Y resultó que aquella mañana no sonó el despertador. El recuerdo de Pupila era aún demasiado fresco como para suponer que esa suerte de efectos colaterales postjuerga disiparían siquiera alguna de esas imágenes, ineludibles y ambiguas. Es que, en ese entonces, levantarse significaba menos esfuerzo. Había más motivos y demandaba menos reflexiones inútiles, que quedaban inconclusas gracias a la ráfaga de viento que, incansablemente, día a día se colaba por entre los marcos de los retratos a las once y quince, justo una hora después de que todo acabase. Reflexiones inútiles. Intrascendentes, por lo demás. Cuando se quiso dar cuenta aún quedaba tiempo de sobra. Luego de la acostumbrada dosis de aire de aquel día, se dispuso a manejar todo con mayor autoridad. Pero apenas había dado quince pasos hacia el norte, se detuvo en seco, olvidando repentinamente qué iba a hacer. Lo invadió una inquietante confusión, lo que claramente indicaba que el torbellino maldito y represor le había seguido hasta allí. Respiró hondo. Quiso restarle importancia al asunto, y caminó otros quince pasos, esta vez desviándose levemente al oeste. Pero qué más daba, llegaría a destino algún día. Esta vez funcionaría, Pupila no podría negarlo. Se la imaginaba esperándolo, con la tranquilidad de siempre, mirando día y noche por la ventana azul -ya no tan azul- a ver si llegaba. Y llegaría, de eso podía estar segura. Tales pensamientos buscaban autoconvencerse, y aunque no lo lograra al menos conseguía recobrar el ánimo y el aliento. Apuró el paso. Cuando creyó que todo volvía a la normalidad -esa normalidad que buscaba desde octubre- notó que una nueva señal se encargaba de volverlo gris. Sobre él volaba una extraña ave en círculo, irradiando una poderosa luz. Enceguecido, miró hacia el suelo. Daba el paso número 31, cuando de pronto sintió las patas del animal tomarlo de los hombros y elevarlo a una velocidad indescriptible. -¿Qué es lo que haces?-preguntó él, haciendo acopio de su valor. Transcurrieron quince interminables y silenciosos segundos. Y el ave graznó.
Sobrevolaron rápidamente el mundo por entre las nubes, llegando casi de inmediato al espacio exterior. El ave de luz esquivaba con admirable destreza pequeñas e insignificantes lamparillas plásticas. Las había por millones. De vez en cuando, podíanse ver ciertas bolas de poliestireno -algunas con anillos de cartón- que colgaban ridículamente de unos hilos desde un techo invisible. Y súbitamente acabó todo. La cartulina azul, tan real y que le daba tanta vida al fondo, se había terminado de golpe. Cruzaron una estancia oscura y desordenada, llena de cables, fierros, andamios, tablones y tabiques, restos de escenografía. Ahora era todo tinieblas, no había más que una delgada línea roja serpenteante en el suelo. El ave lo soltó.
Él cayó en medio de las turbulentas aguas de un extraño río, que parecía no tener origen ni fondo. Y menos fin. Se acercó a la orilla, mientras el aleteo se alejaba. Los oídos le zumbaban. Unas manos huesudas le ayudaron a salir. Continuó su camino, sin ser seguido por el otro. Llegó en un instante a un imponente faro de quince pisos. Subió apresuradamente las escaleras de caracol, esperando encontrarse con Pupila en cada curva. Pero no. La angustia comenzaba a apoderarse de él, cuando al fin la vio: estaba en el piso más alto, esperándolo, cándida y hermosa. No dudaron en besarse, y las horas siguientes se las pasaron contemplando el panorama que aquel faro les ofrecía. La maravillosa y escalofriante nada misma. Un trueno partió en dos el cielo, y desde entonces comenzó la tormenta.
Y resultó que aquella mañana no sonó el despertador. Tampoco salió el sol. Ni un solo sonido, ni un solo olor. Nada más que una mujer que nunca existió. Sólo un faro, vigilando a nadie, en medio de nada. No hay amargura, no hay luz ni agua. No hay cielo, ni menos faro. Estaba feliz. Estaba solo. |