Inicio / Cuenteros Locales / ROBIN OSOR (robosar) - [U:robosar]
En Chile existe una ciudad deprimida llamada Arica, pero está llena de seres que la quieren embellecer. Yo, por ejemplo, la embellezco a punta de arte... Esta es mi obra más seria y profunda... La llamo, "El Grito"
Luciérnagas marinas. Bajo sus ojos, el asedio constante de las olas golpeaba con furia las embarcaciones en la bahía. Los constantes y briosos bandazos agitaban los fanales en sus cubiertas. El oscilante destello de las luces era como una danza luminosa en medio de la tormenta y que parecía impregnar sus pupilas con un halo incierto: alborotadoras imágenes que revoloteaban en su mente, acaso distorsionadas por sus lágrimas o por la humedad de la camanchaca.
Desde la cima del Morro divisó la intrincada red del alumbrado internándose entre las edificaciones; destello deslumbrante que, cual cauce torrentoso, convergía hacia la boca que jalona la entrada al valle de Azapa.
Caminó lentamente hasta situarse al borde del acantilado. Contuvo la respiración, y con las escasas fuerzas que aún le quedaban, dio un gran salto hacia el vacío.
El viento le azotaba el rostro, penetraba por sus fosas nasales y salía violentamente de su boca. Una sensación de vacío le abrumaba el vientre. Movía destempladamente los brazos en infructuosos intentos por evitar la caída; sin embargo, la velocidad del descenso lo acercaba más y más al tupido manto de roca diseminado en la base del Morro.
En lo más profundo de sus venas sentía el terror arrebatándole el aliento, arrojándolo contra una vorágine de recuerdos que giraban desordenadamente en su cerebro, opacaban su lucidez y aletargaban el transcurrir de los segundos: aquellos huían de su ámbito y parecía que entre uno y otro un muro infranqueable obstruía su devenir. Desde el umbral del enorme anfiteatro de su vida atisbaba atónito las imágenes de toda su historia desplegándose a lo largo y a lo ancho del enorme telón de su memoria.
Ondulaciones, brumosas líneas y umbríos colores irisaban la atmósfera de sus recuerdos. Morenas manos escrutaban sus sienes, le cercenaban el cráneo, extraían los jugos de sus entrañas y lo depositaban sobre un chinchorro de algas marinas para que aquél surcase las comarcas del sueño eterno; pero blancas manos lo despertaban abruptamente, cincelándole el rostro con la frialdad metálica e impertinente de la curiosidad.
De pronto, la alucinada imagen estalló arrojando al cielo un brillo intenso. Cuando el último resplandor hundió sus alas en la penumbra, lenta y progresivamente los espectros del pasado arrastraron su quejumbroso clamoreo hasta disolverse tras los bocetos de una antigua pintura colgada a fuego sobre la pared de una habitación: ceñían los contornos de una figura casi humana, las manos a ambos lados del rostro, la boca abierta y una expresión de angustia milenaria; mas el duro yelmo de la historia trocaba sus precolombinos lamentos en un inaudible susurro.
El abandono y la desidia de sus días espoleaba su alma noctámbula, y dejándose llevar por el cielo brumoso de la noche elucubraba oníricos paisajes: eran las flores del mal cubriendo de abrojos los prados fantásticos de su frustración.
Al bajar a la realidad, el zumbido del viento, el crepitar de las olas, el acelerado latido de su corazón y el flujo glacial de su sangre, lo transpusieron al escenario fatídico de la caída libre. Se hundía irremisiblemente en el abismo y sin embargo su desaforado instinto por evadir aquel destino rememoraba el recuerdo de su boda, las campanadas de la iglesia sonando a rebato, y el rostro de su mujer mirándolo de frente.
El paso del tiempo opacó el brillo de su vetusta heredad: un viejo reloj de oro con leontina de plata. Deseoso por recobrar viejos esplendores, se dejó arrastrar a través de insondables senderos llegando finalmente hasta una tienda de joyerías. Al ingresar, la presencia de una hermosa mujer detrás del mostrador fue como un golpe imprevisto del destino. Sus ojos eran como dos esmeraldas; sus negras crenchas caían sobre sus hombros como dos cintas de azabache y su vestido de raso dejaba traslucir una figura de ángel. Su corazón rebosante de esperanza albergó en lo más profundo la reverberación de sus sueños, el motor de sus quimeras, el germen de una rosa.
Aquel instante de felicidad que lucubraba y que no lograba disipar la caída, profundizó en su alma el recuerdo de su boda en aquella tarde de diciembre cuando frente al altar le prometía fidelidad eterna, y ella, el espejo roto de su amor.
Cuando su dedo horadó la argolla funesta, un porvenir venturoso pareció invadirlo todo; pero al abrir levemente los ojos descubría con abrumadora decepción la ingravidez absoluta de su cuerpo precipitándose contra el abismo.
Giró sobre sí mismo. Un dolor punzante en las vértebras le hizo levantar la cabeza y su vista se posó en el borde del acantilado desde el cual la pendiente formaba un terreno compacto y pedregoso diseminándose a lo largo y a lo ancho como un enorme velo de polvo, piedras y cemento, revistiendo los cimientos de su casa enclavada a los pies del cerro La Cruz.
Penetró a través de las paredes petrificadas por la dura consistencia de sus lágrimas y a medida que las atravesaba, los cimientos recobraban su forma original hasta dar cuerpo definitivo a las habitaciones.
Caminó por los cuartos inundados de silencio y penumbras y emergió como una llamarada cegadora la imagen de su mujer vestida de día y con el esbozo de una sonrisa pintada en los labios; en la habitación cerrada un deslumbramiento fugaz despabilaba el firmamento con la consumación ilusoria de la carne. Preso de aquella ensoñación, no supo distinguir la nube gris que cubría el horizonte y que traspasó todo límite hasta precipitarse en lo más profundo de su ser.
Una tarde de principios de diciembre, un melancólico arrebato lo llevó hasta su oficina. En aquel lugar lóbrego y rutinario de su existencia, un esperanzado arrullo de su corazón lo cubrió por completo. Se procuró una hoja en blanco, cogió un lápiz desde el escritorio y sentándose a la mesa comenzó a redactar los sonetos de su pasión desaforada.
El fragor de su lirismo forjaba la fragilidad de las imágenes poéticas: una mezcolanza de sentimientos flotando en el limbo de su subconsciente; pero un silbo racional las despabilaba de su sueño etéreo y las depositaba sobre el níveo delantal en cuya pureza resplandecían como diamantes las tiernas metáforas de su corazón enamorado.
De pronto, un ronco sonido en el cielo lo sacó de su ensimismamiento. Al erguir la cabeza, percibió el ronroneo del avión surcando el cielo lúgubre de la ciudad; sólo entonces cayó en la cuenta del motivo que lo había llevado hasta allí: el boleto de avión en que el nombre de “Valparaíso” inscribía en letras barrocas el lugar de su destino.
Pese a aquella indisposición momentánea, el deseo de fraguar en palabras la dicha enorme de su corazón hízole volcar por entero el cántaro de su inspiración hasta muy entrada la noche. Al terminar, la sola idea de llevarle el pliego de sus sentimientos a su mujer, fue todo un mismo acto.
Lento y sigiloso apareció en medio de la bruma; cruzó el jardín de su casa e ingresó por la puerta anterior. Su desplazamiento era lento y silencioso. Al llegar a la habitación, se apoyó contra la puerta cerrada, contuvo la respiración, puso su mano derecha en la manilla, y llevando la otra al bolsillo de su chaqueta, extrajo el pliego sentimental con las palabras en oda dedicadas a su mujer.
Entreabrió la puerta y al trasponer el umbral su rostro se iluminó levemente por el resplandor débil de la lámpara de velador. Una atmósfera pétrea como el azufre inundaba el cuarto. Cuando por fin encendió la luz, ante sus ojos de desplegó como una postal de pesadilla la impúdica desnudez de su esposa retozando en la cama: el súcubo montado en las grupas de la lascivia era sostenido por los brazos enloquecidos de su amante exhalando el clímax orgásmico. Ante aquella imagen de desconsuelo, un violento estallido de colores manó desde la vieja pintura inundando el ámbito con sus bramidos cromáticos: tonalidades de azul en las venas, palideces de amarillo en la piel y desgarros de rojo en el corazón.
Una honda desolación oprimió su pecho al ver la mirada impertérrita de los dos amantes tornando a mirarlo a él de frente, con sus rostros empapados en sudor. En su vientre, una sensación de hastío hízole llevar sus manos a la boca y conteniendo con el papel la elegía nauseabunda de sus entrañas, abandonó rápidamente la habitación.
Deambuló a tientas como en un vía crucis inacabable, sin vislumbrar salida. Al cabo de un rato, se detuvo. Se apoyó contra una pared, contuvo la respiración y aspirando con todas sus fuerzas, lanzó un grito desgarrador, se hizo eco en la oscuridad y se fundió después con el silencio imperturbable de la madrugada.
Llevó sus manos a la cara para contener el llanto. Luego de unos instantes, se incorporó y comenzó a caminar. El azar, irónico confidente de su fatalidad, lo tomó entre sus brazos y después de errar a través de las estrechas callejuelas del centro, lo dejó plantado ante el origen mismo de su desgracia: la catedral San Marcos…
De pronto, un imperceptible susurro llegó a sus oídos como un tañido de voces. Lenta y cadenciosamente prorrumpieron finísimos acordes descolgándose desde lo más alto, descendiendo como una cascada musical y cuando aquellas besaban la losa del templo, se desarticulaban en una sublime letanía de una pureza y belleza extraordinarias. Una melodía increíblemente encantadora inundó el ambiente irradiando con sus alegres bemoles la inmensidad del océano, la futilidad de las fronteras y la vastedad árida y despoblada del desierto.
Destacándose contra un fondo azulado, la figura de un hombre rodeado de un halo resplandeciente extendió los brazos y mirando hacia el cielo comenzó a elevarse. A sus pies, un grupo de hombres, como apóstoles aparecidos, lo señalaban con el dedo, y otros, dándole la espalda, pintaban su rostro incrédulo con trazas de sueño y resignación.
El hombre continuó elevándose y aunque algunos le seguían, al cabo desistían de todo esfuerzo pues el peso de la gravedad terrestre era tan inmenso que aquellos se conformaban sólo con mirarlo.
Una atmósfera diáfana mecía aquella figura sobrehumana, pero el estéril paso del tiempo de los hombres opacaba sus ojos con un tizne de amargura. De pronto la dignidad de su semblante se trocó en manifestaciones de un intenso dolor cuando la punzada artera de miles de espinas de rosas rojas aguijoneó sus sienes y un torrente púrpura comenzó a desbordarse por sus mejillas.
Una lucidez repentina enlutó el hechizo de aquella imagen con la sombra de una duda. Aquella difuminó poco a poco la grandiosa representación y borró de sus contornos todos sus preciosismos. Descendiendo desde la cúpula del templo hasta el centro del altar mayor, su mirada franqueó el vallado de la fantasía hasta caer en la simple contemplación de los sentidos, la de sus propios ojos aprisionando en sus pupilas la imagen de la desnudez del cirio extinguido: la transfiguración al vacío.
Al recobrar la conciencia, volvió sobre sus pasos y al bajar la vista contra los escalones percibió la terrible soledad de su alma, porque aquellas gradas que en otro tiempo habían sido los soportes de su felicidad ahora no eran más que fríos testigos de su desesperanza.
Reanudó su caminar y al doblar la esquina vio destacarse hacia el fondo la majestuosidad imponente del Morro amenazando al cielo como una saeta gigantesca. Coronaba su cima el destello de unas luces y el sonido de los pliegues de una bandera descolorida.
Trepó por la escarpada pendiente de escalón en escalón hasta llegar a la cima. El agotamiento lo postró en su sitio. Después abrió los ojos y se quedó con la vista clavada al cielo. Los invisibles cinceles de la noche esculpían sobre su anatomía el aletear de sus ropas raídas, la salinidad de su cara humedecida por la camanchaca, el tembloroso movimiento de sus miembros ateridos por el frío: todo él un monumento al abandono.
De pronto un chasquido interno azuzó los poros de su piel bañándolo en un sudor helado. Creyó distinguir entre las nubes el contorno difuso de la luna rozándole la piel, entonces un poder imprevisto se impuso a sus cavilaciones y sus músculos respondieron como un latigazo ante el llamado de aquella voz. Se incorporó hacia adelante y dando un enorme brinco se dejó caer desde el despeñadero.
El viento rozaba su cuerpo. Estiró los brazos para asirse de las rocas pero todos sus esfuerzos eran inútiles. A medida que descendía, su desesperación tramaba insólitos recursos para aplacar el transcurrir del tiempo. Aferrado a aquella idea alucinante no supo cómo ni cuando un halo misterioso desplegó delante de él la vastedad del océano desde cuyas profundidades más remotas de la imaginación emergieron las luciérnagas marinas acarreando en sus alas de fuego el bálsamo de la catarsis.
Al abrir finalmente sus ojos, los élitros le cubrían el rostro, le besaban con su arrullo redentor; y antes de tocar el suelo, antes de rociar con rubores la escabrosa y fría alfombra de aquél suelo funesto, abrió su boca, tan sólo para darse cuenta que incluso él, podía también hablar…
Arica, 1999.
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