A los tres días alguien se acordó que existía y preguntó por ella. Un tufillo desagradable de origen impreciso ahondó las sospechas, contagiando a todos los vecinos que arrendaban piezas en esa casona inmensa y de abigarradas tonalidades. El más osado se acercó a la puerta de la minúscula habitación y golpeó suave con sus nudillos famélicos. –Señora Parra. ¿Está usted allí? El silencio siguió a sus palabras, pero un silencio de ese contenido, expectante, aguardando en las bocas circulares de las mujeres, presto para transformarse en exclamación. El que preguntaba, lo volvió a hacer y esta vez golpeó la débil puerta con su puño cerrado como un mazo. No hubo respuesta, por lo que uno de los vecinos propuso descerrajar la cerradura. Algunos dijeron que eso no era correcto puesto que la señora bien podría haber viajado a algún lugar e invadir su privacidad era un grave delito. Todos recordaron entonces que la rutina de la vieja no había variado en tres años, salía sólo para comprar sus pocas cosas y luego se encerraba en su pieza a tejer, leer y acaso soñar. Primó la opción más radical y el más macizo de los vecinos tomó impulso y arremetió contra esa puerta algo desvencijada, la que al conjuro del brusco impacto franqueó el paso a las miradas curiosas. Un grito de horror, un ave maría purísima y hasta uno que otro sollozo escaparon de los labios de esos seres ansiosos ante el triste espectáculo que se presentó ante sus ojos. La anciana yacía tendida en el piso, surcado su rostro por un rosario de hormigas que peregrinaban sacrílegas y desentendidas sobre el cuerpo yerto.
-¡Está muerta!-lloriqueó una de las mujeres y se persignó apresurada como si con ese gesto, se sacudiera de algún resto de culpa. Los más diligentes trataron de acomodarla sobre su lecho pero un señor más entendido en la materia recomendó que no se tocase nada y que era preciso que alguien llamara a quien correspondiese. ¿Detectives, carabineros, un médico (Para que si no la iba a resucitar)?
El asunto es que después de un buen rato, apareció un médico forense acompañado de su ayudante, tomaron muestras del cadáver y ordenaron que fuese puesto en su cama. Allí se quedó la pobre fallecida recostada con un gesto patético en su rostro por lo que una vecina misericordiosa la cubrió completamente con una sábana. Otra vecina encendió una vela y la colocó sobre su velador. Más tarde una mano caritativa depositó un ramo de flores blancas a un costado del lecho y esperaron todos muy conmocionados que aparecieran los de pompas fúnebres para introducirla en un sencillo ataúd y velarla como corresponde a buenos cristianos.
Al parecer, la anciana estaba completamente sola en este mundo ya que no hubo nadie que se presentase como pariente. Las vecinas habían hurgado entre sus pertenencias buscando alguna dirección o un número telefónico, pero no se encontró ninguna pista que las condujese donde un familiar. Una fotografía casi desvanecida del todo mostraba a una mujer joven que abrazaba a la que parecía su pequeña hija. El retrato bien podría corresponder a la finada pero ¿Quién era la niña? ¿Existiría o simplemente se había desvanecido a la par con la fotografía? Un vecino que tenía algo de poeta y mucho de investigador, sólo contemplaba a la anciana con una atención conmovedora. Repasó las comisuras de los labios de la occisa, las huellas más concluyentes de su existencia. Eran estas marcas, dos tajos profundos a cada lado de sus labios contraídos y plagados de profundas arruguitas. El hombre dedujo que la mujer vivió muchos años con la angustia corroyendo su corazón. Al parecer aguardaba con cierta esperanza que apareciera esa mujer que posiblemente era su hija. Después de bastante tiempo, llegó la resignación, la soledad se aposentó en su espíritu. Más tarde se dedicó a examinar sus ojos entrecerrados y tuvo la certeza que un dolor atenuado por el consuelo encontrado en alguna religión, trajo un poco de paz a su torturada existencia. Pero aún así, sus pupilas después de muerta, delataban su profunda melancolía, producto de miradas reflexivas tratando de visualizar algo ya extinguido. ¿Acaso su hija aún viviese pero en algún lugar muy alejado? Tal vez en su postrera mirada interior vio dibujada la silueta imprecisa de ese ser que le insuflaba fuerzas y al mismo tiempo se las quitaba. El informe forense dictaminó que la mujer había fallecido víctima de un paro cardiorrespiratorio. Pero el poeta fue más allá y elaboró su propia deducción de la siguiente manera:
Muerte ocasionada por la soledad ciega
intensa y aposentada en todos los resquicios
de su alma indefensa y acribillada por los
recuerdos, parásitos informes que atacaron
su ser infinitamente melancólico,
sus ojos, eslabones acuosos de la cadena,
atisbaron tratando de medir la distancia
que existe entre una esperanza sin asidero
y un corazón roto a golpe de rutina,
de lágrimas empantanadas y de manos vacías.
Acaso hoy sonría en algún lugar más amable
o sólo sea pena desintegrándose barrosa
para mañana ser el polvo que pregona vientos
señora Parra, descanse usted en silenciosa paz
que nosotros verteremos las dádivas que otros,
los suyos acaso, las esculpieron en la roca mustia.
Este poema quedó prendido a modo de epitafio en la modesta cruz que señalaba el lugar en que la pobre anciana encontraría la paz eterna. Los vecinos le rezaron un padrenuestro, algunas mujeres, las mismas que nunca se acercaron a brindarle una palabra de aliento, esta vez derramaron sinceras lágrimas, llorando más por su propia indolencia que por la mujer que yacía bajo tierra.
Al otro día, una vez vaciada la pieza de la anciana y desechados sus trastos o repartidos entre los vecinos, el dueño colocó un destacado cartel en la puerta de su casa que decía: “Se arrienda vivienda a persona sola”…
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