FÁBULA DE LOS ESTUDIANTES
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Asomada sobre las blancas piedras en el borde de La Cañada, ella contemplaba al hilo de agua sobre el lecho de cemento que iría a reunirse con el Río Suquía en la desembocadura del último puente. Los altos paredones estaban resecos y la hebra brillante semejaba al surco de lágrimas que cruza la cara de un niño, al cesar el llanto.
-“El niño soy yo”- pensó... y aquella era su lágrima
Luego se apartó de ese límite para seguir caminando lentamente hacia su nueva casa. Las calles cubiertas de estudiantes en guardapolvo blanco, abríanse delante de ella como las ramas del ciruelo, en aquellos primeros días de primavera. Pero la brisa no le trajo aroma de pétalo, el polvo de la ciudad sólo transmitía la presencia del aceite mecánico. Sin embargo los rostros juveniles reuniéronse con los niños escolares en un solo delantal blanco.
Mariluz se mezcló entre ellos y volvió a alejarse al llegar a su transitorio destino. Una casa de frente pálido y balcones de hierro. Una puerta de gruesas maderas y el zaguán con azulejos decorados en las paredes.
-Ya era hora- le dijo la dueña de casa al verla entrar -Cuido tu salud y no quiero que faltes al almuerzo.
-Sólo estoy un poco cansada, señora- se sentó a su lado entrecerrando los ojos
-Y un poco triste. Debes acostumbrarte. Por esta casa pasaron muchos estudiantes- la dama se levantó llamando a la mucama
-La ciudad es mía. Nunca viví fuera de Córdoba -dijo la niña como hablando para sí misma- Pero esta no es mi casa. Nunca estuve fuera de ella. Extraño.
-Piensa que tu padre goza de bienestar -le comentó la dama al oírla- Hay para él allá adonde ahora está, una oportunidad profesional que no debe perder. Y en aquel pueblo de sierra no tienen aún colegio secundario.
-Están formando uno. Tienen ya hasta tercer año pero yo voy a quinto.
Se dirigieron ambas hacia la mesa, larga y cubierta por un mantel bordado. Su forma ovalada y sus numerosas sillas parecían un recuerdo estampado en la portada de un libro. El rostro de la dueña de casa era todo un relato, cada cana de la cabeza un año de vida o un hijo en el camino de la madurez. Por la ventana del comedor el patio se abría con sus numerosas macetas y al final de la tapia, el esqueleto de una construcción parecía elevarse para observar desde la altura del presente, a aquella pareja de niña y señora.
-¿Por qué me espera usted, señora? Debe cansarse. Por mí no lo haga. Yo no tengo apuro en llegar, porque no tengo adonde llegar. Me obligará a venir rápido para que no se enfríe su alimento ¿Quiere hacerme un bien si me ha tomado cariño? No lo haga. No me obligue a llegar a ninguna parte.
-¿Y por qué quieres impedirme que lo haga? ¿A quién puedo yo esperar? Mis nietos tienen ya todos adonde llegar. Lo encontraron. Ya no necesitan de mi atención continua y estoy segura que ahora les cansa ¡Me han visto tantos años!
-No es cansancio, seóra. Es costumbre, créame.
-Ellos no saben por qué habitan esta casa. Es suya como es de mis hijos. Pero no piensan que hay estudiantes que no la tienen en esta ciudad universitaria. Que alguno no encontrando al llegar un cuarto de pensión esa primera noche, amanece con sus libros en el Paseo Sobremonte ...Ha sucedido más de una vez... U otro, necesitado de textos caros se ve forzado a realizar algún oficio, como el joven que este invierno arregló el calefón de nuestro baño.
-Son hechos duros.
-Pero existen... Aquí en Córdoba, siempre sucedió con el estudiantado. Jóvenes que en sus hogares nunca supieron tender una cama y aquí aprenden a construirla. Es una doble enseñanza.
-También ahora yo, tengo ahora que aprender a caminar otra vida.
-Pero yo aquí en esta casa soy la Abuela, niña. Si tu padre jugó con el menor de mis hijos ...y aún creo verlos a ambos hacer cabriolas entre esas mismas macetas que en este momento vemos desde aquí... debes llamarme entonces también Abuela, para no sentirte tan extraña.
La joven sonriendo sentía más aguda su nostalgia. Pero debía sonreír para aquellas canas.
-Bueno, espéreme, Abuela.
El caldo de caracú se escurrió frío por la garganta de la jovencita, mientras el armazón de madera erguido detrás del patio, parecía elevar más alto sus ladrillos. Los obreros de la construcción eran tan sólo sombras delineándose sobre el firmamento. Desde los andamios ellos podían divisar al horizonte recortado por la sierra y contemplar el escenario de la ciudad como nubes bajas asentadas en un techo flotante. Podrían también dialogar con los vehículos del aire construídos por los hombres y así presentir el futuro de aquellos hogares que habitarían el nuevo edificio.
Pero los rostros curtidos de esos trabajadores no vieron la línea escarpada del fondo, cubierta con el blanco de la última helada. Ni se detuvieron a mirar los aviones que surcan el cielo, arrastrando consigo un mensaje sobre los esfuerzos de tantos hombres que dieron origen a sus vidas... Sólo uno entre ellos elevó su mirada más allá de las calles ciudadanas meditando en su interior, sobre las circunstancias que lo llevaran a mezclar el cemento con la cal, para albergar a nuevos seres. Era un estudiante.
Quizás presintió en algún momento la mirada que Mariluz dirigía hacia todos ellos, o la soledad de la niña en esa casona. El estudiante contempló las macetas sobre las baldosas coloridas y un recuerdo de niñez lo hizo sonreír. Pero aquella sonrisa no era grata a sus compañeros.
Las rudas manos de aquellos hombres de arrabales batían la mezcla sin inmutarse. Sus pieles no sintieron el roce de la cal, como tampoco el zumbido de la solitaria abeja que en pleno centro de la ciudad reanudaba su tarea.
El estudiante la contempló un instante. Admiró su sabiduría de milenios y cuando se hubo alejado, impulsado por su ejemplo, salió como ella del letargo y volvió a introducir sus manos en la mezcla.
La abejita descendió hacia las plantas florecidas, su color pardo se mezcló entre las corolas. Aleteó frente a los vidrios del comedor, detuvo su vuelo junto al perfil de la niña, y como un mensaje de esperanza se apartó nuevamente en la prosecución de su camino.
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Alejandra Correas Vázquez
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