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Ahora que encuentro la tumba de los dos virtuosos de la paz me acuerdo de la leyenda que tanto me había contado mi honorable padre. Me la contó tantas veces que ya la conozco de memoria. Con cada palada van surgiendo las frases.

En los tiempos de la dinastía Chu, en el reino de Con Chu, el soberano tenía dos hijos a los que amaba con devoción. Pero era el hijo menor al que más cariño tenía. El mayor, en vez de sentir celos de su hermano, unía su afecto al del padre y lo cuidaba y protegía como si su madre fuera. El menor, por su parte, en lugar de convertirse en un necio mimado a causa de las caricias constantes, se esforzaba día con día en hacerse merecedor de tal privilegio.

Al morir el rey, los hermanos huyeron, cada quien por su lado. El mayor sabía que, si se quedaba, sería coronado rey, y de esta manera mancillaría la memoria de su padre, quien seguramente hubiera preferido al menor como heredero. El menor por su parte sabía que, si se quedaba, sólo estorbaría en el justo derecho que tenía su hermano de convertirse en monarca de Con Chu. Y así, sin legítimo sucesor, el reino se sumió en la guerra civil más cruenta de la que se haya tenido noticia.

Sin embargo, la gente de Con Chu aún tenía la esperanza de que los hermanos regresaran algún día y que trajeran consigo la paz tan ansiada. Todos reconocieron el sacrificio que habían hecho los hermanos el uno por el otro, y aceptaron la guerra como el destino del reino.

Hay quien dice que nunca nadie más los vio. Otros aseguran que se encontraron en el exilio y que, amargados por la cruel fortuna de su pueblo, murieron de tristeza. Algunos más manifiestan que su santidad los convirtió en estrellas y que, por eso, en Con Chu se aprecia en las noches un baile de luceros que avanzan brillantes y luego se apagan. Son muchas las historias, pero todos están de acuerdo en una cosa: el día que alguien encuentre a los hermanos, ese día habrá paz y nunca más desaparecerá.


Aquí están sus restos, frente a mis ojos, después de tanto tiempo de búsqueda, los dos virtuosos de la paz, abrazados y fundidos en un beso eterno, dos esqueletos que se confunden como si uno fuera, dos restos de la santidad narrada tantas veces por mi honorable padre. Siempre dudé de la veracidad del relato, siempre pensé que era tan sólo una leyenda. Ahora creo que por fin tendremos paz, que los mongoles desaparecerán para siempre. Hoy será el día más feliz de mi padre y de mi pueblo.

Coloco suavemente en el palanquín a los dos virtuosos de la paz. Los transporto con cuidado, procuro no moverlos mucho. Mi sonrisa se borra cuando veo mi casa en llamas, a mi honorable padre calcinado. Lo último que oigo es el crujir de los huesos al caer al suelo.

Texto agregado el 15-04-2005, y leído por 138 visitantes. (0 votos)


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