Tantas fotos, todas mezcladas. Voy eligiendo al azar. Yo, cuando era un bebé; en brazos de mi madre; mi padre rodeado de amigos en un asado en alguna estancia de la Patagonia; a los ocho o nueve años jugando en la nieve, y en un segundo plano nuestra casa en San Julián con mi madre barriendo la vereda y mi vieja bicicleta Ajax apoyada contra la cerca; mi primo Anibal en su primera comunión y mi primo Alberto en la misma situación; mi abuelo Domingo y yo de unos tres años, tomados de la mano en una calle de Caballito; mi esposa Norma con su madre cuando era una adolescente en Tandil; otra, en la que está muy maquillada en una moto; conmigo, de novios en las sierras de Tandil; el bautismo de nuestro primogénito Damián, el de Mercedes, el de Pablito; Norma, los tres chicos, y yo en Villa Gesell, en un veraneo de los ochenta; Mercedes y Pablito en un primer día de clase; el padre de Norma, muy joven, elegantemente trajeado junto a un auto de época, y así centenares de fotos, de todos los cumpleaños de los chicos, hasta de los míos cuando era niño.
De navidades con la familia; de los veraneos, de los fines de curso en las escuelas, de parientes míos y de Norma cuyos nombres ni recordamos, de amigos y compañeros de trabajo. Fotos y más fotos, algunas manchadas o deterioradas por el tiempo y el descuido, con dedicatorias, fechas, o frases explicativas en el dorso, de viajes, de trabajos, de festejos y hasta de entierros. Unas graciosas, otras artísticas, instantáneas sorpresivas.
Las hay borrosas, nítidas, fuera de cuadro, tamaño postal, más grandes, mas chicas. Las viejas en blanco y negro, luego una transición en la que se alternan las monocromas con las en color y finalmente todas en color. Imágenes de nacimientos, infancia, juventud, madurez, ancianidad y a veces muerte, plasmadas en pequeños rectángulos de cartulina abrillantada cual un gigantesco e incompleto rompecabezas de vida, con sus alegrías, tristezas, triunfos y derrotas.
El amor, el fracaso, el temor, la vanidad, captadas en una milésima de segundo, aprisionadas por la lente en un papel sensible, luego exhibidas con orgullo u ocultadas celosamente, y finalmente guardadas y olvidadas en una valija o una bolsa de plástico en el desván, la baulera o en el estante menos utilizado de un placard.
Calculo que todas estas fotos encierran un siglo de vida. Seguramente bastante más, porque en una de ellas, sepiada, montada sobre un portarretrato de cartón que recorta la imagen en forma ovalada, la señora mayor que aparece posando con el pelo totalmente blanco y una pañoleta negra sobre los hombros, debe ser mi bisabuela, nacida cuando menos en 1850 o 1860. Ni recuerdo como se llamaba, aunque en realidad creo que nunca lo supe.
Descubro otra, cronológicamente posterior, que por alguna razón me atrae mucho, en la que aparecen mi abuelo materno, Modesto, de unos cuarenta años o quizás un poco mas, con sus ocho hijos. Entre ellos se encuentra mi madre que aparenta tener unos nueve o diez, lo que significa que debe haber sido tomada allá por 1920, cuando faltaban aun mucho tiempo para que yo naciera.
La foto seguramente fue preparada en la casa donde vivían en Puerto Santa Cruz, no en un estudio como se estilaba entonces. Hay detalles que lo revelan, como la pared de madera rústica y la chimenea de una salamandra, en segundo plano. No obstante el ambiente sencillo, mi abuelo y los chicos están especialmente vestidos para la ocasión, porque en aquel tiempo posar para una foto familiar era todo un acontecimiento.
Mi abuelo, de apellido Pernas, gallego nacido en Lugo, está sentado en el centro y viste un traje oscuro, camisa con cuello palomita y corbata. Sostiene en sus brazos a su hijo más pequeño. No mira la cámara, su expresión es muy seria. El bigote a la usanza de la época, le agrega algunos años a los que realmente tiene y lo distingue como un honorable jefe de familia de principios de siglo, lo que sin duda era. Extrañamente, la foto destaca la ausencia de mi abuela, Lorenza Arregui, hija de vascos inmigrantes que formaron una gran familia en Santa Cruz.
A ella la recuerdo por otra fotografía en la que viste un vestido largo sencillo, sin adornos de ningún tipo. Aparece como una mujer no obstante su juventud, ya gastada por la dura vida en el campo y la crianza de ocho hijos, en un ámbito y una época que no dejaba demasiado espacio para la coquetería a las mujeres casadas y con familia numerosa. Poco que ver con las señoras de cuarenta años o más, de hoy.
Los niños, cuatro varones y cuatro nenas cuyas edades oscilan entre los dos y los doce años están muy serios, probablemente debido a la rígida disciplina paternal imperante entonces, y a las recomendaciones que habrán soportado para que observen un buen comportamiento y se vistan adecuadamente. Mi madre, con cara de haber asumido la importancia del momento, luce un vestidito impecable, apoya una mano sobre el brazo y otra sobre el hombro de su padre, como protegiéndose. Los varones, a pesar de la ropa dominguera, muestran un ligero desaliño característico de los chicos. Los reconozco uno por uno, Manuel, (el mayor), Ricardo, Mercedes (mi madre), María, Modesto, Aurora, Concepción y, en brazos aún, el benjamín, Josecito.
Me invade una ola de cariño nostálgico, al fin de cuentas, se trata de mi madre y de los tíos amorosos que me alzaron, me mimaron, me pasearon y regalaron durante sus años jóvenes en mi primera infancia y de los cuales, luego, circunstancias de vida me fueron alejando.
Me pregunto: ¿cómo habrá sido ese día? ¿Qué hicieron antes y después de sacarse la foto? Cuales serían sus preocupaciones o alegrías, porqué se fotografiaron. ¿Un aniversario?, ¿por que era la costumbre o la moda?, o simplemente porque fue deseo de mi abuelo dejar un rastro en la vida para que ochenta años mas tarde, uno de sus nietos, viejo ya, escriba lo que estoy escribiendo. A excepción del padre, todos observan directamente la cámara, y yo, mirando a cada uno podría decirles, tal como lo hubiera hecho un prodigioso e infalible oráculo: tu vida va a ser así, te casarás con fulano o zutana, tendrás tantos hijos, vivirás en tales lugares, y a casi todos ellos, el año de su muerte.
La foto me atrapa, mirándola en profundidad, siento que lo que tengo en mis manos, es más que una simple fotografía. De los graves rostros que me contemplan fijamente a través del siglo, surgen en una proyección temporal, hilos que entretejen historias de vida, algunas bien conocidas por mí, conformando las imágenes de una película de duración ilimitada en la que, cuadro por cuadro, veo a sus protagonistas navegar por la vida, luchando, amando, criando hijos, envejeciendo y muriendo. Una película que constantemente renueva actores y se prolonga en nuevas vidas, ilusiones y esperanzas...
Conmovido, le hablo a la foto: abuelo, nunca te conoceré, morirás antes de que yo nazca, a la abuela la veré pocas veces por que siempre viviremos separados por grandes distancias, aunque durante mi infancia pasaremos un mes juntos en el campo. Luego, en mi adolescencia, siendo ella muy viejita, la visitaré en un pensionado para ancianos de Banfield, donde morirá.
Me detengo, no deseo hablarles a los chicos, menos aun a mi madre. Sus vidas no fueron mejores ni peores que las de millones de personas, pero siento que debe ser horroroso conocer el propio destino justo antes de, ya relajados, romper la formación frente a una atemorizante cámara fotográfica, salir en tropel entre risas, gritos y recomendaciones de no ensuciarse la ropa, a jugar en un inmenso y ventoso patio patagónico de la primera veintena del siglo.
Dejo la vieja foto y al azar tomo otra. Es una tomada hace unos seis o siete años, en la que mi esposa Norma y yo estamos con nuestros tres hijos, también mirando la cámara, pero en actitud distendida y alegre como suelen ser las fotos familiares mas o menos modernas.
Las verdades, por ser de perogrullo, no dejan de ser tales, y a veces son tristes Se me ocurre pensar que quizás un día, dentro de ochenta años, un ignoto y aún no nacido nieto, la recupere de algún mohoso envoltorio, en lo más recóndito de una bohardilla, y reconstruya nuestra historia hacia atrás, sintiendo un ligera angustia en el alma, que tendrá que ver, un poco con la nostalgia, y mucho con la conciencia de lo efímero de la vida humana.
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