El día amaneció frío como de costumbre, pero mi sorpresa fue en la tarde cuando varios niños llegaron a la casa. Este gran espacio solitario, rodeado de alaridos constantes y aburridos que no delatan otra cosa que el vacío. Comencé a llamarlos, para jugar con ellos, pero sus miradas eran de miedo, de desconfianza y a ratos de respeto.
Emocionado me movía y me seguía acercando, percibir su aroma era esencial para conocerlos un poco y saber a qué atenerme. Se veían simpáticos, pero nada abiertos para hacer nuevos amigos. Eso sí, con los dos pequeñines de nuestro grupo era distinto. Supongo que se sentían identificados con su juventud. A ellos sí los acariciaron, los corretearon y los seguían buscando.
Mientras los niños gritaban y se columpiaban, saltaban la cuerda y se atiborraban de golosinas, yo me arrinconé en una esquina, disfrutando un poco de mi desgracia, de su rechazo, de su indiferencia. El más travieso de los niños comenzó a llamarme, con un tono dulce: Ven bonito, ven. Me acerqué, con mucho cuidado, bajé la cabeza y me dejé tocar por él.
Poco a poco, el resto de los invasores siguieron el ejemplo de su líder y así con el resto de mis compañeros. Le preguntaban a los dueños de las casas por nuestros nombres y luego los repitieron tanto que nos tenían enloquecidos, confundidos, aturdidos. Eran varios los niños y no sabíamos a cuál de ellos hacerle caso.
La puerta comenzó a abrirse, nosotros gritando, varios automóviles entraron. Más invasores, pero esta vez, no eran chicos sino grandes. De esos odiosos que sólo saben beber y fumar mientras hablan un sin fin de barbaridades. Con el tiempo he aprendido que entre esa gente llega alguien que nos ama y no nos deja quietos, mientras hay otros que nos tratan con asco y el resto que ni se percata de nuestra existencia.
En esta ocasión, llegó una chica no muy mayor pero tampoco joven, que se enamoró de mí a primera vista. Al principio me pareció divertido recibir algo de cariño, unas caricias sobre mi cabeza y uno que otro beso. Luego me cansó de tanto consentimiento. Siempre andaba detrás de mí, admirándome, diciéndole a los dueños de la casa que quería llevarme con ella.
¡No! Pensaba yo, aquí soy feliz aunque me pierdo en la monotonía. Siempre me ha gustado la vida tranquila. Pero esa mujer insistía: Me lo llevo conmigo, lo voy a secuestrar. Pero la muy ignorante ni se atrevía a preguntarme qué era lo que yo quería. Cuando lo hizo, la miré fijamente con desagravio pero ella entendió lo contrario: ¿Vieron? ¡Se quiere venir conmigo! Se supone que debe ser inteligente, pero no.
Encendieron las brasas, comerían luego. La música sonando y mientras los niños corrían los adultos iniciaban su racha de chistes grotescos. La joven se olvidó un rato de mí y comenzó con mis compañeros. Era menos efusiva pero igual los molestaba: Los amo, los adoro, me encantan. En un momento de descuido, nos reunimos y acordamos que si el acoso continuaba, la demandaríamos a mordiscos para que nos dejara tranquilos.
La comida hecha, nosotros alistados a la espera de alguna sobra que accidentalmente cayera al suelo y ellos disfrutando de su manjar. Los niños primero, los adultos después y nosotros... nada. Uno que otro pequeño nos miraba con cierta lástima, teníamos ojos tristes y a veces nos atrevíamos a sollozar silenciosamente. Cuando nos ofrecían un trozo de la carne perfectamente asada y humeante, no faltaba alguna madre chillona que interrumpía: No mi vida no, no le des nada a ellos.
El que persevera vence dicen por allí, pero no se aplica en este caso. Sentados, parados y abordando la mesa esperamos pacientemente la bondad de alguno de esos intolerables mortales que reían, gritaban y se ayudaban solidariamente para dejar todo en perfecto orden. Ni siquiera la chica fastidiosa volteó a vernos. En realidad, no hay que ser injustos. Ella defendió a uno de los pequeños de nuestro grupo, el más impertinente de ellos, que rondaba las sillas y enloquecía bajo la mesa hasta que uno de los adultos lo apartó fríamente con el pie y dijo: Este es un pesado.
Sin embargo, tanta comida, tantas sobras y nosotros muriendo de hambre, condenados al olvido, sufriendo la muerte en vida mientras observábamos envidiosos la fortuna ajena. Llegó el final, todos decidieron entrar a un salón más cómodo para seguir charlando ¡Era la oportunidad que estábamos esperando! Nos apartamos disimulados, atentos al momento indicado para lanzarnos sobre lo que dejaran sobre la mesa. La dueña de la casa con una olla recogió todo, hasta la última migaja: Hay que tener cuidado para que ellos no se lo coman.
Un día más, una noche más, una velada más, una fiesta más y nosotros fracasados como de costumbre. Conformes ante nuestros platillos repletos de pequeñas galletas con sabor a tierra, a nada. Cuando uno de los automóviles llegó al comienzo, en seguida oriné sobre una de sus llantas. La gente reía, era una gracia. No sabían que era mi previa venganza. |