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Inicio / Cuenteros Locales / Falcioni (nicolasfalcioni) - [U:nicolasfalcioni] 

Si veo la necesidad, digo que soy de San Martín de los Andes, a pesar de haber nacido y cursado estudios universitarios en La Plata, porque “en el sur” viví de los dos a los dieciocho años, y porque suena más interesante. La mayoría exclama “qué lindo, San Martín” y le intriga saber por qué no vuelvo, como si ese debiera ser al acontecer natural de las cosas. Respondo que vivir en Buenos Aires me gusta y me permite hacer cosas que allá no podría, con seguridad ficticia pero efectiva.
Nos mudamos en 1976, más por cuestiones de política familiar que nacional. Mi padre Oscar Rodolfo fue a ocupar el único cargo a cirujano del Dr. Ramón Carrillo, único hospital del pueblo. Mi madre Mónica Claudia Nápoli, la recién nacida Juliana y yo, viajamos poco después, a instalarnos en una casa prefabricada cedida por el gobierno de la provincia de Neuquén, en el barrio “El Arenal”, alejado cuatro kilómetros del centro (aún vivíamos ahí cuando nació Lucrecia, cinco años más tarde). Había un solo canal de televisión y mucho espacio vacío, así que pasé gran parte de la infancia y la adolescencia a la intemperie. Aprendí a esquiar, a ensillar y montar caballos, a caminar por la montaña en verano e invierno, a badear ríos, a armar refugios con un nylon, a saber cuándo volver, y a llevar siempre un libro en la mochila (otras cosas también, por supuesto, pero voy a permitirme enfatizar esta veta romántica). En tercer año del colegio me enamoré de una compañera a quién escribí cartas y poemas empalagosos, que hace poco, a partir de una casualidad, tuve el pudoroso privilegio de releer. Fue una experiencia reveladora en muchos sentidos, pero el que particularmente me interesa señalar acá, es la constatación de mi incipiente voluntad por comunicar mediante la palabra escrita.
No logré ser eximido del servicio militar (un año antes del caso Carrasco), donde pasé los peores tres meses, llamados “de instrucción”, hasta que un kinesiólogo amigo de la familia encontró un problema lo suficientemente grave en mi rodilla izquierda. Simulé unos días y quedé libre. Había perdido el “año de Facultad” y tenía una moto que no me interesaba como antes, así que la vendí, compré una bicicleta, el equipo necesario para un viaje extenso, y un billete a Barajas, Madrid. Era junio del 93. Me fue a recibir Luis Nápoli, mi desconocido y por eso mítico abuelo materno, quién se había ido de Argentina diez años atrás. Trabajamos juntos en la pequeña empresa constructora de un amigo suyo, en la ciudad vasca de Vitoria. Dos meses después inicié un viaje en bicicleta hasta la Costa Azul francesa, y de ahí al norte de Italia, a la región de Aosta, donde mi amigo Alejandro Sopranzi, argentino nacionalizado italiano, trabajaba como guía de raffting. En el río conocimos a Misha y Dimitri, ambos rusos e integrantes del equipo olímpico de kayac de ese país para Barcelona 92. Habían comprado dos automóviles Ford que pretendían revender en Moscú. Nos propusieron ayudarles a llevar uno, y aprovechar para hacer un viaje hacia oriente, hasta los montes Urales, con pasajes de tren comprados por ellos como ciudadanos rusos, a menos de un cuarto de la tarifa oficial para turistas. Dijeron que volvían a la Europa “normal” dos meses después. No faltaron incidentes para ir, pero fueron más al volver. En un doble fondo improvisado bajo los asientos de la Combi en la que viajábamos, ya de vuelta y junto a otros rusos, las autoridades de la aduana de Brest (frontera con Polonia) encontraron una prolija doble fila de latas de caviar, que nuestros ingeniosos amigos pretendían revender en comercios lujosos de Milan. Además, en lugar de la bocina, en el centro del volante, encontraron más de un kilo de oro, bajo la forma de cadenitas, relojes, aros y muelas, cuyo precio en dólares en el mercado negro milanés era mucho mayor que en el de Moscú. Afortunadamente, y tras la oportuna mediación del Consulado argentino, las autoridades admitieron nuestra ignorancia de la verdadera situación, y nos permitieron tomar un tren a Varsovia. Una postal con mi firma de aquel entonces dice que llegamos a Viena el 24 de agosto de 1993.
Decidí ser periodista leyendo las crónicas de la guerra de los Balcanes en el diario El País, durante los almuerzos y descansos del trabajo de albañil. Volví a estudiar Comunicación en La Plata, donde junto a un grupo de compañeros y amigos editamos “El Borde”, una revista mensual de actualidad universitaria y de crítica literaria, cinematográfica y de medios. Adoleció de enfoques ambiciosos, y era utópica al punto de carecer de gestión comercial. Canalicé mis inquietudes científicas en el estudio de la Sociología, y las teológicas en una terapia psicoanalítica, que aún continuo. Ya recibido gané una pasantía rentada de cuatro meses para contar el vertiginoso día a día platense desde la sección Interés General del centenario diario El Día. Allí practiqué con asiduidad un estilo periodístico muy difundido, aunque de contornos poco claros, que la gente de redacción llama vecinismo, cuyo lector tipo y leitmotiv imaginario es una persona de alta calidad moral, y por ende, rápida indignación. Luego fui redactor y co-editor de la revista La Red de Redes, dedicada a la actualidad del mundo de Internet, aunque con cierto enfoque local. También, redactor del portal www.elepe.com.ar, del que recuerdo en especial una investigación seguida de crónica, de índole anticipatoria, dedicada al millonario e injusto ciclo comercial del reciclado de botellas, papel y cartón. Hacia esta época me volví a enamorar, me inicié en la costosa práctica del teatro, y descubrí muchos de los autores que leo hoy.
Me mudé a una pensión del barrio de Abasto a fines de 1999, tras firmar un contrato semestral con el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para desempeñarme como tallerista de escritura y de teatro en varias escuelas secundarias, incorporadas a un plan de educación no formal denominado “Centros Culturales en las escuelas”. Paralelamente, con mi amigo y hoy socio, el periodista (ex “precario” de Clarín) Juan Cortelletti, iniciamos las actividades de Grupo Holos, una consultora en imagen y comunicación, dedicada a brindar servicios diversos, como newsletters y revistas institucionales, al Centro Argentino de Ingenieros o FEDECAMARAS, entre otras, y a empresas como Nextel y P&S. Además, de manera tercerizada Grupo Holos redacta y edita los contenidos de las revistas segmentadas (BtoB) Contac Centers (abocada a la industria del Call Center) y Sepa Cómo Instalar (para instaladores sanitarios y afines). Por último, a fines de 2001, y junto a mi también amigo y socio Rodrigo Fernández, creamos la empresa Urban Biking, dedicada a realizar excursiones guiadas en bicicleta por Buenos Aires, fundamentalmente con turistas extranjeros. Para estos últimos, una manera original de apropiarse de la ciudad, y para mí, de practicar el periodismo personalizado.


Bibliografía:
Viste, te dije (6302 palabras)


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