LA OTRA RAMA
Enrique Aravena Ramirez
UNO
Había estado bastante solo, sumido en su nostalgia, perdido en un éxtasis amargo que dibujó pena en su rostro adolescente, no pude olvidar la imagen de su madre, con su cuerpo ultrajado por la vida del fregadero y el rostro alargado como el suyo, rebozado de tristeza y humildad No recuerda nunca haberla observado demostrar flaqueza, siempre levantándose con el alba y acostándose muy tarde, después de terminar el planchado, día a día pegada al lavado de la ropa ajena y junto a ella, no más que unos trozos de ladrillos sobrantes de escombros de demolición, colocados bajo el lavadero. La imagina así, porque siempre, la vió en el mismo lugar del lavadero, sobre los trozos de ladrillos y bajo la mediagua de calaminas. Es lo único que conoce de ella y de él, porque su madre nunca le ha contado siquiera quién es ella misma, nunca se ha acordado de algún pariente cercano, ni de donde viene, mucho menos de parientes, de su padre, que tampoco conoce. Le habría gustado tener una vida de familia, como los otros niños de la escuela, con madre y padre, pero lo que tiene hoy, es lo que ha tenido siempre y no es por ahora lo que más le preocupa.
Hoy llegaron más cuidadores nuevos de autos, hay cinco en su cuadra, por lo que decidió salir a recorrer, en busca de otro lugar con mejores posibilidades, pero el cansancio que le produjo el esfuerzo para respirar el pesado aire del centro, lo llevó a sentarse bajo la sombra de uno de los árboles del Parque Forestal, donde por mucho rato estuvo pensando que le gustaría encontrar un trabajo fijo para ayudar a su vieja, y que ella se olvidara de los pagos de escuela, arriendo, luz, agua, zapatos, camisas o pantalones para su Alfonsito. Sabe que la más grande y única preocupación de su madre no es otra que él, a quien le obsequia cada día momentos de felicidad y esfuerzo. Siente que debe ayudarla, hace mucho tiempo que se sintió obligado a hacerlo; por eso, sin la autorización de su madre salió a cuidar autos, y sueña con un trabajo estable, pero, ¿Dónde? ¿En la industria?. Será difícil, porque ha escuchado que todas están con reducción de personal. Por lo de la crisis, dicen. ¿En la construcción? También lo sabe difícil, la mayoría de los habitantes de las barracas de Huechuraba, trabajan en eso y últimamente los ha visto dejar la espátula y los platachos para vagar en busca de otras alternativas.
-¿Hace calor amigo? Le consultó una voz a sus espaldas.
- Na’ita. Contestó Alfonso, sin mirar a quien le consultaba, como si supiera que debía haber alguien detrás. En efecto, minutos antes, sumido en sus pensamientos, había virado su cabeza, inconsciente, recorriendo con su vista el entorno. - A mí me gusta venir aquí, dijo el hombre, como buscando conversación. Alfonso, perdido en su existencia, no responde.
- Es lo más cerca de la naturaleza que encuentro, perdido en esta selva de cemento.
- ¿Cómo? Pregunta Alfonso, quien no escucha claro, no sabe si por la debilidad de la voz del hombre o por el ruido ensordecedor del transitar de vehículos.
- Digo que me gusta el lugar. Aunque me queda lejos de donde como y a veces duermo, siempre vengo a darme unas vueltecitas, para disfrutar de los árboles y sus sombras. Un invierno,- continuó el hombre,- se me hizo tarde para regresar y me quedé a dormir aquí, me acurruqué en uno de estos bancos y me cubrí con unos cartones para protegerme del sereno. Con la brisa de la noche, escuché el roce de las hojas y me pareció que los árboles conversaban entre ellos y se contaban los secretos que habían visto en el día.
El joven que parecía no hacer caso a lo que el hombre hablaba, abrió de pronto sus ojos claros y le miró auscultando sus ropas envejecidas, dueño de pelo nevado, de arrugas en la frente y patas de gallo naciéndole del rabillo de los ojos, acusándole haber pasado ya el medio siglo vivido. Los ojos negros, parecían esconderse en el fondo de las cavidades violáceas y ojerosas, advirtiendo en su faz lívida, de color macerado, una auténtica mascarilla de cadáver. Alfonso, pareció no hacer caso a lo que el hombre le decía y sin decir nada, miró en dirección de la Fuente Alemana.
-¿No me cree, amigo?. .. Haga la prueba... Busque unos cartones y quédese a dormir por aquí una noche.
El joven calló y volvió a llenar la mente con sus propias preocupaciones. Después de un rato, observó que el hombre continuaba detrás suyo, como esperando respuesta a su consejo. Sólo acusaba su presencia, un intermitente carraspeo que lo hacía terminar tosiendo. Pensó que sería bueno escuchar al viejo, además, siempre le ha gustado escuchar a los mayores. Quizás porqué, sabiéndose joven, se sintió siempre el hombre de la casa y buscaba escucharles para conocer los problemas que le ayudaban a enfrentar la vida de un hogar y así, razonar como un hombre maduro o tal vez, porque en ellos veía al padre que no tuvo y que más de una vez, aunque fuese en un sueño le habría gustado tener. Transcurrieron dos o tres horas, conversaron, como si fueran viejos amigos, cambiaron varias veces de posición buscando nuevas sombras. Eran casi las tres de la tarde, cuando el joven sintió hambre. Miró a varios lados y parándose le dijo al viejo.
- Espéreme aquí no más Tatita, ya vuelvo.
Regresó con un completo a medio comer en una mano y en la otra un bolso de papel con varias servilletas publicitando a un autoservicio y ofreciéndoselo al viejo le dice:
- Sírvase Tata, con esta colación conversamos otro rato, a ver si me cuenta alguna güena.
DOS
El rostro pálido del hombre, parece estar agradecido de haber encontrado alguien con quien conversar y compartir algunas palabras, lo demuestra dejando sobre su boca de labios incoloros, flotar una sonrisa que descubre un par de encías vacías .
- Yo, no sé contar historias, dijo el hombre. Soy muy desordenado. No sé darles forma, no sé cómo empezar y a veces ni terminar.
- Pero más de alguna se tiene guardada.
- ¿Usted es de Santiago, o es allegado a la capital?
- Yo, dijo. No recuerdo nunca haber salido de Santiago.
- Para el sur amigo, hay tierras maravillosas. En esa zona de Talca al interior, hay trigales que se tienden como alfombras verdes en la pizarra del paisaje, mientras los álamos altos y sensibles, separan los caminos con alegre bondad. A diferencia de este ruido infernal de la urbanidad, allí el silencio delgado, dibuja los contornos con alas de misterio.
-¿Me va a contar una historia o a recitar una poesía, Tata?
- Por esos lados hay unas casas, si es que todavía existen, son los últimos vestigios de un gran fundo o, lo que fuera antes que en este país se hiciera la Reforma Agraria, que quedaron como reserva, en manos del patrón. Caminar por allí, a la hora de la siesta, se percibe la paz y, el silencio es tan grande, que se escucha el murmullo de los boldos conversando con las matas de litre. Las zarzamoras, parecen polluelas echadas al costado de los caminos. Desde lejos se pueden ver renegrear en el paisaje unos eucaliptos que como esbeltos vigilantes, rodean las viejas casas patronales, dan sombra a los corrales, y con su frescura conservan la humedad de unos floridos rosales y frondosas enredaderas que sirven de cercado, dividiendo el patio de la casona con el de la capilla, a la que todos llaman Iglesia, donde cada año se realiza una misión con peregrinos devotos venidos de otros sectores, para orar a Dios y pagar sus mandas por favores cumplidos al Santo Mártir. El templo, mal cuidado y con sus maderas sin pintar, cualquiera podría pensar en un establo, a no ser por el gran cajón de dos metros que sobrepasa unos cinco, sobre el techo, desde la parte del frontis, terminando en forma de pirámide de cuyo punto superior se alza una pequeña cruz, riñendo en altura con la copa de los árboles, como queriendo ganarle a éstos, el cielo. Con motivo de la preparación de la fiesta religiosa, que culmina, también, el día de San Sebastián, paseando la esfinge del Santo por los caminos aledaños, llegó algún tiempo antes, un hombre enviado clerical, que se instaló en la pieza habitación, que para tal efecto, existía en la parte trasera del templo. El hombre que en esa época debe haber tenido unos cuarenta años y no siendo muy apuesto, pero para las muchachas lugareñas lo parecía, debido a que su vestimenta, simulaba la mala calidad, con un buen planchado y permaneciendo siempre con su cuerpo dinámico y erecto. Poseedor de un buen recurso verbal y poder de convencimiento, lo hacía sobresalir, marcando claramente una diferencia con los lugareños o que a su vez influía notablemente en la opinión de las jovencitas que asistían diariamente al catecismo y, otras a la oración del atardecer, incluyéndose entre ellas, la hija del patrón, quien hacía de líder en la preparación de niños. Día por medio el hombre acudía a la casa patronal, invitado por su dueño a cenar con la familia, donde conversaban de religión, política o moral, hasta altas horas. Los lazos de amistad entre el hombre y la familia hacendada, crecieron a tal punto que el patrón, se atrevió una noche a confidenciarle algunas cosas.
- En las misiones de los años anteriores, he pillado a varios de mis trabajadores y a otros cercanos con costumbres mañosas. Una vez encontré a unos que me habían robado unas ovejas, también pillé a uno que se metió a los gallineros y otros que me hicieron la muela en un maizal.
-¿Y cómo fue eso? Le preguntó el hombre.
- Bueno... más bien, con esto de la misión, la gente tiende a liberarse de algunos actos que estiman reñidos con la fe y, como toman confianza con el hombre de la iglesia, muchos acuden a contarle algunas cositas y en años cuando estimaron que podía interesarme, conversando y conversando, me pasaban el dato.
-¿ Y los hombres, no tenían moral para respetar la confianza que depositaban en ellos?
- Pero, eso es pa’los curas, que tienen que respetar el secreto de confesión, pero no pa’un simple sacristán, que es mortal como cualquier otro. El hombre no quiso contestar, prefirió callarse y simulando tener sueño, con un bostezo artificial, cambió la conversación y dijo:
- Se está haciendo un poco tardón y mañana me espera un trabajo bien arduo, así es que parece que habrá que ir a acostarse.
Tardón es ya pues, dijo el futre.
El hombre no sabía que decir. Tenía claro que ante una insinuación de este tipo, debería oponerse sin pensarlo, pero el grado de compromiso que inteligentemente lo había hecho adquirir el hacendado, proporcionándole comida y todo tipo de facilidades para cumplir en buena forma su cometido, lo dejaba en una posición incómoda y para salir del paso se despidió caballerosamente de la familia anfitriona diciendo:
Otro día, más temprano, continuamos nuestra conversa y, veremos las noticias nuevas. Pretendiendo con esa ambigüedad de “Noticias nuevas”, sin especificar cuales, dejar conforme al patrón, sin aceptar lo que directamente estaba proponiéndole. No pasaron muchos días de la inmoral propuesta, cuando, por boca de los propios feligreses, el hombre se enteró que en años anteriores había quienes tuvieron que enfrentar severos castigos por apropiarse en forma indebida de algunos enseres, para satisfacer algunas necesidades. Una mujer le contó de un afuerino que hace cuatro años, tomó una gallina al pasar por las casas del fundo, sin saber que ésta era de propiedad del patrón y con la sola intensión de satisfacer su apetito, la mandó a preparar en una de las casas, con la mujer de un mediero. El afuerino fue colgado de un peral y azotado por el administrador, con un cordel de cuatro corriones, - dijo la informante - el trabajador fue despedido y tuvo que irse con su mujer. Tratando de ignorar las conversaciones con el patrón, el hombre de la iglesia, pareció olvidársele la buena mesa y las charlas con la familia hacendada.
Pasado varios días, una tarde cuando el crepúsculo deja venir suavemente la noche a posarse sobre los cerros dormidos, olientes a boldo y carbón, llegó a la pieza habitación de la capilla, la hija del patrón.
-¿Se puede? Consultó la muchacha desde la puerta.
Pasa no más. ¿Qué se te olvidó?.
La niña se había marchado poco rato antes, al igual que todos los días, estuvo en la capilla junto a él, casi toda la tarde.
- Nada. Afirma ella. - Me mandó mi padre a invitarlo a cenar. El hombre no dijo nada y por un instante el silencio se adueñó del cuartucho. Pensó un rato y le respondió.
De mucho gusto iría, pero tengo que preparar material para las clases de mañana. Agradécele de mi parte y cuando nos encontremos, le daré personalmente mis excusas.
Yo. - Dice la muchacha, haciendo una pausa, todavía parada frente a él, en medio de la pieza. - Comprendo su posición. Sé que rehuye a mi padre, porque sabe de su propósito para sacar ganancias de usted, pero si fuera yo, le enfrentaría y le diría cuál fresco es.
El hombre entró en confianza con la muchacha y le explicó su formación, sus respetos por los valores morales y por la confianza de los hombres.
- Lo entiendo... Yo sabré darle a mi padre una buena explicación. Parándose de la silla de madera, donde se había sentado para escucharlo.
-¡Ojalá!... Que pases buena noche. Le dijo, mientras ella, ágil como una langosta, saltó sobre él, aferrando la cabeza entre sus manos y juntó los labios con los suyos en un ósculo que no duró más tiempo, que la luz de un relámpago en una noche de tormenta, cegándole por un instante, mientras un hielo nacía de sus labios para recorrerle la espalda, brazos y piernas, hasta llegar a la punta de los dedos y regresar convertido en fuego hasta su pecho, encender una llama para alumbrar su espíritu y despertarlo a su condición de hombre. Cuando sus ojos recuperaron la luz, la escuchó decir:
- ¡ Chao! Estando ya, de espaldas y abriendo la puerta para marcharse. Él vio entonces sus espaldas, caderas y piernas de mujer que antes no había querido apreciar; recién sus ojos vislumbraron la belleza de su tez blanca y de ese pelo rubio cayendo de cascada, acariciando sus hombros; recién recordó el color mate de sus ojos expresivos. Recién ahora, le descubría la belleza delicada y la fragilidad sorprendentemente de mujer.
Transcurrieron tres días en que durante las reuniones, ambos se hablaban y conversaban con sus miradas, las que al encontrarse parecían hacer bailar sus pupilas, miradas ardientes y fogosas que revelaban la ansiedad de la muchacha por convertirse en mujer, cuando volvió a ser enviada por su padre, insistiendo en la invitación. Esta vez no golpeó la puerta, solamente la empujó y abrió, entrando sin mediar palabra y se paró apoyándose en la mesa redonda barnizada de color caoba, ubicada en un costado del cuarto, cerca de la puerta.
- De nuevo me mandó mi padre... a invitarle...
¡No¡. No voy a ir. - Dijo el hombre con firmeza, parándose de la silla y acercándose a la muchacha-. Y tu sabes porqué... Y él también lo sabe.
- ¡Bueno!... Yo le diré lo mismo que antes. Replicó ella, al tiempo que hacía correr sus brazos por el cuello del hombre, atrapándolo contra su cuerpo donde siguieron minutos de caricias intensas donde sus miradas, se dijeron todo lo que no habían dicho antes, convirtiendo a la mesa en anfitriona y responsable de soportar el peso de los dos cuerpos y la muda testigo que observó elevarse en un vuelo hacia la historia personal de los seres, la pureza de una niña transformada en mujer.
Como muchas veces, el viejo que contaba la historia, volvió a toser y esta vez un desgarro en su boca, le obligó a escupir. Alfonso abrió los ojos para ver el escupitajo y sorprendido, miro nuevamente el rostro cadavérico del veterano.
- ¿Ta’ enfermo amigo?
- ¡Noo...!
-¡Shis! ¿ Y como ta’ escupiendo sangre?
El viejo, parecía tener prisa en contar la historia, fingió no escuchar y continuó su relato.
- Pocos días duraron las vivencias de amor, porque llegó el día de la fiesta y se hizo la peregrinación, encabezada por el cura que vino de la ciudad. La muchacha no llegó. Se quedó en cama, porque tenía vómitos. Le dijeron cuando preguntó.- Se agarró uno de esos resfriados de verano. Le aseguraron.
Por la tarde, aprovechando el vehículo del cura, el hombre se marchó, llevándose en el cristal de los ojos, la sonrisa alegre y coqueta y, en su pecho, aferrando con sus brazos, los recuerdos del cuerpo frágil y liviano.
Un año pasó como un siglo, tiempo que el hombre anduvo inexistente, como penando en vida, en su mente no cupo más que una imagen y en su pecho un sólo anhelo; volver allí para encontrarla. El paisaje era el mismo, la iglesia pegada a las casas patronales y unas cuantas pequeñas sembradas en el llano, los caminos tenían el mismo polvo con olor a orines y poleo. Las zarzamoras aún permanecían echadas como aves empollando pequeños huevos negros. Al conversar con la nana de las casas supo que el patrón ya no era el mismo, que estuvo a punto de quedar demente y que de las tareas del fundo se encargaba ahora su hijo mayor. El patrón se quedó medio loco, en mayo del año pasado, cuando supo que la hija estaba de cuatro meses, esperando guagua. El hombre, no dijo nada, más bien no pudo decir nada, sus ojos se agrandaron y un signo de interrogación se apoderó de su rostro. - La niña. Continuó contando la mujer.- No dijo de quien estaba esperando y enrabiado el patrón, por sacarle la verdad de quien era el padre, la amarró en el espino grande de los corrales y la azotó hasta que se cansó, después entró a la casa y se tomó unas botellas de vino, no supo cuantas, pero sobre el comedor se quedó dormido. Cuando despertó, estaba aclarando y llovía a chorros, había llovido toda la noche, en el espino, la lluvia todavía no borraba unas manchas de sangre, a dos metros un zapato, los cordeles cortados como con los dientes, los perros dormían como recién comidos. El patrón, al no ver a su hija como la había dejado, y ver por los suelos el agua caída durante toda la noche y a los perros tan tranquilos; los ojos se le pusieron rojos y como saliéndose de las cuencas, el cuerpo pareció agrandársele, como si otro ser se hubiese metido en él. Se dio vuelta y entró a la casa, regresando con una escopeta con la que mató a los cuatro perros . Desde entonces, cada vez que llueve, la vista se le vuelve perdida, las pupilas le dan vueltas de un lado a otro, sin fijarse en nada, se sienta en los peldaños de la casa, mira el espino y llora. Muchas veces en sus períodos de lucidez le dicen que él no la mató, que no se la comieron los perros, que alguien la sacó y se arrancó con ella, quién sabe dónde.
El Hombre, sentado en el otro extremo del banco, vuelve a toser, a carraspear y bota un nuevo escupitajo rojo y un brillo sudoroso le inunda el rostro sin color, en sus palabras entrecortadas, sacadas como con sacrificio desde adentro, se observa una especie de cansancio que sólo pudo ser vencido por la necesidad de contarlo, para aliviar un dolor interior que seguramente lleva escondido por mucho tiempo, destrozándole esa cavidad inubicable, donde los creyentes, como él, aposentan el alma. Se lleva la mano a los ojos para limpiarlos y baja la diestra para apoyarse. El muchacho lo vio mareado y no dudó que estaba verdaderamente enfermo. ¿Parece que está bastante malito usted amigo? Le dice.- Vamos andando mejor. Yo lo acompaño para que no vaya a quedar botado.
- Es que... Se me vinieron encima los años. Le voy a agradecer que me ayude a pasar la calle. Yo vivo allí, en el Hogar. El viejo aún parecía inquieto, como si algo continuaba molestándole por dentro y con un gran esfuerzo, uniendo de a poco las palabras entrecortadas continuó conversando.
- Y desde entonces hijo, aquel hombre se siente como estar de espaldas cargando sobre su pecho un gran peso, lleno de piedras de culpa que lo aplastan y le aprisionan como para reventárselo y no se lo revienta porque tiene un hueco de esperanza que lo alimenta y lo hace vagar por todos lados. Hay algo que le dice que lo de los perros no es cierto, que la muchacha debe estar en alguna parte, cargando con su destino el peso de su sangre y él busca su sangre y a cada joven como tu que ve, le habla, le conversa como si fuera su hijo. Como si fuera el manzano que cargado por la fuerza que le dio la tierra, desenganchó la rama con el fruto más preciado y algo le dice que esa rama, arraigó pegada a la tierra. que debe haber criado raíces y debe estar viva y, quiere unirla al tronco. No quiere dejar ni una hoja que su tronco haya alimentado, perdida en la tierra y, se desespera cuando ve la muerte que lo merodea. Se aferra a la vida y tiene miedo de morir. No porque le tenga miedo a la muerte, sino, porque no cumplió en la tierra con su tarea destinada y siente que tiene algo pendiente.
TRES
Varios días después, Alfonso, tomándose un té en compañía de su madre, antes de ir a la cama, se acordó del viejo y le relató la historia que había guardado en su mente con una inusual atención, y fue repitiendo a su madre, detalle por detalle lo relatado por el viejo, quien había impregnado al joven, sentimientos de compasión, porque pese a que las palabras le salían con dificultad, estaban dotadas de gran fuerza, resultando evidente el enorme sufrimiento y la intranquilidad con que ese hombre había vivido, a contar del momento en que se impuso de los hechos, de los que se culpó. Le remordía la conciencia, se le removía el pecho, se le revolvía el alma con los sentimientos, colmando de inquietud sus días.
Cuando hubo escuchado parte de la historia, la mujer se sorprendió, sin embargo, sin decir nada ni demostrar gesto alguno, lo escuchó tranquilamente, prestando atención, lo que no causó extrañeza en Alfonso, porque ella tenía por costumbre, escuchar siempre con atención las conversaciones de su hijo, aunque éstas no lo merecieran, porque él era su compañía y, su razón de vivir.
Al terminar la historia, el joven dejó ver que no le asombraba el castigo de la niña, ni la suerte que ésta hubiese corrido en las fauces de los perros, ni el trastorno o demencia en que quedó el patrón, sino, le preocupaba el dolor que debía embargar al hombre enfermo, que conoció en el parque.
- El viejo,¿ No te dijo, si él, era el hombre de la historia? Consultó la madre. El muchacho pensó un rato y respondió, inseguro.
- No... Parece que no... Después afirmó. No. Nunca me lo dijo y no se me ocurrió preguntarle, pero yo me quedé pensando que es él quién sufre y más que la enfermedad física que parece que lo está matando, está enfermo de adentro.
-¿ Me dijiste que fuiste a dejarlo donde vive?
- Sí.
- Entonces, mañana vamos a verlo. Dijo con firmeza la madre.
- ¿Porqué? ¿Para qué? Preguntó extrañado.
- Bueno. ¿No es un hombre enfermo?
- Sí.
- ¡Entonces!. Vamos a verlo. Ahora a dormir.
La construcción antigua de la casa, de altas murallas de adobe, mostraba en su parte baja, el paso de los años, de sus tabiques de barro se observaban algunos trozos desprendidos, a causa de la humedad emanada de la tierra, de las lluvias de los inviernos, de los orines de los perros, de los hombres.
- ¡Pregunta.! Dijo la madre.
- ¿ Y por quién voy a preguntar? No sé como se llama.
- Bueno... Da las señas. En ese instante, otro anciano sale de un portón aledaño, con un paquete en la mano y Alfonso lo asedia.
- Tiene que haber sido Don. Pedro. Respondió. Al escuchar el nombre, un frío recorrió el cuerpo de la mujer y, empalideció.
- Pero murió ante di’ayer. Continuó.- Ahorita, recién salieron con él pa’la misa. En la parroquia de la vuelta... Dicen que de tuberculosis. El rostro de la mujer estaba cristalino y su cuerpo frío, permanecía inmóvil, cual esfinge de hielo junto al joven. En ese instante pensó que debía contarle a su hijo, el resto de la historia que no conocía, cuando escuchó su voz baja, casi murmurando.
- Yo voy pa’la parroquia.
- Te acompaño. Pero yo tengo que volver luego.
Al llegar a la iglesia, unas personas, en su mayoría ancianos y mal vestidos, cargaban un ataúd que descansaron al llegar a la puerta, bajando el féretro sobre unas baldosas rojas, donde un cura corpulento y barrigón, vistiendo una túnica morada, con un libro negro entre sus manos y un hisopo entre sus dedos, con el que comenzó a derramar agua humedeciendo las pocas flores instaladas sobre el cajón, salpicando también, la cara de algunos asistentes cercanos, que respondieron a coro - Amén. Cuando el cura terminó el responso.
- Estamos aquí, para orar por el eterno descanso del alma de Pedro Antonio Briones Salazar, a quién te pedimos cojas en tus brazos y aceptes en tu Santo Reino. Al escuchar el nombre, la mujer abrió los ojos, suspiró profundo y clavó la vista en el suelo, permaneciendo allí, estática, adherida a las baldosas, mientras los hombres se ponían en movimiento para levantar el ataúd de las manillas laterales e instalarlo sobre un carro con ruedas de bicicleta que esperaba al bajar la calle. Alfonso se encontraba conmovido por la muerte de aquel hombre, al que nunca antes había visto, pero que en el corto tiempo de contarle una historia lo había conmovido al punto de ganarse su aprecio. No sabía que decir. No tenía palabras y por rebuscar algo, sin saber que, le preguntó a su madre.
- ¿Y usted?...¿Porqué quería verlo?
- Porque él no sabía toda la verdad. A la niña embarazada la desataron del árbol, mientras su padre dormía la borrachera, se la llevaron lejos y nunca le dijeron. Así también, como este hombre nunca la encontró y lo alcanzó la muerte con sus sentimientos destrozados.
- ¿Y como lo sabe usted?
- Por la misma razón que se que este hombre es... era...La mujer titubeó un rato y se dio fuerzas para terminar.- Era... tu...tu pa...tu padre.
Alfonso, achicó los ojos, sorprendido sintió que lo tomaban de los brazos y lo levantaban tan alto, como la cúpula de la iglesia y lo soltaban de repente; sintió una sensación de vacío en el estómago, sus piernas flaquearon, el rostro empalideció como su mente y, creyó por un instante estar suspendido, luego recordó las palabras del viejo, cuando aludió al manzano y pensó que él era esa rama que se desprendió del tronco cayendo a la vida, para luchar con el tiempo y enraizarse en la historia.
El frágil carro, comienza a moverse tirado por dos hombres y Alfonso da uno... dos pasos. ¿Dónde vas? Le consulta la madre desde sus espaldas. Al volverse, dos pequeñas gotas, brillan como perlas posadas en sus mejillas morenas y sin saber que hacer, indeciso, humilde, escondiendo la cabeza entre sus hombros le dice.
- No sé... Para allá... ¿Me dejas? ... ¿Puedo? ...Tras ellos... No sé... ¿Nos vamos a la casa?.. A dejarlo.., ¿Puedo?.. No sé. Traspasando a criterio de su madre cualquier decisión.
Bueno. Dice la mujer, instalándose a su lado. - Pero tenemos que volver rápido porque tengo ropa que entregar. Y ambos se sumaron a la no más de una decena de personas que acompañaban el carro, portando el féretro.
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