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Era uno de esos autobuses con dirección a ninguna parte, siempre circundando. Esos de los que nadie sabe su final de trayecto, nadie lo ha visto nunca, y como el cielo, nadie sabe dónde acaban.

Allí estaba él, vestido con ropa de sport, desapercibido, sin ganas de llamar la atención. La música melódica de la radio acompañaba sus pensamientos a suicidarse por la ventana de emergencias, sus lágrimas invisibles resbalaban por el viejo asiento de plástico, nada hacia presagiar un cambio en su humor melancólico. Él, por ella, llevaba clavada una pluma que escribía sangre en vez de tinta, situada en el bolsillo superior de su chaqueta de pana, aunque ésta, también pudiera ser de pena. Con ella, la pluma, había escrito un libro, unas poesías sentimentales, unos versos de su vida en el que, queriendo sin querer, había desnudado su alma al mundo, aún sin ser él, muy consciente de la crueldad del mismo. Había perdido lo que él más quería, sin saber muy bien qué era, no se atrevía a mencionarlo, el miedo le coartaba. Ahora sollozaba, como sólo sollozan los que no saben hacerlo, con gemidos entrecortados, con lágrimas inexistentes, con boca marchita y reseca, con una pueril embriaguez de deseo. Las estrellas seguían cayendo al tranquilo mar que flotaba en el horizonte y el cielo ardía en llamaradas de aire. Mientras él, seguía sumergido.

La primera parada. El primer frenazo brusco. El sobresalto que hizo saltar sus pendulares ojos, hizo también temblar la radio entre sus jóvenes manos, cayendo al suelo y con ella sus ojos, que se precipitaron a buscarla. Una vez encontrada y situados los ojos en sus cuencas, se ajustó la bufanda gris y se recostó sobre el cristal. Atisbó el horizonte. En el ocaso, el conductor picaba los tiques de los últimos viajeros, mientras que el sol, daba entrada en la sala a la luna blanca de aquella noche. Sin nubes. Sus enormes pies, por no llamarles barcas, o peanas ,o cualquier similar improperio que denominara aquel cuarenta y seis, se recogían aún del susto anterior, cuando se besaron con un semejante, más conforme en la forma que en el tamaño como era de esperar, pero semejantes al fin y al cabo, haciéndolos, como la radio y sus ojos anteriormente, despeñarse hacia el vacío. Perdón, dijo él, ¿la ayudo?,perdóneme, No es necesario, gracias, Lo siento de verdad, perdone, ¿Me hace un hueco?, Sí claro. Pero se quedó quieto, impasible ante sus ojos, los de ella. Perdone ¿le importa?, repitió, No claro, perdón de nuevo. El perdón que hoy damos, valga como comentario, se administra o regala con total impunidad, perdiendo el sentido su palabra y de paso minimizando la palabra su sentido, evaporamos el sentimiento, su significado tan perfecto, pero es así con tantas cosas... aún así, perdónenme la interrupción. Gracias, añadió ella.

La música y el traqueteo fueron otra vez sus notas, las de él. Ella se acomodó en su asiento y flirteó durante un rato con su bufanda verde, la de ella.

Ella miraba, con sus eternos ojos verdes, no sabía hacia dónde, pero miraba. También lo hacía con su boca, deseosa de besos olvidados, sinuosa y alegre, pequeña, rojiza, raíles de una isla enmarcada en sus labios. Seguía mirando, miraba como se caían las estrellas. Las de él. Como faltaban sus nubes. Las de ella. Y cómo la radio se volvía a escurrir de entre sus piernas hasta tocar, esta vez, con el confortable asiento. Su mirada estaba llena de vitales sonrojos de verano, de búsquedas de amor frecuentado en marismas desoladas, de estupideces subyacentes, llena de susurros en amaneceres, cuando los besos no son besos sino caricias y las caricias no son, sino sueños despiertos. Su mirada era su reflejo, y como tal, lo escondía.

El seguía sollozando pero a susurros, su corazón palpitaba ahora de una forma rítmica. Estaba ella.

El autocar seguía sin rumbo, pero él, ya sabía donde iba, con ella, y ella lo intuía, pero aún sin él. Aún así, silencio. Tan sólo el ronroneo de la calefacción estropeada, saltos de viento entre los coches, caballos metálicos desbocados a velocidades supersónicas a las que ni siquiera el tiempo alcanza. Tiempo. Eso le preocupaba. Ese don Nadie que jamás para a hablar contigo, a contarte en secreto porqué nunca se detiene, o porqué otras, anda tan despacio, que parece estancarse. Él le odiaba, le odiaba por no saber dominarlo, por estar atado a sus sesenta segundos, a sus sesenta minutos, a sus trescientos sesenta y cinco días. Le habían hablado en sus clases y en sus libros que se denominaba asimismo relativo, relativo a qué, si al final seguían siendo sesenta segundos, o minutos, o días, relativo a nada. No se detenía, no hacía paradas y, como el autobús ronroneante, tampoco nadie sabía donde iba.

Seguía soñando, con sus sueños despiertos, con sus infiernos y sus cielos, con polvaredas revoloteando el cajón de su memoria, con sus deseos llenos de praderas contorneadas por mares encrespados, todavía por descubrir, verdes como sus ojos, los de ella... ¡La estaba mirando!. Despertó del sobresalto. Tan sólo uno o dos segundos más tarde que su sueño comenzara. Con un respingo moderado ladeó de nuevo su cabeza. De nuevo mirando a la ventana. Ella, todavía absorta en aquellos ojos, en esa mirada soñadora, en esa mirada sin final, derramó una lágrima imprevista y fingiéndose no haber visto su sueño, comenzó una carta. En ella rezaba así:


Querida Yo:

Te he escrito tantas veces sin recibir respuesta alguna, que intuyo que estos pensamientos desembocan en algún río sin fluvio, reseco, hastiado, vagando entre la arena desértica que me adorna.

Escribo y no te leo, tantos sentimientos tirados en esta tinta que ya no sé lo que te narro, si son míos o tuyos estos desgarros, si aún conservas las heridas que me hicieron, si aún enloqueces si me desmayo. Me hallo perdida en mí misma, perdida añorando algo que no sé, algo que no encuentro y es que es tan difícil encontrar algo que no busco. No me entiendo, pero tampoco me pregunto.

Entonces, una vez más, me voy a ninguna parte, a encontrarme de nuevo a solas, a olvidarte escribiéndote, a llenar esta mochila de los porqués de mi cabeza y ahogarla en el pantano que, como el río, sigue reseco.





¿Me das un cigarrillo?, Aquí no se puede fumar, respondió ella saliendo de si misma, Lo sé, te lo cambio por la pluma que me has robado, ¡Uy! Lo siento, no me di cuenta, No pasa nada, te la presto, respondió él con su mejor sonrisa, Está bien, te lo doy. Ella se sonroja de nuevo por aquel hurto involuntario, no lo entiende, no sabe qué ha podido pasar, cómo habrá llegado la pluma a su mano pero son ya demasiadas preguntas, no le apetecen las respuestas. Él, entretanto, juega con su nuevo veneno, observándolo como si fuera la primera vez, siendo sin embargo, tan sólo uno más de su cajetilla diaria. No entiende porqué se lo ha pedido, pero tampoco se pregunta. Lo observa, lo disfruta, una parte de ella en sus manos, una parte insignificante, no se da cuenta pero lo sabe, saber el qué. La respuesta es ella.

El autobús sigue revoloteando. La noche está ya cerrada, ya la negrura ha hecho presa al día del que sólo quedan, las estrellas polutas de la ciudad. Siguen cayéndose. Las estrellas. Las de él.

Ella se detiene, sus pensamientos son tímidos y no los escribe, tiene ya miedo hasta del papel en blanco. De repente, exhala un olor, un olor a sexo, hechicero, excitante, proveniente del asiento trasero, pero detrás de su espalda no hay nadie y el olor como los gases, no se desplaza sino hacia arriba. Ella comprende. Se excita una vez más. Su alma comienza a eyacular palabras sórdidas, que sólo ella, con el pasar de los años ha llegado a comprender. Respira hondo. Disfruta de ese sentimiento tan extraño. Sin embargo, lo oculta tras su semblante de hielo, impasible ante el mundo, impasible ante él. Se ladea. Descubre sus manos temblorosas, su respiración de nuevo jadeante, ahora no lo comprende, se cubre con su pelo. Se esconde. Le queman sus sentidos. En un arrebato se decide.

¿Cómo te llamas?, No lo sé, respondió sin darle demasiada importancia ¿Cómo que no lo sabes?,Hoy no me han puesto nombre, No es posible, todos tenemos un nombre, Yo no, yo no tengo nombre, cada día soy distinto, no soy el de ayer, ni siquiera me parezco, ¿Cómo te llamabas ayer?, inquirió ella sorprendida por las respuestas, No me acuerdo, ayer ya no importa, ¿Cómo te llamo?, No me llames, simplemente mírame, pues ese soy, sabré lo que dices, ¿Y si no te digo nada?, Eso no es posible, ya me has dicho tantas cosas, ya sé que te añoro si no me miras, sé que necesito beber de tus ojos, saber de tus memorias y que tú sepas de las mías, mírame, será más fácil, Eres un iluso, un soñador, que raro eres, me gustas...

Ella le acaricia, confusa, liada, comprensiva. Le roza la mejilla, incrédula, excitada, sorprendida.

Sabes, me gustaría detener al Tiempo, prosiguió ella, ¡¿Le conoces?!, sus ojos cambiaron al instante, Sí, una vez hablé con Él, ¿Y qué hiciste?, Le pregunté quién era, “Soy aquel que nunca se detiene pero que siempre pasa a tu lado” y se fue, me dejó con la palabra en los labios, no le he vuelto a ver, Pues para mí está detenido, interrumpió él, preso en algún lugar del universo, el mío, no tiene libertad, sus horas son horas y no segundos, preso de sí mismo y a la vez creyendo que es libre, como nosotros, no sé si somos tiempo, pero nos parecemos tanto... ¿cuándo le conociste?, Le conocí de noche, una noche mágica, perfecta, una de ésas en las que dios no mira y permite a los amantes amarse con locura, libres de morales reglas, libres de sí mismos, libres como sueños. Yo en esos días me prestaba a ser feliz, a salir de la incertidumbre de mí misma, allí le conocí, no duró nada, Él se detuvo, duró un segundo eterno o una eterna segundidad, no estoy segura, luego se marchó sin avisar, ¿Cómo supiste que era Él?, Porque fue un beso.

Los dos callaron durante un largo tiempo, embriagados por sus palabras, inmóviles, detenidos, mirándose. Ninguno movía un sólo músculo, parecía que ninguna palabra rompería aquel silencio.

Por fin, ella, con su pluma, la de él, retomó su carta, y él por su parte, recuperó sus sueños, ésta vez, llenos de ella .

Ahora sé que hay un destino en mi futuro, los porqués siguen mutilándome, no tengo respuestas a sus ojos, no tengo salida para mí.

Sus ojos están llenos de algo mío, no lo entiendo. Ni siquiera sé su nombre. Su voz tiene algo que me atrapa, me alivia. No lo entiendo. Me voy buscando a mí misma pero sólo le encuentro a él. No sé dónde estoy. Otra vez perdida. Sólo busco soledad. Le haré daño. O me lo hará él. No puede ser. No lo entiendo.


¿A quién escribes?, No te importe, ¿qué más da?, ¿Tienes miedo?, ¿Miedo de qué?, No lo sé, aún no me lo has dicho, No tengo miedo de nada, No me mientas, Te he dicho que no tengo miedo, No te mientas, Tengo miedo de mí misma, Lo sé, a todos nos pasa, Tú no lo entiendes, Pruébame, Dejémoslo, ¿Por qué dejarlo?, Porque te lo pido.

De nuevo ese silencio, ese silencio atronador. Silencio es el tiempo detenido en su cabeza. La de él. Silencio son sus cartas, es su amiga. La de ella. Silencio son ellos, distantes tan cercanos, desconocidos por conocerse. Silencio es lo que no pasa, es el tiempo que pasa en silencio.


Necesitaba romper ese silencio. Su boca se desgastaba llena de palabras. Las de él. Tenía que decirlo. Alguna manera de sacarla de su carta. Borrar sus lágrimas de un plumazo. ¡Eso era!. La pluma. Yo también escribo, afirmó con elegancia. Pero de ella sólo obtuvo una mirada vacía. Escribo poesía, no sé para qué, ni cómo, pero de vez en cuando me ayuda. Silencio de nuevo en sus ojos. Escribo porque necesito contarme secretos, porque necesito saber que mi corazón sigue latiendo, porque necesito ver más allá del negro de la noche, porque creo que el mundo se puede reducir en unos versos, porque hay versos que cuentan los besos que nunca me dieron... Su silencio le rompía el corazón.

Yo escribo porque no me entiendo, dijo ella sin dejar de mirar el papel. Una lágrima perfiló su mejilla y descendió hasta tocar sus labios, pero ella prosiguió. Escribo porque el papel sigue siendo mi mejor amigo, porque me escucha y atiende sin quererlo, escribo porque a veces me reconforta, porque es el cajón de mis sentimientos, porque con la pluma no hace falta fingirse, porque necesito escapar...

Yo también tengo un cajón de esos. Pero lo tengo lleno de tequieros. No lo suelo enseñar a nadie. Cada vez que lo abría me robaban alguno. Empiezan a ser escasos.

¿Unos qué?

Se llaman tequieros. No hace falta verlos. Yo no los he visto. Sé muy poco acerca de ellos. Sé que, si los acaricias se quedan contigo y, si cierras los ojos, se te posan en las mejillas. Son débiles, silenciosos, pizquitas de ternura que nadan por las venas. Pero me quedan pocos. Tengo miedo.

Se quedaron mirando. Sin palabras. Sus ojos infinitos lo contaban todo. El traqueteo del autobús les acercaba misteriosamente. Sus miradas no atendían a los segundos del tiempo. Sus labios no atendían a palabras. Sus manos no atendían a la cordura. Sólo atendían a sus besos. Respuestas a sus preguntas. Un abrirse los ojos a los sueños. Un atrapar los miedos en el olvido. Un baile de sonrisas que mecían sus silencios.

De repente, sin mediar palabra, ella se levantó del asiento. Sus miedos caminaban por ella. Su razón la sacudía sin esperas. No podía ser. Aquello no tenía sentido. Sus pasos la llevaban hacia la puerta. Una parada desconocida. Un comienzo de algo que carecía de sentido. Seguía sin entenderlo.

Él la miraba, como quien pierde algo que no busca, como quien empieza a darse cuenta de que hay besos que las palabras no explican, como quien entiende que las sonrisas se vuelven aire y como tal se escapan, como quien entiende que siempre hay un final para el que no se estaba preparado. Pero no lo entiende. No entiende nada. Sabía que la buscaba, que necesitaba su sonrisa, que jamás habría un verso que fuera capaz de explicar aquel beso, porque el final no era suyo sino de los dos... Sus palabras estallaron en su garganta antes de gritar:

¡Hoy me llamo beso!

Ella se detuvo en la escalera. Mirándolo sin permiso

Por última vez, el tiempo se detuvo. Pasó a su lado. El de ella y el de él. No estaban atados a sus sesenta segundos, a sus sesenta minutos, a sus trescientos sesenta y cinco días. A que no pasara nada y pasara todo. Él en su asiento y ella en su escalera. Con su pluma y con su carta. Sin saber dónde ir ni dónde estar. Sin preguntas. Sin paradas.

Los dos lo entendieron. El tiempo no pasaba si se miraban. Y seguían mirándose.

Fue un frenazo brusco el que separó sus miradas. ¡Última parada!, gritó el conductor. ¿La última parada de dónde? Su autobús no tenía última parada, por eso se había montado, porque no quería saber el final. ¿Qué pasaría si aquello tenía un final? ¿Dónde le llevaría? ¿Dónde acababa su tiempo? ¿ Y su beso? Pero lo más importante...¿dónde estaba ella?

Salió corriendo en dirección a la escalera. No había nadie. Perdone, la mujer que..., ¿Qué mujer?, preguntó el conductor incrédulo, ¿La mujer de la bufanda verde?, repitió con un tono más imperativo, Disculpe Señor, desde que usted subió al autobús, en la primera parada, no se ha subido nadie más, ha sido una noche muy fría, Pero ella...

Mientras Raúl volvía sobre sus pasos se le escaparon unas lágrimas. En el autobús no había nadie. Se sintió sólo. De nuevo se acomodó en su viejo asiento de plástico y encendió su radio. Los sueños no son más que sueños, se repitió a sí mismo, pero ya no se lo creía. Aquello no podía ser. No lo entiendo. Las estrellas seguían cayéndose. Cogió su pluma, la de él, y su carta, para ella. Se quedó soñando. Despierto...

Texto agregado el 16-04-2005, y leído por 138 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-04-2005 muy hermoso tu- beso, "...abrirse los ojos a los sueños..." eso debemos hacer todos. felicidades, me encantó ave-fenix
 
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