En 1992 hubo un plebiscito en Amsterdam. Los habitantes de la ciudad holandesa resolvieron reducir a la mitad el espacio, ya muy limitado, que ocupan los automóviles. Tres años después, se prohibió el tránsito de autos privados en todo el centro de la ciudad italiana de Florencia, prohibición que se extenderá a la ciudad entera a medida que se multipliquen los tranvías, las líneas del metro, las vías peatonales y los autobuses. También las ciclovías: pronto se podrá atravesar toda la ciudad sin riesgos, por cualquier parte, pedaleando en un medio de transporte que cuesta poco, no gasta nada, no invade el espacio humano ni envenena el aire, y que fue inventado, hace cinco siglos, por un vecino de Florencia llamado Leonardo de Vinci.
Mientras tanto, un informe oficial confirmaba que los automóviles ocupan un espacio bastante mayor que las personas en la ciudad norteamericana de Los Angeles, pero allí a nadie se le ocurrió cometer el sacrilegio de expulsar a los invasores.
¿A quién pertenecen las ciudades?
Amsterdam y Florencia son excepciones a la regla universal de la usurpación. El mundo se ha motorizado aceleradamente, a medida que han ido creciendo las ciudades y las distancias, y los medios públicos de transporte han cedido paso al automóvil privado. El presidente francés Georges Pompidou lo celebraba diciendo que ``es la ciudad la que debe adaptarse a los automóviles, y no al revés'', pero sus palabras cobraron sentido trágico cuando se reveló que habían aumentado brutalmente los muertos por contaminación en la ciudad de París, durante las huelgas de fines del año pasado: la paralización del metro había multiplicado los viajes en automóvil y había agotado las existencias de mascarillas anti-smog.
En Alemania, en 1950, los trenes, autobuses, metros y tranvías realizaban las tres cuartas partes del transporte de personas; actualmente suman menos de una quinta parte. El promedio europeo ha caído al 25 por ciento, lo que es todavía mucho si se compara con Estados Unidos, donde el transporte público, virtualmente exterminado en la mayoría de las ciudades, sólo llega a cuatro por ciento del total.
Henry Ford y Harvey Firestone eran íntimos amigos, y ambos se llevaban de lo más bien con la familia Rockefeller. Ese cariño recíproco desembocó en una alianza de influencias que mucho tuvieron que ver con el desmantelamiento de los ferrocarriles y la creación de una vasta telaraña de carreteras, luego convertidas en autopistas, en todo el territorio norteamericano. Con el paso de los años se ha hecho cada vez más apabullante, en Estados Unidos y en el mundo entero, el poder de los fabricantes de automóviles, los fabricantes de neumáticos y los industriales del petróleo. De las 60 mayores empresas del mundo, la mitad pertenece a esta santa alianza o está de alguna manera ligada a la dictadura de las cuatro ruedas.
Datos para un prontuario
Los derechos humanos se detienen al pie de los derechos de las máquinas. Los automóviles emiten impunemente un coctel de muchas sustancias asesinas. La intoxicación del aire es espectacularmente visible en las ciudades latinoamericanas, pero se nota mucho menos en alguna ciudades del norte del mundo. La diferencia se explica, en gran medida, por el uso obligatorio de los convertidores catalíticos y de la gasolina sin plomo, que han reducido la contaminación más notoria de cada vehículo en los países de mayor desarrollo. Sin embargo, la cantidad tiende a anular la calidad, y estos progresos tecnológicos van reduciendo su impacto positivo ante la proliferación vertiginosa del parque automotor, que se reproduce como si estuviera formado por conejos.
Visibles o disimuladas, reducidas o no, las emisiones venenosas forman una larga lista criminal. Por poner tan sólo tres ejemplos, los técnicos de Greenpeace han denunciado que proviene de los automóviles no menos de la mitad del total del monóxido de carbono, del óxido de nitrógeno y de los hidrocarburos que tan eficazmente están contribuyendo a la demolición del planeta y de la salud humana.
``La salud no es negociable. Basta de medias tintas'', declaró el responsable de transportes de Florencia, a principios de este año, mientras anunciaba que ésa será ``la primera ciudad europea libre de automóviles''. Pero en casi todo el resto del mundo se parte de la base de que es inevitable que el divino motor sea el eje de la vida humana, en la era urbana.
Copiamos lo peor
El ruido de los motores no deja oír las voces que denuncian el artificio de una civilización que te roba la libertad para después vendértela, y que te corta las piernas para obligarte a comprar automóviles y aparatos de gimnasia. Se impone en el mundo, como único modelo posible de vida, la pesadilla de ciudades donde los autos mandan, devoran las zonas verdes y se apoderan del espacio humano. Respiramos el poco aire que ellos nos dejan; y quien no muere atropellado, sufre gastritis por los embotellamientos.
Las ciudades latinoamericanas no quieren parecerse a Amsterdam o a Florencia, sino a Los Angeles, y están consiguiendo convertirse en la horrorosa caricatura de aquel vértigo. Llevamos cinco siglos de entrenamiento para copiar en lugar de crear. Ya que estamos condenados a la copianditis, podríamos elegir nuestros modelos con un poco más de cuidado. Anestesiados como estamos por la televisión, la publicidad y la cultura de consumo, nos hemos creído el cuento de la llamada modernización, como si ese chiste de mal gusto y humor negro fuera el abracadabra de la felicidad.
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