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johanr,10.09.2005
MONÓLOGO DE UN DOMINICANO METIDO AL ARMY

1

Ya nunca puedo dejar de pensar en ello. Apenas logro retirar de mi mente, durante un instante, aquella amalgama de imágenes inconexas, cuando encuentro que regresan a mí, incluso con mayor furor e ímpetu renovado. No dejo de tener en los labios el sabor salado del mar lleno de muerte, no dejo de sentir en mis oídos el estruendo y los gritos de dolor aunque fueran ajenos, no dejo de sentir miedo a despecho de la distancia aplastante en el tiempo. Nadie, salvo aquél que allí hubiera estado, podrá colegir a ciencia cierta lo que trato de explicar.

Soy Antonio del Rosario, 30 años, soldado raso de la 1º División de infantería Marina de Estados Unidos, veterano de guerra y condecorado en dos ocasiones por méritos al valor, pero, aún así, no puedo dejar de tener miedo. En realidad soy dominicano y no sé porqué rayos me metí al Army de este país. Acaso por pura alcahuetería. Quizá persiguiendo protagonismo. O talvez por el ansia irreprimible que siempre he tenido por demostrar una valentía que ya ni yo mismo endoso del todo.
La verdad es que si me preguntaran:
--Hey, Momo (así es que como me apodan) ¿y tu qué haces postulando la defensa de algo tan vil y rastrero como la causa gringa?, resueltamente diría:
--No lo sé.
2
La sensación que llevo perenne, como algo inherente a mis pensamientos, es resbaladiza, tan sutil e inquietante, como la presencia de una víbora acechando a la espalda. No la ves, pero sabes que está ahí y no puedes dejar de temerla. No puedes relajar los sentidos. No puedes comer, ni dormir, ni pensar, ni sentir sin dejar hueco al miedo.
Nada más tormentoso que estas imágenes que no solo taladran mi mente, sino que han abierto un hoyo insondable en mi espíritu, si es que aun conservo eso. Del espumarajo que recorre mis vísceras ya no me preocupo tanto, que con esa parte he tenido que comulgar desde siempre. Tantos amores contrariados me habían hecho un veterano en ese rubro.

3

Pues bien. Recuerdo perfectamente que no más poner pie en Afghanistán, en el sector denominado Zona Norte, donde estaban apostadas tropas de esa nación que propugnaban por nuestra misma causa, perdí a tres de los seis compañeros de pelotón. Fue en un abrir y cerrar de ojos, pero bastó para cambiarme por dentro el resto de mis días.
Uno fue pulverizado literalmente por la explosión de una granada, otro cayó azotado por las balas de una metralleta y el tercero, --del tercero aún me cuesta hablar--, pero diré que observé desde detrás de pequeña mata de coco, casi de manera ralentizada, cómo su cabeza, separada del cuerpo, se alzaba varios metros hacia el cielo para luego caer y seguir rodando por aquellas tierras desérticas como si de una pelota de béisbol se tratara. Con aquel joven había compartido incontables horas de confidencias. Horas de imponderable valor. Y por el azar del destino murió allí, como otros muchos imberbes que empezábamos a vivir sintiendo tan de cerca la muerte.
Lo siguiente será una digresión de lo que intento explicarles. Pero justo ahora, --y disculpen que los desvíe del hilo central--, me viene a la cabeza un soldado de mi misma compañía que solía dormir no más de dos o tres horas al día. Siempre estaba enfrascado en partidas de baraja aunque no tuviera un dólar que apostar; se escapaba del acuartelamiento para acompañar a jovencitas árabes, promiscuas como las que más (hasta esos servicios aparecen en plena guerra) y se emborrachaba una noche sí y la otra también. Ni con arrestos y castigos cedía en su actitud desproporcionada, y ésta me era del todo incompresible hasta que un día coincidiendo como jugador en una de sus partidas y observando como se jugaba cuanto tenía en una mano en la que llevaba todas las de perder, le pregunté:

—¿Por qué siempre vas contra corriente?

—Te equivocas —contestó él sorprendido—. Tengo que llenar mi vida de todo lo que esta puta guerra me va a robar, incluso de los años que me quedan para llegar a viejo.
Fue entonces cuando me miró con irritación y añadió:
—¿Acaso no sabes que a nuestra división la van a lanzar la primera contra esos talibanes de mierda?. ¿Acaso no sabes que eso significa que muchos vamos a morir, cuando no todos?

En ese momento se me hizo la luz en mi cabeza y comprendí que su actitud era la respuesta frente al miedo, la respuesta a que muchos de nosotros no volveríamos a casa, ni siquiera a aquellas partidas de barajas, que aquel juego de hacer la guerra iba en serio y que habríamos muertos, y heridos, y mutilaciones, y llantos, y suicidios, y dolor, y más miedo. Algo de lo que nunca se oía hablar, pero que vi reflejado en las miradas de casi todos.

4

Pero volviendo a lo más patético de Afghanistán, les puedo decir que para cruzar el desierto corrí como nunca lo había hecho antes en mi vida. Corrí lo más que pude, aunque el avance era poco. No tenía sensación alguna en mis piernas, ni en mi mente, ni en mi corazón, tan solo la necesidad de correr, de huir como fuera de la muerte. Nótese que iba cargado con un buen peso, la jodida mochila repleta de cuantas vainas le lleguen a la mente, y enfundado en este traje cuyo peso debe andar por la doscientas libras, sin magnificación alguna.
Mientras tal ocurría, pude constatar, quizás para acentuar mi ya ostensible horror, como una bomba mató, de un tirón, así, tan fugaz como una estrella que cae del cielo, a dieciocho miembros de nuestras tropas cuyos cuerpos quedaron dispersos por doquier.
Dos compañeros más y yo, los tres testigos de aquel pavoroso episodio, recogimos con nuestras propias manos la mayor cantidad de restos posible y los metimos en en nuestras mochilas para que el cuerpo de médicos especializados les practicara el ADN de rigor. Tan reducido quedaron aquellos cuerpos que cabían casi todos en nuestras mochilas.
Todo lo que hicimos fue distribuirnos cada uno una parte, para así no eximir a ningunos de los deudos del derecho a enterrar al menos una uña de sus muertos. Seguimos la marcha, empero las circunstancias obligaron a una separación inexorable.
5
Llegué a una pequeña hendidura del terreno donde me refugié, pero un fusilero Talibán, de los del Mulá Omar y que también debía ser correligionario de Osama Ben Laden --a quien tanto hubiese querido ver con mis propios ojos para refrendar la leyenda--, pues bien, decía que un soldado contrario mal calibrado o más ciego que Balaguer, comenzó a dispararme, ora aquí ora allí, con tan mal acierto, con tan buena fortuna para mí, que de puro milagro logré abandonar, sin ser alcanzado, lo que ya se me antojaba iba a ser mi tumba.

Atravesé unas alambradas desmadejadas por el efecto del bombardeo de nuestros buques de apoyo y me lancé a una trinchera deshabitada. Bueno, para ser más preciso debo decir, habitada por un par de cadáveres de militares afganos que yacían tirados en el piso. Allí aguardé hasta que nuestros protectores lograron atravesar las alambradas de todo el perímetro.
6
Ya a salvo, el Sargento Smith, me preguntó, con rostro de interpelación:
¿Qué tal, Antonio?
--Mierda de vida, comandante. Enrolarme en esta carnicería ha sido un gran yerro, yo que vivía tan tranquilo en mi natal "Pajiza Aldea", en Dominicana, he visto niños asesinados deliberadamente, niños que bien pudieron ser mis hijos. He visto como matamos sin razón a gente que nada tiene que ver con lo que supuestamente combatimos y he visto también, mi comándante, como caen desbaratados los cuerpos de nuestros compañeros, acaso inocentes, verdaderos reos tomados desprevenidos y mandados a una guerra cuyo móvil real desconocen.
Tras mis duras palabras, el Sargento me miró con cara de perdona vidas y me dijo:
--¿Sabe porqué no le doy de baja deshonrosamente de nuestras filas ahora mismo?, porque es usted un gran héroe que ha peleado por nuestra causa y con gallardía y coraje ha mostrado al mundo nuestra fortaleza y vigor.
Lo miré de reojo y le dije:
--Al diablo con su causa. A mi sáqueme del Army, quiero ir a mi pueblo, codearme con misma gente, volver a ser una persona sana que trata a todos con cariño y respeto. Aquí no soy más que un puerco pletórico de sangre inocente --rematé airado.
Y me contestó ya un poco más fuerte:
¿Es que no ha reparado, raso Antonio --y esto lo dijo con cara de desprecio-- que en usted se aglutinan méritos que lo harán un héroe de nuestro país. Encima de usted hay muchos méritos y valores inapreciables?
Fue entonces que me viré y con cara de asco le contesté:
¿Sabe cuál es el mérito que arrastro sobre mí? Me desprendí la mochila de la espalda y se la tiré a los pies y le dije:
--Abrala, mire ahí mis méritos --lo emplacé.
Curioso, dominado por una inocultable ansiedad, el oficial accedió la petición formulada y lo que allí rodó nos puso a llorar a todos, incluso al propio Sargento.
Un trozo de manos y los ojos de una de las víctimas cayeron rodando por el piso.

7

Ahora quizás me entiendan. Es por ello que dejo de sentir miedo. Un miedo que por un lado viene del pasado y que acude a mi memoria para atormentarme, y un miedo que por otro mira hacia el futuro, aquél que viene avisando de lo que no debe suceder, aunque la historia siempre tienda a repetirse, como lo hace nuestra torpeza. Esta torpeza mía, por ejemplo, de continuar en el Army, que me ha seguido permitiendo una vida holgada y opulenta al estilo americano, pero que me ha robado el aliento y la catarsis que tanto quisiera tener algún día. Aunque sea en en el más allá...



 



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