La mítica figura de Frida ha sido motivo de cientos de estudios, análisis e investigaciones. Su nacimiento como parte de la identidad de un México revolucionario y su expresión surrealista en el arte sin la influencia occidental son puntos clave de su historia que toca lo sorprendente y maravilloso.

Y con Frida, también el legendario muralista Diego Rivera. Estudiarlos como focos individuales del arte latinoamericano es una tarea prácticamente imposible. Porque cada uno de ellos lograron en su traumático encuentro la manera de reinventarse como personas, como amantes, como artistas, como actores políticos y sociales de su país.

Hacer un recuento biográfico de la vida de Frida Kahlo no viene al caso en este proyecto, se cuenta con gran cantidad de textos muy completos y que logran recoger de manera bastante veraz los capítulos más determinantes en la vida de esta artista plástica. Incluso, gracias a la gigantesca maquinaria de la cinematografía norteamericana, Frida ha vuelto a ser motivo de debates y discusiones, su legado se puso de moda una vez más.

Con un espíritu emprendedor, mutilado al ser condenado dentro de un cuerpo físicamente discapacitado, Frida encontró en el lienzo la única vía para escapar de la locura que implica nacer a destiempo, tener ideas a ratos novedosas y romper con los esquemas sociales y políticos propios de su época. Con lápiz en mano, atada a una cama y su cuerpo cubierto con yeso; Frida liberó la fuerza que la acompañó desde su nacimiento, sus ganas de luchar, de trascender a la escueta realidad de una familia tradicional.

El 17 de septiembre de 1925 ocurrió lo inevitable. El accidente que marcó el inicio de la muerte y de la vida entregada al arte. Frida y Alejandro Gómez Arias abordaron un autobús rumbo a Coyoacán. El contacto tan cercano con la muerte y las secuelas del choque, despertaron en Frida sus dotes para la pintura. Desde temprano había dado muestras de su talento pero no había sido tomado en serio hasta que comenzó a dibujar mariposas sobre el yeso que la dejaba inmóvil, debido a las múltiples fracturas que había sufrido.

Su padre, Guillermo Kahlo, fotógrafo y pintor, dispuso para Frida todas las herramientas necesarias para que siguiera trabajando en su arte. Un espejo sobre la cama fue la clave para comenzar con la serie de autorretratos que haría hasta su muerte. Y allí, a través de su cuerpo, de su propia imagen llena de dolor y frustraciones, nació una de las artistas de más renombre en América Latina y el mundo.

A pesar de que sus cuadros eran de formato pequeño en un principio, en ellos lograba plasmar sus más profundos pensamientos, sus más grandes temores y a la vez, la imagen que ella misma inventaría tiempo después como la enigmática y mítica Frida Kahlo: La máxima expresión de la identidad mexicana cuando la revolución manchaba de sangre las calles de su tan querida tierra natal.

Su encuentro con Diego Rivera determinó con mayor ahínco la manifestación folklórica de Frida. La mayor lucha de esta artista era entregarse al muralista incondicionalmente y sin límites, a pesar de lo tormentosa de la relación. Y para Diego, ya un pintor reconocido y que recorrió el mundo para mostrar su arte, la idealización de la mujer perfecta era la típica mexicana vestida como tehuana, con vestidos largos y coloridos, ostentosos accesorios y peinados extravagantes.

Es así como Frida abandonó la ropa masculina, los pantalones y camisas de mangas largas, para irse convirtiendo en el prototipo de la mujer mexicana. Un rescate de esa cultura que había sido dejada a un lado en el mundo que rodeaba a Frida, impregnado de gritos de guerra, marchas e himnos comunistas. Al complacer a Diego, al hacerlo feliz, buscaba la reivindicación de un pueblo oprimido.

Durante su vida no fue conocida como artista. Se sabía que pintaba, que hacía autorretratos, que su tendencia era surrealista; pero lo que la convirtió en el foco de atención del mundo intelectual y académico fueron dos razones: Ser la mujer del grandioso muralista Diego Rivera y sus atuendos que ya para ese entonces no eran considerados “típicos” de la mujer mexicana sino extravagantes.

Frida caminó tranquilamente por las calles de París y Nueva York con sus largos vestidos, con su imagen tehuana, perfectamente maquillada, con largas trenzas sobre la cabeza e inmensos collares dorados. Su accidentado caminar y sus desproporcionadas piernas ya no eran problema para ella. Con su ánimo eufórico y alegre sumado a su llamativa imagen, Frida había dejado atrás a esa pobre chica condenada a la discapacidad para ser admirada como una princesa azteca, como una muñeca mexicana, como una hermosa mujer.

De esa manera, captaba la atención de todos, que era uno de sus mayores sueños. Pero, sobretodo, la de Diego, su razón, su tercer ojo, su visión del mundo, su motivo de lucha. El muralista mexicano, con gran fama en el mundo entero, le gustaba ser el centro de atracción y encontró en esta imagen reinventada de una Frida que pasaría a la historia, la mejor herramienta para tal fin.

Y es así como con y sin lienzo, Frida encontró en su propio cuerpo el camino a la inmortalidad. En la mirada provocadora de cada uno de sus retratos y en el paso escandaloso de sus atuendos, despertó la idolatría de un México que la muestra orgullosamente como una de las artistas más importantes del siglo XX, motivo de inspiración para todos.