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Desperté de pronto, escuché disparos, miré el reloj, eran las cuatro de la mañana del viernes pasado. Sin encender la luz y con suma cautela me asomé a la ventana, escuché voces, una de ellas conocida. Esta vez se tardaron dos semanas en encontrarme, me sorprende su habilidad, esta vez había cambiado de nombre, de color de cabello, cambié mis lentes por unos de contacto y me dejé crecer la barba. Ni yo mismo me reconocía al mirarme en el espejo. Pero ellos me encontraron dos veces más rápido que la última vez.

Estaba confiado, pero no en extremo. Por eso aún no había desempacado. Casualmente había caído rendido la noche anterior, así que tenía puesta la misma ropa. Me puse los zapatos, el reloj, tomé el bolso y vi de nuevo por la ventana, no había nadie, no se escuchaban las voces. Caminé silenciosamente hacia el cuarto de Ernesto, ya no estaba. Yo también tenía que irme. Recorrí rápidamente el apartamento, estaba solo, lo que significaba que a Ernesto no lo habían atrapado, sino que había escapado antes que yo.

Abrí la puerta (maldije repetidas veces cuando recordé que a la manilla le faltaba aceite) y di un pequeño vistazo escaleras arriba y escaleras abajo. No se escuchaba un alma, pero percibí un olor extraño, definitivamente estaba cerca. Así que dejé la puerta abierta, no tenía tiempo para devolverme.

Decidí ser predecible esta vez, bajé las escaleras. Me detuve a pensar un momento, no sentía ni escuchaba nada, mucho menos veía algo, todo estaba en tinieblas. Sin embargo, tenía la certeza de que estaban cerca, y venían por mí. Habían perdido interés en Ernesto desde hace mucho tiempo, lo vigilaban simplemente de manera preventiva.

Pero mi cabeza tenía precio, un precio altísimo. Mi cabeza significaba un cargo pesado para el comisario y yo lo había burlado tantas veces que esto ya se había convertido en un asunto personal, un punto de honor.

Allí estaba, paralizado, petrificado y con la mente en blanco. De repente, sus ojos vinieron a mi memoria. Era Lucía, mi bella vecina del piso tres, ella sabía el paquete en el que estaba metido.

Claro, ella es periodista, conocía mi historia de cabo a rabo y desde el primer día, cuando nos topamos en el ascensor, me reconoció. Tardó mucho para decirme que sabía quién era yo. Una semana exacta. Pero, en seguida, hicimos amistad (mucho más que eso). A ella le fascina el peligro y estar con un perseguido político como yo era el máximo de los placeres. Y cómo negarme si es, aún, la mujer más hermosa que he visto en mi vida.

Así que el contacto fue inmediato, sin preguntas, sin expectativas, sin ilusiones. La simple acción del momento (de los muchos momentos). Bajé hasta el piso tres y toqué suavemente su puerta. No me escuchaba. Susurré su nombre varias veces, esperando que me escuchara a través de la puerta. No quería tocar el timbre, pero el tiempo corría y la incertidumbre era insoportable, así que me persigné y toqué, una sola vez.

Ella escuchó y entendió de inmediato la situación, ya que no respondió sino que abrió, aunque con desconfianza, su puerta. Se asomo con cautela y al verme, me dio paso. Sin preguntas.

Estaba oscuro, pero no tropecé ni una sola vez. Siete días de entrar y salir es más que suficiente para recordar la ubicación de las cosas. Le pedí un lugar seguro para esconderme, pero no me tomó en serio, para ella era una exageración de mi parte. Me convenció y nos acostamos en su cama, era de imaginarse lo que estaba buscando. No la detuve. Me gustaba demasiado y pensé que tal vez yo sí estaba exagerando en mi paranoia, así que aproveché la invitación para relajarme un poco.

Hoy viernes, una semana después, pagaron el precio de mi cabeza. El comisario está dando una conferencia de prensa. Su nuevo cargo ya fue anunciado. Y sé que ese justo momento con Lucía, esa repentina despedida, me costó la libertad, la cabeza, la vida.

Ella era espectacular en la cama, definitivamente la mejor de todas. Y esa última vez fue, sencillamente, indescriptible. Le gustaba abrazarme al final y a mí cerrar los ojos y ponerme a pensar.

Pensé en mi vida, en mis discursos callejeros y clandestinos, en mis publicaciones ofensivas contra el Gobierno, en mis llamados a paro general, a desobediencia contra las autoridades. No me arrepiento de nada, ni siquiera ahora. Si tuviera la oportunidad, lo volvería a hacer. Sin duda alguna.

De repente, sentí algo duro y frío en mi cabeza, a la altura de la sien. Abrí los ojos paralizado (Lucía seguía abrazándome) y lo vi, era la voz conocida, mi eterno cazador, al fin había obtenido su tan buscada presa.

Pero, mi verdadero castigo, a pesar de todo lo que sucedió después de mi captura, fue escucharlo decir: “Te tomaste muy en serio el trabajo esta vez, cariño”. “No empieces con tus celos otra vez”, respondió Lucía. De allí en adelante, reinó el silencio.

Texto agregado el 15-04-2005, y leído por 266 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
10-09-2005 malo lo que le ocurrio al compañero aquel, perdio la cabeza por un par de piernas, fea cosa, muy fea, buen cuento muy bueno ***** curiche
31-05-2005 bueno, no puedes jugar con fuego sin correr el riesgo de quemarte; otra entrega espléndida, felicidades amiga --vINcHO--
21-05-2005 Y si, la traición dolió más que la captura y, por lo que a mí respecta, la traición duele más que la muerte misma. Gran relato. mariaclaudina
18-05-2005 Concuerdo con Aradi, el titulo me predijo el final!. Pero sinceramente me encanto!. Gracias por invitarme a leer lo que escribis!. BeLLaTrix
16-05-2005 Me gustó. El único problema que le veo es que el título hace previsible el final...! Aredi
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