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PrincipeNegroMx,30.10.2015
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Juicio a la envidia.
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Autor: Lorenzo Garrido.
En un tribunal, la Envidia ha sido sentada en el banquillo de los acusados. El Genio le ha puesto una denuncia por malos tratos. La Fama también se ha querellado contra ella por acoso en el trabajo.
Personajes:
El Juez
La Envidia
El Genio
La Fama
Alguaciles y Público.
Juez (dando un golpe con el martillo).- Se abre la sesión. ¿Qué tiene que decir en su defensa, señora Envidia?
Envidia (con voz aflautada).- Por el momento, nada.
Juez.- Señor Genio, le escucho. ¿Cuál es el motivo de su queja?
Genio (viste como un pordiosero, tiene la voz grave, avanza, solemne, hacia el centro del escenario).- Aquí donde me ven, lo he perdido todo por culpa de ella, ¡de esa miserable! (señala con el brazo extendido). Me lo ha robado todo, empezando por mi buen nombre y mi prestigio.
Envidia.- ¡Mientes!
Juez.- ¡Cállese! ¡Prosiga, señor Genio!
Genio.- Empezaré por el principio: No hace mucho tiempo, alguien me había sugerido que colaborase en la Revista de su pueblo. Había dicho que mi pluma le agradaba y que no estaría de más que yo enviara un cuento o dos cada mes. Porque lo mío, ¿sabe usted?, es la ficción. No sabía si me hablaba en serio, o qué, el caso es que mandé por correo un cuento a la Revista. ¿Cuál fue mi sorpresa...? Pues que el director, entusiasmado, me rogó que mandara más y que si me abonaba no me faltaría un huequecito literario, donde publicar mis cuentos sin que hubiera estorbos por parte de nadie. Ni siquiera el corrector ortográfico tenía derecho a merodear por allí.
Juez (incomodándose).- Abrevie, que no tenemos todo el día.
Genio.- ¡Ah, sí!, siempre me han acusado de prosodia. (¿Qué diablos significará esa palabra?, entre nosotros lo digo). Al principio la cosa rodaba ella sola. Yo mandaba mi cuento cada semana, que no me costaba nada o muy poco el hacerlo, y recibía parabienes, hurras y felicitaciones de amigos y familiares. Me consta incluso que uno de mis enemigos más testarudos se pasó de pronto al otro bando...
Juez (hastiado).- Ya, ya, abrevie, por favor.
Genio.- ¡Hasta que apareció esa! (La señala con el dedo).
Envidia.- ¿Quién, yo...? ¡Pero si nunca he roto un plato en mi vida!
Juez.- ¡Cállese! ¡Prosiga, señor Genio!
Genio.- Al principio se mostró conmigo aduladora. Me decía: “Siga, siga usted, que su pluma vale muchos quilates.” Y al poco de adularme, me propuso un trato.
Envidia.- ¡Mentiroso! La idea partió de ti...
Juez.- Señora, me veré obligado a expulsarla de la sala si continúa interrumpiendo al testigo.
Envidia.- ¿Testigo ese...? (Aquí, un gesto de desprecio). ¡Si no me llega ni al talón de los botines!
Juez.- ¡Alguacil!
Envidia.- No he dicho nada.
Juez.- La próxima vez que... Retírese, alguacil. Prosiga, señor Genio.
Genio.- Pues apareció ésa y me propuso un trato. Impecable de fachada, pero ¡cuán ponzoñoso por dentro!
Juez.- Explíquese mejor, por favor.
Envidia.- ¿Y a eso lo llaman buena literatura: “¡cuán ponzoñoso por dentro!”...? ¡Puaf!
Juez.- ¡¡Alguacil!!
Envidia.- ¡A callarme se ha dicho!
Juez.- ¿Se calla?
Envidia.- Me callo.
Juez.- La próxima vez... Prosiga, señor Genio.
Genio.- Si su Señoría me da la palabra, yo la aprovecho. No digan luego que soy descortés.
Juez (murmurando entre dientes).- Santa paciencia tiene que tener uno.
Genio.- Y ese trato consistía en que ella metía a funcionar su red de camaraderías y relaciones sociales, según palabras testimoniales, a cambio de unas pesetillas, vamos, de algún que otro favor que me atrevo a llamar carnal, porque al parecer la pobre andaba escasa de vida marital, que es cuando las parejas se reúnen a solas y hacen honor a lo de uno y uno, dos, pareja, ¿me explico?...
Juez.- ¡Que el diablo me lleve si no abrevia!
Genio.- Pues abrevio. El caso es que acepté. Pero ella me dio calabazas. Vi mi nombre manchado, mi reputación restregada por el barro y todo mi porvenir hecho una ciénaga, que daba asco mirarlo, y ofrecía un olor nauseabundo, como de jengibre molido con anís del demonio.
Juez.- ¿Qué es eso?
Genio.- No lo sé, pero para mi cuento suena bien, ¿o no?
Juez.- Ahora le toca su turno. Señora Envidia: hable.
Envidia.- Hablo, puesto que usted me lo manda. Y si antes tenía poco que decir, ahora tengo menos, salvo que lo que ha dicho este señor todo es mentira, y si hubo proposiciones deshonestas fueron por parte suya, alegando no sé qué de la gloria eterna y la fama universal.
Fama (viejo seboso roncando en su asiento, se despierta de repente).- ¡Eh...! ¿Alguien habló de mí? ¡Que se atreva a hablar ahora o que calle para siempre! ¡Faltaría más!
Juez.- Señor Fama, usted también había puesto una denuncia contra Envidia. La acusa de malos modos en el trabajo, de idear contra usted una estrategia de acoso y derribo. ¿Qué tiene que decir al respecto?
Fama.- Nada. Las malas obras se delatan a sí mismas. A mí me pagan para que pague los jornales. Que ninguno se queje luego (vuelve a roncar, ladeando la cabeza sobre un hombro).
Envidia.- ¿Lo ve...? ¡Soy inocente!
Juez.- Por favor, señora, termine de decir lo que tenga que decir. Luego de oír las partes, el jurado se encerrará a deliberar.
Envidia.- Está bien. Este es mi testimonio: Me acusan de desear el bien ajeno. ¿Desde cuándo la Envidia ha sido ladrona? Hay quien confunde el robo con la prenda. Me acusan de pretender subir más alto de lo que soy. ¿Acaso inventaron las escaleras en balde? Pues si el trepar es pecado, confieso que viviré a partir de ahora como los topos: ni la nariz me atreveré a sacar afuera. Me acusan de pretenciosa, y de maquilladora, y de intrigante. Todo eso es oficio de peluquera y de esteticiene, y yo no soy ni la una ni la otra. Me acusan de afanar mieles ajenas y buscar sabores perdidos en el fondo de los paneles. Oiga, que apenas si sé pintarme las uñas y ya me achacan actos que ni siquiera colegí, delitos que ni un oso hubiera cometido.
Genio.- ¡No entiendo lo del oso! ¡La pifió ahí!
Juez.- ¡Cállese, Genio! Prosiga, señora Envidia.
Envidia.- Y ya para concluir, que lance la primera piedra el que esté libre de culpa, que se corte la mano derecha el que no se haya incomodado nunca con la izquierda, y que se ponga otro parche allí donde aún le quedaba maldito ojo sano. Porque todos somos bizcos, cojos y mancos cuando de la envidia se trata: a ninguno le falta con qué ataviarse con ella. He dicho.
Público.- ¡Bien dicho!
Genio.- ¡Mal dicho!
Juez.- ¡Silencio! Jurado: reúnanse y deliberen.
Los cinco miembros del jurado deliberan en corrillo. Se oye como un murmullo de cacerolas. Al final se destaca la voz cantante y dice: “El jurado decide absolverla, porque si la condenamos, nos condenamos todos.”
Juez.- Dicho esto por el mismo jurado, cierro la sesión. Salgan todos.
Salen todos. Se cierra el telón. | |
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