La señora Han ve la tristeza en los demás. Los hijos que le quedan la visitan a diario sin saber qué hacer. “Están muy tristes”, dice ella, y se echa a llorar por su desgracia. Los vecinos procuran que coma, pero la señora Han rompe en llanto cada que ve sus rostros llagados. No hay nada que consuele a la señora Han.

Nadie recuerda cuándo comenzó a sentirse tan triste el pueblo, cuándo se amargó el arroz y los mariscos, cuándo dejaron de brillar las fachadas. Tal vez eso pasó antes de que la señora Han se diera cuenta. Nadie lo sabe.

“Tristeza es una palabra”, dicen los forasteros, y luego al otro día se van. La señora Han los mira partir con los ojos empañados. Ella asiente, aunque sepa que no sólo es la palabra, sino aquel cinturón que aprieta las celosías.

La señora Han no está triste. Es la única que no está triste. Por eso no muere como los otros. La señora Han sólo siente la tristeza... y llora. Ella vino a eso, a llorar la tristeza del mundo, a saldar las cuentas milenarias de los vicios y resabios no conocidos.

El mar llora más que la señora Han. “Está triste –dice ella–, ¡qué dolor habrá tenido!” Ella lo observa, lo escucha susurrar y gritar a la vez, lo siente en su intento de abrazo. Luego se mete a su casa, pasa toda la noche en la sala de los antepasados.

Dicen que es la peste. Lo dicen, pero no lo creen. Es la tristeza la que está matando el pueblo de la señora Han. Ella lo sabe.