si volvió, pero volvió con mujer e hijo, al igual que la niña de Guatemala ella quiso morir de amor o des-amor cuando se entero, pero los médicos le salvaron con una la lavatina estomacal que elimino el “raticida” que tomo, desde esa ves anda de hombre en hombre buscando un nuevo zaguán donde pueda encontrar el amor que perdió. El taxista lloraba abrazado de su volante, apretando las rodillas contra el panel, sus lagrimas de connotado de llorador, resbalaban abundantemente por la tez morena ahogándole con sonoras absorbidas del moco nasal a la ves que las limpiaba con la manga de la camisa. Con aquella cholita que era su dulce querer, se vino a vivir a la capital, ella se enamoro de la gente de la ciudad, de su forma de vestir, de hablar, de actuar, cambio pollera por Jean’s y nombre y apellido aymara por la de los mestizos, y se perdió entre los tumultos de gente en la fiesta del Gran Poder, volvió a los tres días, ya sin querer saber nada de el, recogió sus cosas empacadas en una caja y se fue a vivir con hombre de corbata y paleto. No solo le traiciono en su amor pensaba el, si no también traiciono a su pueblo, a mi pueblo, a mi gente. Desde esa ves, ya hace siete años, trabaja como taxista o en minibús buscándola.
Había tantas lagrimas que salpicaban y rebotaban entre las ropas y los vidrios ahumados que terminaban colgadas del techo o en el charco estancado del piso, el aire technicolor se había despejado, se había transparentado, los cuerpo y las lagrimas saladas borboteantes de los cinco pares de ojos absorbieron todo el color, y la fragancia se esfumo, solo quedaba: el interior del taxi remojado como sauna de vapor, un rió salado cristalizado en la alfombrillas debajo los pies y los vidrios empañados, donde se dibujaban los nombre de los causante de las risas y el dolor, cada ventana del lado de cada pasajero mostraba el nombre del amado o amada, quizás escritos por ellos mismo, pero sin memoria de haberlo hecho, pero como yo me encontraba en medio y sin ventana a mi lado, no pude ver en ningún vidrio ahumado el nombre de ella, pero si pude leer, el de Jacinta junto al chofer, Marcela junto al señor de adelante, Reinaldo junto a la señora de los treinta o mas y Carlos junto a la joven de mi siniestra.
Todos ahí al igual que los de afuera, en el mundo entero habíamos amado y habíamos llorado por un amor y una traición, solo que ahí paso algo que nos hizo recordar ese amor guardado, casi olvidado por necesidad de sobrevivencia. Los llantos fueron bajando de ritmo y pulsación, se fueron convirtiendo nuevamente en sollozos y se desahogaron en suspiros profundos, como despertando de una pesadilla del amanecer. Nos vimos unos a los otros sin decir una sola palabra, no sabíamos con exactitud que había pasado, pero cada uno era conciente de lo que había vivido o soñado en esos diez y ocho minutos, nos miramos nuevamente con algo de vergüenza, complicidad y agradecimiento a modo despedida.
La gente que pasaba por ahí, al ver el espectáculo colorido se arremolino alrededor del taxi, a ver como pequeñas nubes estiradas se colaban por las aberturas de las puertas y ventanas, como soplidos de diablo de carnaval en medio de copales de color. Alguien toco la ventanilla para saber si alguien había adentro y si estaba bien pero nadie respondió, ni se escucho nada, pero continuaron los curiosos de acera deleitándose con el amalgama de colores de aurora boreal. No falto quien respiro los humos y se fue riendo sin saber por que y al llegar a su casa se puso a llorar sin saber tampoco por que.
La primera en reaccionar fue la señora de los treinta o mas que abrió la puerta y sin decir nada se bajo y se abrió paso entre los espectadores, yo hice igual, al igual que el señor de adelante y también la joven del perfume y del zaguán. Cada uno tomo una dirección diferente, ya sin importar a donde ir.
En ese momento pasaba un colectivo con la misma ruta, me subí casi al vuelo y termine mi recorrido de pie, agarrado del barrote superior sin recordar lo que había pasado, pero aun con las ropas mojadas y las pústulas de miel.
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