La estación de tren está vacía, a excepción del hombre que ocupa la banca más alejada a la entrada. El reloj con su infinita paciencia y su interminable andar trata de hacerle llegar el mensaje de la eternidad: no te impacientes, todo llega cuando tiene que llegar.
El hombre no lo escucha, permanece absorto, en espera del tren de las doce y media. Ahí tiene que venir, piensa. Y evoca los días en los que juntos recorrían el pueblo, sin destino fijo, sólo caminando. A veces, en verano, mojándose con la lluvia, libres de cualquier atadura. A veces, en invierno, buscando un lugar tibio para continuar con las charlas que comenzaban en nada y terminaban en grandes discusiones acerca de filosofías de vida, problemas existenciales o simplemente futbol y que parecía que nunca terminarían, hasta que el padre de ella salía a buscarla y que entonces dejaban en pausa, hasta la próxima vez que fueran recordadas.
A lo lejos el sonido del tren retumba como anunciando lo inevitable. Un dejo de esperanza no abandona la mirada ansiosa del hombre que, a pesar de todo, sabe que esos vagones - al igual que su vida - vienen vacíos.
La gente comienza a bajar y el hombre confirma su sospecha: el tren está vacío de Elena. Sólo gente y más gente, personas en las que la multitud trata inútilmente de individualizarse, rostros que se olvidan en el acto.
Pronto la estación del tren está vacía nuevamente, a excepción de un hombre con un dejo de esperanza en la mirada que espera el tren de la una y cuarto. |