Unos pechos desnudos repletos de leche tibia y rebosante fueron la primera imagen que sació mi hambre neonata.

La leche siempre estuvo ligada a esa saciedad, el placer oral por ende.

La leche con la que hacían mis teteros de Cerelac. La leche con las que me hacían el cafecito mañanero. La leche en polvo que me comía a cucharadas. La leche condensada que me robaba de los supermercados.

Y Freud se rompió el coco devanando teorías donde explicaba porque nuestras relaciones, actos y pensamientos siempre estaban ligados al sexo. No hay que ser muy Freud para darse cuenta del asunto.

Quedamos siempre con hambre. En el mejor de los casos, para nosotras las mujeres, podemos saciar nuestro apetito del recuerdo oral con una buena mamada que culmine en una explosión de leche. Los pobres hombres se tienen que consolar con chupar nuestros pechos secos para ellos y recordar a sus madres en su oscuro inconsciente.

No me preocupa mucho el hambre en Birmania, en Zimbawue o en el Perú.

Me preocupa cómo colmar esta hambre de cariño que no sólo con sexo fálico y lechoso se llena.

Esta es más compleja, es a punta de besos, atenciones, detalles y un sinfín de situaciones. En esa línea estética del alma podría decir que estoy en línea, casi raquítica, anoréxica. Quisiera estar más bien como una hermosa doncella de esas que posaban y titulaban “La Maja Desnuda” rellenita con un alma gordita, pasada de kilos de tanto comer amor.

Cómo decía un amigo mío: no sé lo que me pasa, pero cuando como se me quita el hambre.



Mayo 01. Noche 2002