El lo sabía muy bien: no debía tomar ese teléfono.
Sus amigos, sus parientes, su propio terapeuta se lo habían dicho hasta el cansancio: "no cedas, no lo hagas".
Pero ella lo seducía más allá de cualquier límite.
Solo de pensar en ella se excitaba, y eso lo avergonzaba.
¿Debería cortarse los dedos? Ya no podía resistirlo.
No podía frenar su cerebro, y todo le recordaba a ella.
Nada lo entretenía, nada lo distraía: ella había logrado lo que ninguna otra, se había transformado para él en una verdadera obsesión.
Caminaba nervioso dentro de su pequeño apartamento, mirando de reojo ese teléfono que él sabía no iba a sonar jamás... y también sabía que no debía levantar el tubo.
Notó sí, que estaba más delgado: los reducidos espacios por los que antes paseaba su enorme masa corporal hoy le parecían mayores, más cómodos, más grandes.
Y fue al baño a pesarse, para comprobarlo.
La balanza marcó exactamente 95 kilos: nada mal, teniendo en cuenta que antes, con ella a su lado, más feliz, sin angustias, excedía por lejos los 110 kilos.
Y fue entonces que lo decidió.
"La voy a llamar, al diablo todos: me lo merezco".
Y discó ese fatídico número que tanto daño le había hecho.
Escuchó cómo sonaba, e intentó controlar su nerviosismo: muy pronto estaría con ella otra vez, y sería feliz.
Cuando descolgaron, y dijeron "hola", creyó quebrarse, pero se armó de valor, carraspeó para que su voz no temblara, y tomando coraje dijo: "¿El mundo de la pizza?, me haría el favor de enviarme una especial de la casa tamaño gigante? Sí, la dirección es..." |