Cuenta la leyenda que de un pequeño país enclaustrado entre dos gigantes, unas tierras donde el celeste es color nacional, arribó este personaje. De quien se dice era hijo de descendientes nacidos en la ciudad que fuera la favorita de los reyes de Castilla.

Apenas llegó a la otrora ciudad virreinal, cuestionó la tristeza de su cielo y el carácter mustio de sus habitantes disfrazado en la compulsión consumista, el carácter pasivo y anonadado por ese capitalismo que los seducía y los masturbaba intelectualmente.

En ese momento, los dioses sintieron recorrerles una sensación muy humana, el temor. Se reunieron para decidir el destino de este blasfemo y sacrílego mortal. La sentencia fue digna de quienes se jactan de ser divinos. Se le condenó a la fragilidad de sus osamentas, la sonoridad nasal y la verticalidad limitada.

Así, sin la autoridad física de un caudillo, se vio impelido a no ser el amo sino siervo de las letras y a entretener a los residentes de esta amodorrada, caótica y gris ciudad limeña.