MUJER PEINÁNDOSE, 1940
Yo no busco: encuentro.
Pablo Ruiz Picasso
Los pechos se le mueven
al ritmo de las manos.
Esa mujer que roza la tierra con sus glúteos
y, confiada, deja su flor, húmedamente,
contra una superficie adormecida,
trenza su pelo. Es piedra encenagada,
es monstruo deleitoso, es el pincel
cuando llega la hora del amor
y se convierte en hembra.
Dos ojos constelados en una vía láctea
te miran de repente.
Sabes que han de llegar tus labios hasta ellos
y succionar con fuerza hasta hacerla reír,
llorar,
reír,
gemir,
llorar
-su vientre te lo pide con su constitución redonda,
sus costillas, escalonado altar de sus turgencias-.
Se peina grácilmente, se despeina.
Gira a un lado su boca y una lengua
agita para ti.
Te comería –dice, entornando sus labios y dejando
que un polen de saliva muestre avispas,
haga volar deseos de color,
caiga, exactamente, hasta el lugar
que pretende decirte-.
Te comería. Calla.
Sus pechos siguen siendo
un baile a dos vertientes.
De sus turgentes nalgas brota un grito.
Su vulva se estremece,
se entreabre, baila
para dejar la huella en un silencio
que sólo romperán las alas del amor
cuando crucen el cielo de sus aguas.
Se peina dulcemente, se despeina.
Gime,
calla,
señala,
descompone,
te mira,
te enloquece,
moja, habla,
mientras trenza su trenza y se destrenza
su pie por este lado, sus dos piernas
con un cisma de fuego. Tantos labios
vagando por tu piel como avispas picantes.
Se peina contra ti las cordilleras,
las cumbres,
los bajantes...,
cicatrices que habrán de manar sangre,
cuando tú la poseas.
©Dolors Alberola
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