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Inicio / Lista de Foros / Literatura :: Crítica / Cuento de Navidad de Auggie Wren de Paul Auster - [F:5:12193]


justine,29.12.2011
Siguiendo con el foro de crítica y para terminar el año, he buscado un texto, quizás demasiado largo, que no desentonara con el nivel de los cuentos anteriores y de los autores trabajados.
Creo que el cuento y el autor lo merecen.
Feliz Año
 
justine,29.12.2011
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.

—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carné de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carné, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.

La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad.

No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello.

Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de cámaras, seis o siete, de treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia.

—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente había muerto.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.

—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara.

—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?

—Supongo que estoy en deuda contigo.

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso es. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.

 
justine,29.12.2011
Me seduce la forma de escribir de este autor. El cuento me deja un sabor estupendo tanto por la estética literaria como por el contenido. Realmente es un cuento de Navidad y el autor lo consigue sin la melaza y la hipocresía que el detesta en este tipo de cuentos.
 
leobrizuela,30.12.2011
Es un cuentazo, insertado tal como está escrito en la película "Cigarros (Smoke)". Claro, el guión es de Auster y el director respetó el formato literario con que aparece en la cinta.
 
justine,30.12.2011
A mí me llama la atención, que el autor no se corta un pelo cuando en el primer párrafo nos anticipa el argumento de lo que va a ser el cuento, la cartera, la anciana ciega. Creo que Auster lo anticipa porque no es el argumento en sí, y la historia transcurre en un segundo plano. El cuento no desmerece en absoluto. Anticipa y nada queda dicho. Te metes en el cuento y al siguiente párrafo ya te has olvidado de lo que ha dicho.
Yo no sé si alguno de vosotros os gusta Auster, es evidente que a mí sí. Él cree de una forma casi religioso en el azar y el destino y creo que este cuento es una muestra más de ello.
 
qoele,30.12.2011
Como dice lombrizuela, es un cuentazo. Seguramente su magia está en saber contar una historia, con hechos simples o menos, pero que aferran al lector por los ojos y no lo sueltan hasta el final.
Personalmente me gustó más la primera parte, con esos álbumes negros y la férrea obsesión o disciplina del hombrecito del mostrador que va capturando el paso del tiempo, foto a foto, siempre desde la misma posición, donde las fotos son completamente diversas una de las otras. Me trajo reminiscencias de Proust.
Quizás si Wren copió la idea a Warhol, que si no recuerdo mal, filmó durante 24 horas ininterrumpidas, con una cámara fija, un edificio (no el de los Borges), para capturar el tiempo y su pasar por la vida, o viceversa. Incluso hubo gente que estuvo las 24 horas mirando esta locura y salió del cine "profundamente conmovida".

Una pregunta respecto a la traducción de este cuento, porque no me quedó clara esta frase, aunque creo entender la idea:
"Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo...)
¿En qué país usan esa expresión?
 
ninive,30.12.2011
Es probablemente una locución inglesa traducida textualmente. Los traductores a veces cometen esos deslices.

Yo debo releer el cuento, pero con todo lo que se podría comentar lo que me impactó más fue la escena en la que abuela y nieto son cómplices de una mentira y actúan como si creyeran que la situación fuera verdadera.
 
qoele,30.12.2011
Ah, en todo caso la traducción nos entregó una buena versión del cuento, me imagino. Al menos yo, salvo esa frase, lo leí "conmigo mismo".
 
leobrizuela,30.12.2011
Yo tengo claro q
 
leobrizuela,30.12.2011
Yo tengo claro que la cámara robada es una prolongación que sustituye la vista perdida de la abuela Ethel. De allí la ceremonia de fotografiar cotidianamente la misma esquina, como un documento del paso del tiempo. El cuento deja un gusto, en el fondo, compasivo y humano. Máxime cuando conviven en el protagonista la virtud de la piedad y el pecado del hurto. Y la narración se inscribe en el más típico estilo norteamericano, con la mirada a modo de cámara mostrando sin demasiadas explicaciones.
 
LADANNY,30.12.2011
Me parece un cuento muy tierno, nada sensiblero y que nos permite dudar de la verdad de lo que cuenta Auggie. Hace mucho ví la película "Cigarros" y al leer el cuento mi memoria me permitió recordarlo. Estoy de acuerdo con leobrizuela de que fotogragiar siempre la misma esqquina es registrar el paso del tiempo. No puedo acusar a Auggie de su robo, porue quizás hubiera hecho lo mismo...Debo aclarar que la fotografía es una de mis pasiones.
 
qoele,30.12.2011
Debo confesar que yo no dudé absolutamente de la historia que contaba el hombrecito de la sudadera azul, hasta que el autor descubre en sus ojos que está contando una mentira; pero, "Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad."
 
ninive,30.12.2011
Creo que en el posteo de qoele se toca una de las características del cuento. La ficción y la realidad.La identidad y la simulación.
Divido el cuento en dos partes que encajan la una en la otra como en perfecto puzzle.

Primer cuento dentro del cuento
El "cuento" de la fotografía repetida cada día a la misma hora

El autor escribe que Auggi estaba fotografiando el Tiempo. El ojo de la cámara fotográfica recompone un mundo que en apariencia es idéntico pero va mostrando los cambios. Pareciera que Auggie en su obstinado fotografiar cada dia la misma escena nos da la versión de cómo ve el mundo y así podemos interiorizar su idea y pensar en cómo vemos nuestro día a día siempre igual y siempre distinto. Nos está diciendo que en nuestros sentidos contenemos el mundo y debemos observar desde nuestra "nuestra esquina" para notar los cambios. Los primeros álbumes los pasamos sin darnos cuenta de las variantes de las fotos casi idénticas. En la madurez ponemos más atención y comenzamos a "ver".

en otro momento el segundo cuento
 
justine,30.12.2011
Unas magníficas lecturas como siempre enriquecedoras. Es precioso ver la instantánea del alma de cada uno de nosotros cuando nuestros ojos miran una tras otra las mismas palabras: El tiempo fotografiado machaconamente desde el mismo objetivo y a la misma hora, que tras su transcurrir de idénticos fotogramas crea la perspectiva humana, pudiendo ya leer sus gestos, el cambio de los rostros, el frenesí de la vida de los personajes anónimos que van adquiriendo personalidad con lo cotidiano, la indivisibilidad de la realidad y la ficción, el arte magnífico de un personaje anónimo que se esconde como un tesoro en la trastienda de una garita de periódicos, el mismo escritor anónimo que sirve de catapulta para que Wren muestre su personalidad como artista, el fluir del arte que los hace amigos y cómplices, la mentira que nos embauca en ese cuento de Navidad donde la cámara robada se prolonga como los ojos de la vieja ciega...
De verdad que es un placer leer tanto con un solo texto.
Gracias por compartir.


Respecto a tu pregunta, ninive, de la traducción de la frase, decirte que aquí en España se utiliza el quedarse contigo cuando crees que alguien te está tomando el pelo o gastándote una broma.


Saludos
 
ninive,30.12.2011
¿escuchas bqoele ?/b
Justine tiene la respuesta , retiro lo del desliz del traductor.
 
solo_agua,31.12.2011
Aparte de todo eso, me gustaría hacer notar que tiene un trasfondo apelando en momentos a los buenos sentimientos. En primer lugar, tratando el tema de la amistad; compartir entre personas. Por otro lado, en la escena de la abuela no pudo evitar hacerle compañía, salió a comprar comida y cualquiera hubiera pensado que ya no regresaría; encamina la historia hacia el hurto de la cámara y, señala que fue a regresarla.

Es importante, ya que me parece una buena historia para la juventud, como bien se señala sin ser empalagosa (que sinceramente no me hubiera molestado en lo más mínimo). Gracias y saludos.
 
ninive,31.12.2011
Sí,b solo_agua/b esos sentimientos están bien reflejados y entre ellos está la piedad . 1Auggie no sigue corriendo para alcanzar al ladrón de libros, 2 el autor se presta a mirar las fotografías ,3 el deseo de alegrar a la vieja.

Segundo cuento en el cuento:
la frase "los dos habíamos decidido jugar"" es la idea central del episodio. Aquí el juego entre ficción y realidad es doble. Los dos tenían motivos para no indagar demasiado. Hago notar el lenguaje cotidiano de toda la historia "llevé un montón de cosas" "yo tenía que hacer pis"....
En este cuento se pasa al presente para dar una idea de la rapidez y el sucederse de las acciones:"entro en el cuarto de baño....veo un montón de seis o siete cámaras veo esas cámaras,.... decido que quiero una para mí....me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

Luego vuelve el verbo en pasado

La duda de que el cuento haya sido todo un invento de Auggie nos lleva otra vez al tema de la fantasía y la realidad
 
ninive,02.01.2012
Paul Benjamin Auster nació en Newark, estado de New Jersey (Estados Unidos), el 3 de febrero de 1947
Sus escritores favoritos Fedor Dostoievski, Edgar Allan Poe, Miguel de Cervantes, Nathaniel Hawthorne, Franz Kafka, Samuel Beckett y William Shakespeare.
 
loretopaz,02.01.2012
Es un magnífico cuento el que elgiste, Justine, a mi tambiénme gusta mucho la forma en que escribr Paul Auster, tengo la impresión de haber leído algo de él, hace ya mucho tiempo. En primer lugar, que idea genial la de las fotografías, me encanta eso de fotografiar el tiempo, ese fluir del tiempo, primero el tiempo meteorológico, enseguida el tiempo de ese lugar en particular y luego el tiempo de cada uno de los individuos que pasan por ese mismo sitio cada día a la misma hora. Y ese cuento de navidad, tan neoyorkino, con esa chispa de vida tan especial. Muy buenos los comentarios, muy enriquecedores.
 



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