Se vio allí, pasmado e inmóvil como una gran estatua griega creada por imposibles dioses para quienes el arte humano es sencilla matemática, quienes pueden crear los más bellos mundos con sus divinas mentes. Jorge respiraba agitadamente, dejando derramar el vapor de sus rojizos labios, de su implacable lengua autodestructora, hacia el nebuloso aire impregnado de la cegadora venda blanca de la ciudad, mezclándose así con ella y volviéndose un número, una entidad más en la estrecha calle que se vislumbraba delante de sus ojos temerosos. Y, con ellos apretados como cielos oscurecidos, intentaba a olvidar las razones, los tiempos que estaban a sus espaldas y que, hoy, dejaba arrastrado en una simbólica niebla en su más mísero ser.
Pero ya venía, se acercaba velozmente. Podía sentir la vibración del frágil suelo a sus pies que hacía temblar todo su cuerpo en un baile de regocijó y de relajamiento, el baile que invocaba el momento, la situación que rotaría su vida y recompensaría la tormentosa desconexión a tan sólo pasos de su negadora presencia.
Al cabo de sólo momentos allí, delante suyo, se impuso el gigantesco bus, ágil, resplandeciente y lleno de vida, como las aves de ensueños inalcanzables para el hombre, que inmigraron desde lejanos territorios para venir a posarse finalmente frente a los admirados y lacrimosos ojos de ese mismo hombre, de ese mismo niño, de ese vil humano.
Ese vil humano era Jorge.
Miró hacia ambos lados, nervioso y casi instintivamente, cerciorándose de que no quedaran fragmentos hirientes, pedazos regados a través de la inmune niebla que serpenteaba la calle de lo que alguna vez fueron sus antiguos recuerdos, transparentes y frágiles como los infinitos mares cálidos en donde la luna coquetea consigo misma en su máxima expresión de vanidad individual. Ya terminada su contemplación, decidió arrojar un último suspiro, un último beso a sus raíces, y subir al bus de una vez por todas.
Se acercó decididamente al bus, pero apenas dado el primer paso, subido el primer escalón, vislumbró dentro del bus. A lo lejos, el abstracto pasillo, comenzó a beber por las ventanas de la misma niebla que traspasaba su temblorosa alma y se perdía a lo lejos, fusionándose completamente junto a las ráfagas cobardes de sus ojos, alterando el espacio intolerante de su presencia en una vorágine absoluta, una vorágine que le tendía a Jorge lo que menos se había esperado. Todo había cambiado, la niebla era parte ahora de su vida y de su alma, la misma venda blanca que cubría su vida. Pero nunca lo predijo, nunca pensó que alterarían su renegado viaje para ahogarlo nuevamente. El apego a una muerte sencilla lo estaba abrasando.
Acabó con el doloroso y punzante ritual de la primera subida para entonces detenerse delante del tornado que lo llamaba hacia sus cálidos pero calcinantes brazos como perdidas y esperanzadas luces al final de un oscurecido túnel en las que las destellantes lágrimas del ojo luminoso cegaban la desesperación de salvación para moldearlo en un enorme terror. Había llegado demasiado lejos en el pensamiento, pero ya no había paso atrás. El momento era decisivo y Jorge mismo había decidido por fin estar allí, en ese lugar, en ese exacto segundo, en esa situación.
Y se arrojó al infinito.
Y el bus nunca partió. |