Un hombre de unos cincuenta años, calvo y algo pasado de peso balbucea dormido. Está soñando con la gerencia. Una oficina, nada más. Eso es lo que anhela, lo que lo separa de cumplir el sueño de su vida. Un título, un puesto que ahora - y sólo en un mundo que desaparecerá al despertar - alcanza.
La esposa del hombre, mujer madura, de pelo negro con raíces irremediablemente blancas, es perseguida por aquél que años atrás la asaltara al salir del banco. Sus facciones son más nítidas que nunca. Él la detiene del cuello y le dice una y otra vez: el dinero o la vida. La pesadilla no termina, apenas le da el dinero, él se quita una máscara y una cara más clara, más cercana repite el diálogo. Ella no recordará nada al despertar.
El hijo, un joven de veintidos años justo ahora sostiene en sus brazos a Laura. Un revolver descansa bajo su almohada mientras Laura le susurra al oído que lo desea. Salen del baile. Vamos a un lugar más cómodo, dice él. Pero el sueño se interrumpe, la visión se desmorona rápidamente ante el sonido del chirriar de la puerta trasera. La que nunca abren.
Asustado el joven atraviesa el pasillo que separa su recámara de la cocina. El revolver le tiembla en las manos nerviosas.
-¿Quién es?. No hay respuesta.
Ahora distingue una silueta, enciende la luz pero es demasiado tarde. Se produce un forcejeo. El sonido de una detonación rompe con el silencio que alberga la mitad del misticismo nocturno que la oscuridad por sí sola no puede abarcar.
En una celda oscura, fría y húmeda, un hombre de treinta y tres años duerme. En su mente se repite la imagen de un forcejeo, una detonación que rompe con el silencio, gritos, lágrimas y sangre de quien lo acababa de convertir en asesino. El hombre despierta llorando y grita:
- Pero si yo sólo quería un pedazo de pan. |