Romper el hielo. Superar ese primer saludo, pensar y repensar en una frase inteligente. Esperar. Aguantar desesperadamente frente a la pantalla. Finalmente, una respuesta. Alguien medianamente simpático, contesta. Entonces, las preguntas estúpidas: país, ciudad, edad, signo zodiacal, música favorita, estado civil. Pocas veces se consigue una conexión realmente entretenida. Pero siempre está ahí, el letargo que quiere huir despavorido, que te invita a participar, a lanzar flechas, a decir banalidades.
La amiga de la hermana de una prima que llegaba a los 35 siendo solterona, conoció al hombre de su vida en una sala de chat. Al final, sólo buscamos un poco de compañía, diversión, seducción platónica y lejanamente verosímil. Quemar las horas, machacarlas, asesinarlas poco a poco, pedazo a pedazo, migaja por migaja. Olvidarse un ratito de eso que llaman soledad. Capturar los sueños golpeando el teclado. Despiadadamente, jugamos con las palabras, les cambiamos el sentido, las revivimos y acribillamos.
Al momento de la fatiga, por lentas conexiones o constantes caídas, nos despedimos, como si nada. Fumarse un cigarrillo después del sudor y las sábanas, para decir: Chau cariño, te llamo. Sin beso en la frente, sin abrazo de disimulo, nos vestimos y nos largamos. Es más fácil cuando no puedes ver el rostro del cuerpo desgastado que se queda allí, mirándote, lleno de preguntas, tambaleándose entre expectativas, contagiándose de esperanzas. |