Sin motivo aparente me encuentro infiltrada en un hoyo negro. Mis hombros crujen en el envés de la espalda. Toda la ropa me queda grande, como si todo mi pecho se hubiese encogido encerrado entre las arterias del cuello y la mandíbula del vientre. La piel se hace blanda, con manchas de fríos ácidos que me aprisionan en vértigo, y siento el helaje, el helaje de la insensatez, el helaje de la nostalgia. No lo diré con peros, ya sé que me metí a mí misma en este agujero sin marcha atrás, en esta burbuja sin arrepentimientos, pero alguna vez estuve fuera de ella y entonces mi cuerpo era más liviano. Ahora gravito en un tiempo sin constancia, un tic-tac encarnecido con la espera de la nada. Es verdad. No espero nada. ¿Qué espero entonces?. Espero a que el tiempo pase, aunque no pueda llevarse nada, que pase y que no regrese, que pase, y cuando lo recuerde, lo recuerde sin náuseas. No quiero hibernar en los rastrojos del porvenir. Ya suficiente tengo con mi pasado, aunque sólo quiero salir de este presente mueco que me come las entrañas.

Yo quiero que el tiempo pase, que el reloj se acelere con ganas, y que cuando mire la estupidez de este sitio esté tan lejos como para verlo sin añoranzas.