Recuerdo a mis hijos recién nacidos como dos gatitos mojados, envueltos en esos impersonales pañales de hospital. Me los entregó una enfermera extrañamente alegre y yo, atontado y nervioso los acuné, con una naciente ternura, entre mis brazos temblorosos. En medio de mi nerviosismo auscultaba sus rostros enrojecidos, palpaba sus manitos apretadas y acariciaba ese negro y fino cabello que se desordenaba en demasía en sus pequeñas cabecitas. Puede parecer un tanto cursi esta descripción, pero de alguno u otro modo explica las sensaciones que acometen a un hombre cuando es padre por primera vez. Todos lo felicitan y le palmotean la espalda mientras el individuo aún no regresa a la realidad. Y es porque esa idea vaga que revoloteaba en su cabeza y que demoró nueve meses en irse decantando, se ha transformado en algo concreto, en esos montoncitos de carne que recién se están acostumbrando al medio ambiente, esas vidas nuevas que ya tienen nombres preestablecidos, que piden calor y alimentos, que comienzan desde ya, con sus berreos, a luchar por sus derechos.
Mis hijos, ahora muchachones, en sus primeros escarceos amorosos, intentan encontrar una senda desde la cual atrapar su propio filón de vida. No mucho más adelante, renovarán el ciclo de la vida con un tierno y tembloroso retoño entre sus brazos y lo sostendrán, manifestando el mismo asombro y la misma turbadora alegría que sentí yo cuando los recibí en los míos por primera vez.
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