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Inicio / Cuenteros Locales / ggastello / Mario Benedetti: entre el exilio y el desexilio

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Uruguay en el año 1972. Bordaberry asciende al poder sin el consentimiento popular de sus compatriotas, comenzando “la nueva etapa [...] híbrido cívico-militar” (Baeza, 1976: 50) convirtiéndose en “el Presidente más o menos electo” (Baeza, 1976: 55). Mario Benedetti, escritor con tradición política de izquierda, le decía a su país herido: “todavía dura el terremoto, [pero] algún día vendrá la calma” (Benedetti, 1973). En esos días nacía una dictadura que mantuvo al autor de Primavera con una esquina rota lejos de su tierra natal durante más de diez años, tocando puertas de casa en casa a lo largo de cuatro países. Argentina, Perú, Cuba, España. Ese fue el mapa que Benedetti trazó hasta que en 1985 regresa a la tierra sureña que lo vio dar sus primeros pasos. Pero también fue el inicio de un dilema que en la actualidad sigue careciendo de respuesta: el exilio y el desexilio.

Añorar al país de origen, cooperar con el desarrollo cultural del país adoptivo, años después regresar al punto de partida y descubrir que nada se mantiene en su lugar, que los recuerdos tan celosamente guardados no pueden volver a la vida, que a pesar de las raíces siempre colgará de su cuello la palabra “extranjero”. Ese es el Benedetti post-dictadura, el hijo pródigo que regresó a su casa convertido en uno de los escritores latinoamericanos más leídos de nuestra región. El Benedetti exiliado y que luego se autodenominó desexiliado, es aquel que retorna a un suelo que le dejó de pertenecer cuando fue desterrado por circunstancias tan ajenas como propias. Sin arrepentimientos pero con los bolsillos repletos de nostalgia, Benedetti es uno de nuestros tantos escritores latinoamericanos que eligieron a la revolución como bandera:
Sencillamente, nos ha sucedido que en el trance de elegir entre revolución y literatura, hemos optado por la primera. La elegimos, es claro, sin abandonar ni renunciar a la literatura. La elegimos como razón de vida, como impulso, como motor creador de esa misma literatura (Benedetti, 1971: 68).


El exilio se convierte en un fantasma que rodea al escritor, una especie de musa inspiradora que no lo abandona, en un tema recurrente y reiterativo, en un motivo de análisis y reflexión, en la nueva denuncia del intelectual latinoamericano, en una diatriba. El Benedetti de la dictadura hablaba de revolución, el Bendetti post-dictadura habla del “viento del exilio”, de las huellas que van marcando irremediablemente a los países y su gente, que le abre un orificio a la memoria, que resulta en una gama múltiple de posibilidades y preguntas, de nuevos amigos, de nuevas luchas, de nuevas razones, un camino sin retorno. El exilio se convierte, tanto en Benedetti como en todos los intelectuales que fueron expulsados de su tierra por el poder intolerante, en el nuevo discurso literario de nuestra región. En definitiva, el exilio en América Latina es un tema que no se puede pasar por alto, que no puede pasar desapercibido, que no se puede obviar ni olvidar, mucho menos archivar en los rincones más ocultos de la memoria colectiva de nuestros pueblos, más aún en los del cono sur. El intelectual del exilio abre un paradigma, el del desarraigo, el de las raíces perdidas en el camino, el de la historia mutilada, el de los compañeros de lucha que no sobrevivieron a la transición, aquellos que resistieron desde su centro de operaciones, que resultaron presos, desaparecidos, torturados, asesinados. El intelectual del exilio asume una nueva voz, emprende una nueva batalla, una nueva reivindicación:
De vez en cuando es bueno
ser consciente
de que hoy
de que ahora
estamos fabricando
las nostalgias
que descongelarán
algún futuro (Benedetti, 1981: 36).

Los recuerdos del exilio y las consecuencias de la distancia se convierten en literatura, en pretextos para relatar historias desoladoramente reales o ficticias: “cuando el inspector me entregó los documentos junto a la escalerilla del avión, dijo: ‘Usted se va seguramente resentido con el gobierno, pero no tenga resentimiento con los peruanos’. Y me estrechó la mano” (Benedetti: 1992, 40). Porque esas anécdotas, las mismas que provocaron miedo o llanto, se volvieron poesía:
En los comienzos del exilio era
tan sólo el hueso de vivir distante
ahora es también el de morirse lejos
ya la nómina tiene cuatro o cinco
la soledad el cáncer y los tiros
acabaron con ellos y quién sabe
cuántos más son ahora tantos menos
en el país errante (Benedetti, 1981: 97).

La poesía, el cuento y la novela del exilio son producto de una realidad inviolable, inolvidable, esa que no se puede esconder. Porque “la realidad condiciona al ánimo, y éste, al generar la palabra, expurga la realidad; pero la expurga modificándola, haciéndola más brutal o más etérea, menos rampante o más soterrada, o sea imaginándola y convirtiéndola, al imaginarla, en otra realidad que es artificio” (Benedetti, 2001: 17). El escritor uruguayo dice que “el olvido está lleno de memoria” y es ahí cuando el exilio, esa experiencia triste y pedagógica, aparece con historias y personajes que recobran vida en la literatura. En el caso de Benedetti, como él mismo lo dice, el exilio es una condena a cadena perpetua, esa condición de extranjero jamás se pierde aunque se regrese al país de origen:
En uno de mis libros puse como epígrafe una frase de Álvaro Mutis, que dice que uno está condenado a ser siempre un exiliado, y creo que es cierto. Afuera uno se siente herido, ajeno, y cuando regresa también se siente exiliado, porque uno ha cambiado y el país también ha cambiado. Ha cambiado hasta el paisaje, la mirada de la gente... sigue siendo el país de uno, se lo quiere como el país propio, pero la relación es distinta. Entonces se siente nostalgia por ciertas cosas del exilio, que tiene que ver más que nada con las personas (Martínez, 2000).

Sin embargo, el exiliado se apropia de una nación mucho más grande que la perdida: “como decía José Martí, la patria es la humanidad. En todos los países, en los que uno ha estado y en los que no ha estado, hay que gente que [...] son como compatriotas de uno. La patria de cada uno está formada de esa gente. Porque en el propio país ha habido también torturadores, corruptos, y esos no son compatriotas míos” (Martínez, 2000). Así lo dijo Benedetti en una entrevista concedida al diario El Clarín, cuando cumplió sus ochenta años, hablando del exilio como una experiencia que se sigue viviendo aunque hayan pasado dos décadas de su regreso a Uruguay.

Antes y después del exilio

Difícilmente podemos recordar al Benedetti antes del exilio. De hecho, muchos de nosotros ni siquiera lo conocimos. Podemos leerlo en novelas como Quién de nosotros, La Tregua o Gracias por el fuego. Pero ese Benedetti, el oficinista, el uruguayo común, se perdió en el camino. Ejemplo de ello es que antes de su exilio, para el escritor el año 1959 fue determinante:
El año 59 fue decisivo, no sólo para mí, creo que también para todos los latinoamericanos; no sólo para la gente de izquierda, sino también para la gente de derecha. Algo aconteció en este año que cambió la relación de fuerzas, los puntos de vista, las actitudes humanas, y fue la Revolución cubana. En un país como el nuestro, que había estado tan de espaldas a América, mirando a Europa especialmente, más que a Estados Unidos, ese acontecimiento fue un sacudón decisivo y en relación, hasta más dramático que en otros países de América Latina. Significó un serio tirón de orejas para todos nosotros, los intelectuales, que estábamos muy encandilados con los europeos. Para mí fundamentalmente, representó la necesidad de ponerme al día conmigo mismo, y en ese sentido hubo toda una etapa de autoanálisis y de autocrítica con respecto a las actitudes que había tenido hasta ese momento. La Revolución cubana me sirvió también para comunicarme con mi país, para ver de una manera distinta el Uruguay, y fruto de eso son, evidentemente, ciertos cambios que se establecen en el orden literario (Ruffinelli, 1976: 27 – 28).


Ese Benedetti, el solidario con Fidel Castro y la revolución, el que por el derrocamiento de Batista cambió de manera vertiginosa su visión literaria, resulta extraño, ajeno, distante. Actualmente, en algunas entrevistas sigue hablando de Cuba, pero con la vaga tranquilidad que dan las nuevas preocupaciones, el reestablecimiento de prioridades. Su nueva lucha, su nuevo discurso, es el del intelectual que regresa despojado de su nido, de su centro, de su mundo, de su fuente. El exilio marcó un rumbo distinto para Benedetti, evidenciándose en su producción literaria en todos sus géneros:
Cada día me siento más inmerso en esta realidad y en consecuencia me afectan más los problemas cotidianos, los encuentros y desencuentros con antiguos compañeros, las declaraciones de los políticos y, a veces, sus alianzas inesperadas, sus fidelidades rotas, sus astucias y tozudeces. Otro motivo de esa inmersión es que se ha producido un cambio en mi desexilio (Benedetti, 1996: 228).


Ese desexilio del que habla en Andamios y que provocó un giro irrefutable en su brújula le proporcionó cierta madurez, le abrió los ojos. La Revolución cubana dejó de ser una revelación. En una entrevista otorgada a La Jornada en 1997, doce años después de su exilio, Benedetti habló de Castro y de Cuba con una mirada crítica, ese joven y sorprendido escritor había quedado atrás: “no tengo una patria política. El papel de Cuba es y sigue siendo muy importante para toda América Latina porque fue la primera que un país [...] se rebelara frente a la presión estadounidense. Y bueno, no siempre se ha acertado en lo que ha hecho la Revolución cubana” (Abelleyra, 1997).

Esa madurez, ya mencionada, en Benedetti a partir de la desterritorialización, es reconocida por él mismo en el 2000, en una entrevista con el diario El Clarín en la que el tema del exilio y el desexilio fue el centro de atención, tal como ha sucedido desde que dejó Montevideo para salvar su vida y su obra. Al preguntarle si siente rencor por “ese pedazo de vida que le cambiaron”, respondió:
La pasé muy mal, me amenazaron de muerte, me separaron de mi ciudad, de mi mujer, y sólo por algún azar me fui salvando, pero no por hacer concesiones. Yo hubiera preferido no tener que recurrir al exilio, y sin embargo, en cierta forma el exilio me ayudó. Por un lado, empezaron a interesarse por mis libros, me hizo ser más conocido y eso hasta me permitió un alivio económico. Además, he aprendido mucho de la gente que fui conociendo en los diferentes países donde tuve que vivir. No de los gobiernos, porque de ellos no se aprende nunca nada, pero de la gente sí. Es como un fenómeno de ósmosis: uno le da a ese pueblo lo mejor que tiene y ese pueblo le devuelve cosas a uno. Esa proximidad, ese intercambio enriquecedor y evidente, me ha cambiado para bien, me ha hecho madurar, me ha quitado cierta tentación de hacer juicios demasiado apresurados sin que las cosas se asienten (Martínez, 2000).

Desde 1977 en adelante, Benedetti comienza a ejercitar esas vivencias, esos recuerdos, en la literatura. Es así como escribe libros de cuentos, poemarios y novelas alrededor de este tema: Con y sin nostalgia, Geografías, Despistes y franquezas, Buzón de tiempo, Primavera con una esquina rota, Andamios, Pedro y el capitán, El desexilio y otras conjeturas, entre otros. Los detalles y las cotidianidades de la tierra perdida van tomando una nueva forma, convertida en literatura:
El intelectual, como cualquier exiliado, tiende a menudo a idealizar el país y el ámbito de los que ha sido privado. Hábitos o simples datos que no tenían mayor significación, de pronto se convierten en paradigmas, en virtudes incanjeables, en paraíso perdido. De ese modo se anula o se desdibuja la noción rigurosa de ese pasado, ya que la verdad es que algunos de aquellos rasgos, hoy tan añorados, incluyeron los gérmenes de una derrota que siempre aparece ligada a la inquerida diáspora. Por el contrario, otros elementos de la etapa transcurrida, que todavía hoy parecen ásperos e inconfortables, permiten entrever la clave de un rescate (Benedetti, 1996: 90).

El carácter subversivo de Benedetti es un puente que une su producción literaria antes y después del exilio. Su actividad política se intensificó en los años 70 y ha continuado hasta la actualidad, pasivamente pero con esa actitud de lucha que lo identifica. De hecho, en el año 1973 sostuvo una extensa conversación en Buenos Aires con Jorge Rufinelli, ambos coincidieron en la capital argentina al ser “dos ejemplos de la diáspora intelectual uruguaya” (Ruffinelli, 1976, 27). En dicho encuentro, Benedetti delimitó tres experiencias que hasta ese entonces habían marcado su vida desde el plano político y social: su viaje a los Estados Unidos, “que me muestra el verdadero rostro del imperialismo” (Ruffinelli, 1976: 36); su estadía en Cuba, donde vivió experiencias que “para mí fueron sumamente importantes desde el punto de vista formativo” (Ruffinelli, 1976: 36); y su participación política en Uruguay, porque “de algún modo se da un fenómeno dialéctico en esto, y mi experiencia en el Uruguay es una especie de síntesis” (Ruffinelli, 1976: 36). A todo esto se le suma el exilio de doce años y su regreso a Montevideo.

¿Subversivo o crítico? Tal vez ambos

En su antes y después del exilio, el carácter subversivo de Benedetti no cambia, en el fondo sigue siendo el mismo, pero el giro en su vida a partir de la diáspora se trasluce en su producción literaria. En novelas como La Tregua o Gracias por el fuego (publicadas en 1960 y 1965 respectivamente) se lee a un Benedetti crítico frente a la sociedad uruguaya del momento, que describe con soltura la cotidianidad del montevideano común de clase media. Paralelamente, maneja en sus ensayos su posición política adherida al proceso cubano de Fidel Castro y su preocupación hacia los regímenes democráticos decadentes de derecha en los países del cono sur. Pero en 1982, cuando publica Primavera con una esquina rota, ese Benedetti en proceso de maduración por el exilio logra fusionar ambas tensiones literarias, la subversión se toma de la mano con la lírica y a partir de su rasgo más definido en la escritura, es decir la cotidianidad, describe al uruguayo común desde otro punto de vista, desde otro lugar, desde la derrota y el aislamiento, desde la huída, desde la renuncia a su libertad y a su patria. Entre los desvaríos que atacan a Santiago Aguirre, protagonista de Primavera con una esquina rota, y que los transforma en cartas dirigidas a su esposa Graciela, queda plasmada esa nueva cotidianidad que ataca al montevideano común que lucha contra la dictadura y que paga dicho atrevimiento con la suspensión de su libertad:
Uno tendría que automedicarse la risa como un tratamiento de profilaxis sicológica, pero el problema, como te imaginarás, es que no abundan los motivos de risa. Por ejemplo: cuando me hago cargo del tiempo que hace que no los veo: a vos, a Beatriz, al Viejo. Y sobretodo cuando pienso en el tiempo que acaso transcurra antes de que los vuelva a ver. Cuando mido ese valor del tiempo, no es como para reír. Creo que tampoco para llorar. Yo, al menos, no lloro. Pero no me enorgullezco de ese estreñimiento emocional. Sé que mucha gente de aquí de pronto suelta el trapo y llora inconsolablemente durante media hora, y luego emerge de ese pozo en mejores condiciones y con mejor ánimo. Como si el desahogo les sirviera de ajuste. De manera que a veces lamento no haber adquirido ese hábito. Pero quizá tenga miedo de que si me aflojo, mi resultado personal no sea el ajuste sino el desajuste. [...] Esto no quiere decir que no padezca angustias, ansiedades y otros pasatiempos. Sería anormal si, en estas condiciones, no los padeciera. Pero cada uno tiene su estilo. El mío es tratar de sobreponerme por la vía del razonamiento. La mayoría de las veces lo logro, pero en cambio otras veces no hay razonamiento que valga (Benedetti, 1992: 29 – 30).

El Benedetti del exilio y desexilio mantiene las mismas luchas: contra el imperialismo, contra los movimientos de derecha, contra los gobiernos injustos. Y aunque dice que “no tengo una actitud subversiva, sino crítica”, que está del lado de los perdedores pero que no tiene vocación de derrotado (Abelleyra, 1997), desde sus inicios ha nadado contra corriente, contra el sistema. Con personajes de visión progresista antes de su exilio, como es el caso de Martín Santomé y Laura Avellaneda en La Tregua, o con personajes que sufren los cambios repentinos de la diáspora, como Graciela de Aguirre y Don Rafael Aguirre en Primavera con una esquina rota; Benedetti plasma en su obra precisamente ese lado subversivo, ese bando de los perdedores, como lo es en el caso de la mayoría de los pueblos de América Latina (con excepción, evidentemente, de Cuba y de allí su admiración hacia Fidel Castro).

En Andamios, que para el autor es su ejercicio más profundo acerca del exilio, el personaje principal se sumerge en una cotidianidad distinta a la de Santiago, Graciela, Don Rafael, Beatriz y Rolando Asuero. Ese nuevo mundo del que regresa, ese nuevo paradigma, la nueva ruptura de la utopía:
Lo que sí tengo en común con Javier, el personaje de Andamios y con tantos desexiliados (una palabra que inventé), es que uno encuentra un país distinto al que dejó. Son 12 años con una dictadura y las dictaduras no pasan en vano. Además, por fortuna uno es distinto, de modo que hay encuentros y desencuentros en el regreso y uno tiene que ir asimilando esa vuelta e ir normalizando la relación. No es fácil, pero si hay afecto, solidaridad y comprensión de ambos lados, va mejorando con el tiempo. No es lo mismo mi ubicación hoy en Uruguay que cuando en 1985 volví del exilio. Hoy me siento más integrado, pero sigo con los ojos bien abiertos (Abelleyra, 1997).

En esta novela, la última que ha escrito hasta el momento, Benedetti sigue con la voz de quien denuncia y en este caso, aquel que no logra volver al caudal de lo que era su vida pasada, su vida antes de la dictadura, antes del exilio, antes del desexilio. Incluso, Andamios aparece como aquella urgencia de contar las penurias, los cambios, los desajustes. Antes de iniciarla, el autor hace la aclaratoria: “hasta ahora mis novelas habían nacido sin introito, pero resulta que no estoy muy seguro de que este libro sea una novela propiamente dicha (o propiamente escrita). Más bien lo veo como un sistema o colección de andamios” (Benedetti, 1996: 11). En la última página, el autor se despide con el fragmento de un poema de Juan García Hortelano, agradeciéndole al lector:
Yo sólo quiero decir
lo que debéis escuchar.
Gracias por haber oído
como quien oye nevar (Benedetti, 1996: 349).

Denunciando, criticando o rebelándose contra algo, la literatura de Benedetti funciona como túnel del tiempo, como un viaje gratuito hacia un sentimiento común de la generación del boom, de aquellos intelectuales de izquierda que se fueron de sus respectivos países y que fueron acumulando casi traumáticamente recuerdos, nostalgias, tristezas. En Andamios se siente la necesidad de contar algo, del fluir de una conciencia a la intemperie de la solidaridad ajena. En Primavera con una esquina rota, en cambio, la urgencia de narrar las desventuras de un vano intento de reajuste en tierras extrañas. Con el lenguaje sencillo y directo que se ha convertido en su tarjeta de presentación, Benedetti nos transporta melancólicamente a una realidad que para muchos no nos pertenece, pero que la historia la adjudica como nuestra. Las nuevas generaciones podemos contagiarnos y sumarnos a los fantasmas del desexilio.

Primavera con una esquina rota: el discurso del exilio

Por el juego de voces narrativas o el conmovedor relato de recuerdos que permanecen en carne viva, Primavera con un a esquina rota se puede considerar como una de las novelas donde se expresa con mayor claridad el discurso del escritor exiliado latinoamericano. Escrita en Palma de Mallorca entre octubre de 1980 y octubre de 1981, fue publicada por primera vez al año siguiente y en 1987 recibió el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional. En la actualidad, junto con La Tregua y Gracias por el fuego, sigue siendo una de las obras más leídas de Benedetti.

Con seis voces narrativas distintas en constante interacción, esta novela habla de la profunda conmoción que los acontecimientos políticos provocan en las relaciones personales. A través de su experiencia individual, Mario Benedetti traza el dolor y la ternura alrededor del exilio en un Uruguay bajo la dictadura. Santiago Aguirre, el personaje principal de la historia, lleva cuatro años en la cárcel uruguaya llamada Libertad. Su familia (Graciela, Beatriz y Don Rafael) viven exiliados en Argentina. La ficción y la realidad se fusionan de manera imperceptible entre la nueva cotidianidad de los personajes y los testimonios del propio autor sobre su exilio y el de muchos de sus compañeros de lucha.

El título habla de la primavera, que aunque mutilada, finalmente llega para ocupar el lugar de un invierno aparentemente inacabable. A lo largo de la historia, esa palabra va tomando forma propia y se convierte en una especie de hilo conductor. En primavera aprehendieron al protagonista y sonaba la Primavera de las Cuatro Estaciones de Vivaldi en la radio cuando murió Mercedes, su madre. Alrededor de esta imagen primaveral, los personajes van intercambiando visiones distintas de una misma realidad. En el caso de Santiago, es el encierro el lugar desde donde habla:
Esta noche estoy solo. Mi compañero (algún día sabrás el nombre) está en la enfermería. Es buena gente, pero de vez en cuando no viene mal estar solo. Puedo reflexionar mejor. No necesito armar un biombo para pensar en vos. Dirás que cuatro años, cinco meses y catorce días son demasiado tiempo para reflexionar. Y es cierto. Pero no son demasiado tiempo para pensar en vos. Aprovecho para escribirte porque hay luna. Y la luna siempre me tranquiliza, es como un bálsamo. Además ilumina, así sea precariamente, el papel, y esto tiene importancia porque a esta hora no tenemos luz eléctrica. En los dos primeros años ni siquiera tenía luna, así que no me quejo. Siempre hay alguien que está peor, como concluía Esopo. Y hasta peorísimo, como concluyo yo (Benedetti, 1996: 11).

Por su parte, Graciela de Aguirre, esposa del protagonista y el principal motivo de sus sueños de libertad, se enfrenta a una realidad muy distinta: el exilio. Una nueva vida le abre el camino, pero ella no logra despojarse de lo que dejó en Uruguay. Entre la soledad y la admiración que siente por su esposo, es sorprendida por una gama de sentimientos no permitidos pero inevitables. Aparece la figura de Rolando Asuero, uno de los mejores amigos de Santiago y compañero de lucha, quien al estar también exiliado en Argentina surge como la posibilidad de llenar el espacio vacío que dejó Santiago al caer preso por sus ideales políticos. El conflicto del exiliado toma un rumbo más sentimental, más íntimo, incluso hasta desconocido para aquellos que no han pasado por esa experiencia. Conflicto que agudiza la problemática del exiliado, quien no sólo se debe enfrentar al cambio radical de paisajes, de gentes y costumbres, sino al de sensaciones que nacen con culpa y remordimiento:
Vos sabés que buena pareja hicimos Santiago y yo. Sabés también qué identificados estuvimos siempre en lo político. Los dos estábamos en lo mismo. Aunque él esté en cana y yo esté aquí. Cuando se lo llevaron, creí que no podría soportarlo. Nuestra unión no era sólo física. También era espiritual. No tenés idea de cómo lo necesité en los primeros tiempos. [...] La cosa no es tan fácil. Yo lo sigo queriendo. ¿Cómo no voy a quererlo después de diez años de una excelente relación? Y me parece horrible que esté preso. Y tengo plena noción de lo que su ausencia significa para la formación de Beatriz. [...] El problema es que la obligada separación a él lo ha hecho más tierno, y a mí en cambio me ha endurecido. Para decírtelo en pocas palabras (y esto es algo que no lo confieso a nadie, y hasta me cuesta confesármelo a mí misma): cada vez lo necesito menos (Benedetti, 1996: 69).

Por su parte, Don Rafael Aguirre –padre de Santiago y confidente de Graciela- surge como ese fluir de conciencia del intelectual exiliado. Es escritor, pero en su proceso de adaptación a la nueva realidad, termina trabajando como maestro. Inicia una relación sentimental con Lidia, una joven argentina quien escucha detenidamente la historia que va envolviendo a los personajes. Entre el sentimiento de culpa por no ocupar el lugar de su hijo en la cárcel, sufre el exilio tratando de adaptarse a su nueva realidad e insiste en ocultarle la verdad a Santiago sobre los sentimientos de Graciela y Rolando hasta que salga en libertad:
Santiago se ha quejado a Graciela de que hace tiempo que no le escribo. Y es cierto. Pero ¿qué decirle? ¿Que lo que le ocurre es una consecuencia de su actitud? Eso ya lo sabe. ¿Que me siento un poco culpable de no haber hablado suficientemente con él (cuando todavía era tiempo de hablar y no de tragarse las palabras) para convencerlo de que no siguiera ese camino? Eso quizá no lo sepa a ciencia cierta, pero quizá se lo imagine. También ha de imaginarse que, de haber tenido él y yo esas discusiones en profundidad, él habría seguido de cualquier manera la ruta que en definitiva eligió. ¿Que cada vez que me despierto en la noche no puedo evitar la aprensión, la sensación o la mala intuición, qué se yo, de que acaso a esa misma hora lo estén torturando, o se esté recuperando de una sesión de tortura, o preparando para las próximas, o maldiciendo a alguien? Tal vez no tenga ganas de imaginar una cosa así. Demasiado tendrá con su propio suplicio, su propio aislamiento, su propia angustia. Cuando uno soporta sufrimientos propios no tiene necesidad de adjudicarse dolores ajenos. Pero yo a veces imagino que a Santiago le están aplicando la picana en los testículos y en ese mismo instante siento un dolor real (no imaginario) en mis testículos. O si pienso que le están aplicando el submarino, literalmente me ahogo yo también. ¿Por qué? Es una historia vieja, o mejor dicho una vieja señal: el sobreviviente de un genocidio experimenta una rara culpa de estar vivo (Benedetti, 1996: 46 – 47).

Con el trasfondo humorístico que también ha caracterizado a la narrativa de Benedetti, surge Beatriz –la hija de Santiago y Graciela- para contar desde la visión de una niña de diez años las condiciones del exiliado. Aparece con un aire fresco e inocente, propio de la infancia, pero a su vez es el relato más conmovedor de la historia. Beatriz, con sus ojos bien abiertos y con cierta precocidad, va descubriendo su nuevo mundo:
A mi mamá no le gusta la primavera porque fue en esa estación que aprehendieron a mi papá. Aprendieron sin hache es como ir a la escuela. Pero con hache es como ir a la policía. A mi papá lo aprehendieron con hache y como era primavera estaba con un pulóver verde. En la primavera también pasan cosas lindas como cuando mi amigo Arnoldo me presta el monopatín. El también me lo prestaría en invierno pero Graciela no me deja porque dice que soy propensa y me voy a resfriar. En mi clase no hay ningún otro propenso. Graciela es mi mami. Otra cosa buenísima que tiene la primavera son las flores. [...] Graciela, es decir mi mami, porfía y porfía que hay una cuarta estación llamada elotoño. Yo le digo que puede ser pero nunca la he visto. Graciela dice que en elotoño hay gran abundancia de hojas secas. Siempre es bueno que haya gran abundancia de algo aunque sea en elotoño. [...] Donde está mi papá llegó justo ahora elotoño y él me escribió que está muy contento porque las hojas secas pasan entre los barrotes y él se imagina que son cartitas mías (Benedetti, 1996: 25 – 26 – 27).

Completando el círculo está Rolando Asuero –llamado por Santiago el duque de endives-, quien asume el exilio con menores conflictos. Va narrando su cotidianidad desde pequeñas imágenes (mirándose al espejo, la resaca luego de una noche de farra, vagos recuerdos de sus compañeros de lucha antes de irse del Uruguay); pero el hecho de enamorarse de Graciela y convertirse en su amante le da cierta profundidad a lo largo de la novela. Contradice a Don Rafael, porque considera que es mejor contarle a Santiago toda la verdad, pero guarda silencio. Un silencio que lo va oscureciendo con remordimientos, consumiéndose con su deslealtad:
A esta altura Rolando Asuero ha dejado de preguntarse. Se ha fabricado a puñetazos una respuesta y además está sinceramente convencido. Ahora sólo resta ir al aeropuerto y enfrentar el pasado, el presente y el futuro todo junto. Probablemente Graciela tiene razón y lo mejor sea improvisar. Improvisar sobre un tema fijo, claro está. Pero qué hacer cuando llegue Santiago y se abrace de ella y de Beatricita como de sus razones y sinrazones de vida. Qué hacer. Dónde poner las manos. Hacia dónde mirar. Qué hacer cuando Santiago abrace a Rafael y éste le acaricie un poco la nuca porque es un gesto propio de esa generación en retirada. Y sobre todo qué hacer carajo cuando lo abrace a él y le diga qué suerte duque que estés aquí, en el avión venía pensando en vos, habrá que empezar a rejuntar el viejo clan, qué te parece. Y qué cara pondrá Graciela cuando él la mire, en mitad del abrazo, por sobre el hombro de Santiago. Sin embargo, cree que los peores momentos van a venir después, cuando Graciela por fin se lo diga y el recién llegado empiece a reconstruir la escenita del aeropuerto y se halle ridículo a más no poder y se desprecie y nos desprecie porque todos sabíamos el libreto menos él y empiece a rehacer los besos que le dio a Graciela frente a mí y el abrazo que me dio frente a Graciela y va a ser muy duro remontar ese pasadito que queda ahí nomás a pocas horas. Cómo convencerlo de que todo se fue haciendo solo, de que nadie lo premeditó, de que aquel viejo compañerismo de los siete fue de alguna manera el caldo de cultivo de este acercamiento y en definitiva de este amor. Porque es amor, Santiago, y no aventurita, esto es lo bueno y lo jodido, piensa Rolando, es lo que después de todo nos justifica humanamente a Graciela y a mí pero también lo que convierte a Santiago en obligado perdedor (Benedetti, 1996: 208 – 209).

Finalmente, Benedetti relata de manera autobiográfica sus propias experiencias en el exilio –cuando comienza a escribir Primavera con una esquina rota está a tres años de volver a su tierra natal- dándole al lector una especie de tregua entre el conflicto de los personajes de la obra. Ahí el autor nos cuenta esas historias que lo inspiraron a construir esta novela, ahí nos demuestra la verosimilitud de los protagonistas y sus peripecias, de los desvaríos de Santiago y Don Rafael, del descubrimiento inocente de Beatriz, de la culpa agonizante de Rolando y Graciela. En ese espacio, el autor nos demuestra que la ficción es vivida, que él y sus compañeros de lucha pasaron por ese camino, que las anécdotas se convierten en literatura, como sucedió con su misterioso amigo periodista de seudónimo “H.”, que gracias al apoyo de la Organización de Naciones Unidas (ONU) pudo exiliarse en Bulgaria durante la dictadura de Bordaberry:
Vivía solo, lejos de su mujer y de sus hijos, pero seguramente había hecho amigos entre los búlgaros, gente cálida y acogedora, amiga de los tragos nobles y sentimentales, y habrá disfrutado de esas increíbles avenidas, con canteros rosas, que se encuentran a lo largo y a lo ancho de esa linda tierra que es la de Dimitrov, claro, pero también la de mi amigo Vasil Popov, que hace más de diez años escribió y publicó un cuento muy tierno sobre dos tupamaros que encontró una vez en el ascensor de un hotel habanero. [...] Sí, seguramente se habrá acostumbrado al yoghourt (fermentos casualmente búlgaros) y a los popes y al café a la turca, que a mí me resulta insoportable. Pero aun sí habrá sentido la inquerida humillación de estar solo y de mirarse cotidianamente al espejo con nuevo asombro y vieja resignación (Benedetti, 1986: 95 – 96).

Y es que el Benedetti del pre y post exilio ha mantenido el mismo sistema creativo para su producción narrativa: convertir la cotidianidad en literatura. Antes de Bordaberry, el autor contaba el día a día del montevideano de clase media de ese entonces: el oficinista. La mayoría de sus cuentos, poemas, novelas y ensayos que escribió antes de los años 70, rondan con bastante cercanía ese tema, porque “alguna vez dije, medio broma medio en serio, que el Uruguay es la única oficina en el mundo que ha alcanzado la categoría de República” (Martínez, 2000). A partir de 1973, cuando el escritor comienza su peregrinaje por cuatro países, la cotidianidad de Benedetti cambia y, por ende, la cotidianidad de sus personajes es distinta. Continuó narrando las peripecias del montevideano de clase media de ese nuevo contexto: el exiliado. Para él, esto es una limitación, porque “me siento muy inseguro si me salgo del montevideano de clase media. Ese es el territorio que yo conozco” (Martínez, 2000). Un territorio mutilado por un sistema antidemocrático, pero reconstruido a través de la literatura, llenando los vacíos con lírica y poesía, haciendo de la nostalgia un material publicable.

Textos consultados

Abelleyra, Angélica. Mario Benedetti: el poder no se deja influir por los intelectuales. México D.F., La Jornada, 1997.

Baeza, Francisco. Siempre al pie de la letra en Recopilación de textos sobre Mario Benedetti. La Habana, Casa de las Américas, 1976.

Benedetti, Mario. Viento del exilio. México D.F., Editorial Nueva Imagen, 1981.

Benedetti, Mario. Andamios. Buenos Aires, Seix Barral, 1997.

Benedetti, Mario. Subdesarrollo y letras de osadía. Madrid, Alianza Editorial, 1987.

Bendetti, Mario. Primavera con una esquina rota. Barcelona, Pocket Edhasa, 1996.

Benedetti, Mario. El ejercicio del criterio. Buenos Aires, Seix Barral, 1996.

Benedetti, Mario. Las prioridades del escritor. La Habana, Casa de las Américas, 1971.

Benedetti, Mario. El terremoto y después. Montevideo, Bolsilibros Arca, 1973.

Benedetti, Mario. La realidad y la palabra. Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, 2001.

Martínez, Ezequiel. Los ochenta años del autor uruguayo. Buenos Aires, Clarín, 2000.

Ruffinelli, Jorge. La trinchera permanente en Recopilación de textos sobre Mario Benedetti. La Habana, Casa de las Américas, 1976.

Texto agregado el 15-04-2005, y leído por 7780 visitantes. (0 votos)


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