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osgoroisto,04.04.2006
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El arma del intelectual es de este modo la crítica frente a un mundo que surge por constante oposición a él; a su pensamiento; a su ideario; a su racionalidad. Las grietas del mundo son entonces observadas por el artista desde la óptica de la razón y del juicio, desde el concepto universal de la belleza y desde la presencia de su sensibilidad.
Este enfrentamiento, Arte y Pensamiento versus Mundo, es del todo correlativo a una época como la nuestra donde el artista, y toda forma genuina de creación, han sido marginados de los grandes centros de poder. Una época en que proporcionalmente a la subida del valor económico de los objetos de arte (pinturas, libros, música, cine, etc. etc.) existe una corrosiva depauperación del valor real de la obra artística. Simplemente las verdaderas obras son muy poco contempladas por el mercadeo contemporáneo.
Para la segunda mitad del siglo XIX esa era ya definitivamente el estado de cosas en el mundo occidental. Lo que sucede es que hoy en día la situación se ha agravado mucho más. Las tan comentadas fugas decimonónicas de grandes artistas hacia otras tierras situadas al margen de Occidente, o ubicadas en su periferia, revelan de una manera elocuente la progresiva descontextualización de un pensamiento, de una sensibilidad y de un modo de vida los cuales han sido, poco a poco, arrinconados por “esa magia burguesa” que comenzó a imperar en casi todas partes. Porque hay muy pocos lugares sobre la tierra donde el artista, como disidente moderno del mundo, pueda huir dando un portazo, con su equipaje o sin él.
El mundo burgués —como tan bien lo supieron ver Cervantes y Quevedo a comienzos del siglo XVII— presupone un encantamiento de las antiguas formas naturales de la vida, allí donde el dinero todavía no se había convertido en “poderoso caballero”. Un acto de presdigitación, una suprema inversión de los valores, un vulgar escamoteo de las esencias de la vida, una profunda subversión de las fuentes originales del arte y la existencia humana es lo que vino a imponer, con su acción trasformadora, entre ofertas y falsas promesas, remates, demandas y fanfarrias la sociedad de los mercaderes.
Y en nombre de los falsos valores de esa sociedad es que se levantan hoy todos los entarimados inimaginables, los retablos de cartón más acuciosos, el imaginario guiñol donde se representa, bajo el aplauso atronador de más de un millar de filisteos, la farsa de la época. Época que corona bulliciosa, con la insignia de laurel de cartulina, al buen burgués devenido afamado autor de libros para el consumo, autor sin par, con beneficios de nuestra empobrecida comedia humana.
Por otra parte ese cuento ideológico de que Occidente no conoce disidentes no es solamente bastante falso, sino que es querer ignorar que en la civilización occidental, al modo de la original tradición del pensamiento discrepante que hay en España, ha sido cuna y tribuna de toda una alta cultura histórica de la disidencia. Disidencia ante Occidente, por ejemplarizar, por la cual Arturo Rimbaud pagó su saldo con la gangrena en un miserable hospital de Marsella luego de regresar de su exilio en África, y Vicent Van Gogh el suyo con su exilio entre los campesinos del Medio Día francés y con su misma locura internado en el sanatorio de Saint-Rémy.
O es que acaso la narración para niños El pequeño Príncipe, uno de los libros más universales que jamás se hayan escritos, no encierra entre sus páginas una apasionada denuncia del capitalismo. Porque el Principito es también un exiliado del mundo que vive en su asteroide poético y desciende a la tierra al modo de un enviado milenario del pensamiento progresista. No sé pero, a veces pienso que la belleza es también una disidente ante “los horrores del mundo moral”.
En definitiva, ¿qué puede significar para muchos hablar de un arte y un pensamiento políticos, en un momento tan incierto como el actual, donde nos invade la apatía porque hemos visto hundirse viejos proyectos que creíamos imbatibles y aparecer, en su lugar, contraproyectos neoliberales que también se hunden? Pero, arte político no es otro que el que se hace para la polis, acostumbraban a decir los Griegos de la edad clásica... y lo contrario podría ser absurdo añadiría yo. Pienso que en cada momento histórico la época nos condiciona los modos particulares en que decidimos expresar la forma de nuestro compromiso. O sea, la bandera que podemos hoy alzar en cualquier parte, por el hombre y su dignidad, puede muy bien no corresponder a la posición política por la cual será alzada dentro de doscientos años la misma bandera, pues cada época establece su propio retablo operativo donde serán puestos de nuevo en juego los viejos argumentos y las consabidas razones humanas.
Mientras que en los momentos actuales el mundo encantado de la burguesía, que prolifera entre nosotros en juicios y actitudes, nos entrega una tercera disyuntiva al margen de meramente resistir o de integrarnos de un modo definitivo al Sistema. Esa tercera opción descansa en un principio lógico: cuando no hay salida teórica para los problemas del intelectual o del artista, que como individuo está sufriendo su largo desarraigo en las tierras pedregosas y baldías del mercado y la abulia, son solo las razones consustanciales a su origen y su destino como hombre las que deben responder hoy y siempre por él. En esa semilla original puede estar también la atribulada belleza del mundo, común a todos los hombres, como el propio sentido de lo que se hace en los conceptos de realidad y poesía, los cuales son los que nos trasfieren el sentimiento de sabernos pertenecientes a algo, que merecemos ser realmente parte de algo; que se es elemento vivo de una comunidad cultural e histórica que habita en un espacio geográfico y se mueve en desarrollo, con todas sus contradicciones a cuesta, en el tiempo.
En resumen: si debemos fugarnos hacia alguna parte que esa parte sea la realidad. Que si debemos, algún día, decidirnos asumir todos los riesgos del compromiso será muy alentador saber del significado colectivo que los riesgos poseen; de ese tamaño punto de inflexión donde la soledad del creador pudiera tener a su lado millones de compañeros.
Refiriéndose a sí mismo, Bezukof, uno de los personajes más importantes de la novela Guerra y Paz de León Tolstoi emitió esta valoración sobre los artistas e intelectuales, cito de memoria: “No es que no amemos la vida, sino que de tanto amarla somos incapaces de vivirla”.
Eso es profundamente cierto. En el fondo no ha sido pereza las razones del consabido desvalimiento moderno del artista ante el mundo. La vida ofrece una gama tan variada de significados que son comunes los extravíos para los que ejercen demasiado el oficio del pensamiento. La vida es trágica, es cierto. Pero, la vida también es cordial, jacarandosa. Esto último no debe perderse nunca de vista. Que el mundo jamás va a estar a la altura de nuestras expectativas es, además, una verdad lapidaria...
Y Pedro Bezukof, el noble ruso apasionado, emitió su verdad más íntima ante las ruinas históricas de la batalla de Borodino. Pues justo en los momentos más dolorosos del mundo, donde de todas partes los rifles tiran a matarse, el arte es, entre otras cosas, un reparador de nuestras cuotas de humanidad perdidas y la expresión orgánica de un compromiso donde la belleza no es ciertamente una de sus últimas verdades tributarias. No obstante, los específicos modos políticos que ha de revestir ese compromiso tiene que resolverlo cada cual con su conciencia.
La literatura, el compromiso y el mundo conforman así para el artista una trinidad política. Trinidad que se puede explorar ilimitadamente de una manera conceptual, o decidirse habitar en ella desde la esfera de la praxis social. Por otra parte, en algún lugar de sus textos el pensador italiano Antonio Gramsci definió al intelectual no por la imagen que él tiene de sí mismo, sino por la función social que cumple. Todo arte y pensamiento verdaderos la cumplen por sí mismo, por eso no debe asustarnos para nada esa definición. Ahora, la imagen entendida, como cuestión primordial, como el reconocimiento explícito de lo que se es ante los suyos, cobra una importancia que trasciende el marco de las relaciones habituales del artista con su obra. Porque el compromiso no es otra cosa que la forma más temible, y posiblemente la más bella, que tiene el artista para decidirse a fijar, entre nosotros, y de un modo acaso definitivo, su residencia en el mundo.
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osgoroisto,04.04.2006
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Iniciado ya el siglo XXI sigue debatiéndose en los conventículos del pensamiento y en los más variados escenarios políticos el papel del artista y el intelectual ante la vida; ante la vida política y la racionalidad ética del compromiso. | |
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