En Chiapas, los enmascarados desenmascaran al poder. Y no solamente al poder local, que está en manos de los devastadores de bosques y los exprimidores de gentes. La rebelión zapatista viene desnudando también, desde hace un año y medio, al poder que reina sobre todo México, un poder cuyas peores costumbres enseñan que las urnas y las mujeres están para ser violadas y que hacer política consiste en robar hasta las herraduras de los caballos en pleno galope.
Pero los ecos de Chiapas llegan más allá de la comarca y el reino. Marcos, el portavoz, ha dicho que él es zapatista en México y también es gay en San Francisco, negro en Africa del Sur, musulmán en Europa, chicano en Estados Unidos, palestino en Israel, judió en Alemania, pacifista en Bosnia, mujer sola en cualquier metro a las diez de la noche, campesino sin tierra en cualquier país, obrero sin trabajo en cualquier ciudad. Y en una carta entrañable, el sub ha evocado a su amigo, el viejo Antonio, y ha contado que el viejo Antonio opina que cada cual tiene el tamaño del enemigo que elige. Ahí esta, creo, la clave de la grandeza de este pequeño movimiento campesino, que ha brotado en un lugar que nunca había sido noticia para los fabricantes de opinión pública: su grito tiene resonancia universal, porque expresa una pasión de justicia y una vocación solidaria que desafían al todopoderoso sistema que impunemente se ha apoderado del planeta entero. Y el desafío se formula con bravura en los hechos y con sentido del humor en las palabras, con coraje y con alegría, que nos den cosas que buena falta nos hacen.
Está el mundo sometido a una vasta dictadura invisible. En ella, la injusticia no existe. La pobreza, pongamos por caso, que a tantos atormenta y que tanto se multiplica, no es un resultado de la injusticia, sino el justo castigo que la ineficiencia merece. Y si la injusticia no existe, la pasión de justicia se condena como terrorismo o se descalifica como mera nostalgia. ¿Y la solidaridad? Lo que no tiene precio, no tiene valor: jamás la solidaridad se ha cotizado tan bajo en el mercado mundial. La caridad está mejor vista, pero hasta ahora, que yo sepa, el supergobierno del mundo no ha ofrecido ningún Ministerio de Economía a la Madre Teresa de Calcuta.
El supergobierno: los gobiernos están gobernados por un puñado de piratas, elegidos en ninguna elección. Ellos deciden la suerte de la humanidad y le dictan el código moral. En vez de un gancho, tienen en el puño una computadora, y al hombro llevan un tecnócrata en lugar de un papagayo. Ellos dominan los siete mares de las altas finanzas y del comercio internacional, donde navegan los que especulan y se ahogan los que producen. Desde allí, distribuyen el hambre y la indigestión en escala mundial, y en escala mundial manejan a los mandones y vigilan a los mandados. La televisión, que trasmite sus órdenes, llama paz mundial o equilibrio internacional a la resignación universal.
Pero la condición humana tiene una porfiada tendencia a la mala conducta. Donde menos se espera, salta la rebelión y ocurre la dignidad. En las montañas de Chiapas, por ejemplo. Largo tiempo callaron los indígenas mayas. La cultura maya es una cultura de la paciencia, que sabe esperar. Ahora, ¿cuánta gente habla por esas bocas? Los zapatistas están en Chiapas, pero están en todas partes. Son pocos, pero tienen muchos embajadores espontáneos. Como nadie nombra a esos embajadores, nadie puede destituirlos. Como nadie les paga, nadie puede contarlos. Ni comprarlos.
(Mensaje enviado al Segundo Diálogo de la Sociedad Civil, México, junio de 1995.) |