Algo se estremece bajo mis ojos. Un olor a flor marchita se eleva de entre las sábanas y una grisácea neblina recorre cosquilleante la espina dorsal de la ciudad que cabecea, ronronea, descansa. Como siempre no consigo dormir. Veo las sombras que el árbol hace en la pared que tengo frente a mí, donde las ramas proyectadas rascan su porosidad. Estoy recostado sobre mi cama y puedo sentir espasmos sincopados en mi piel, temblores cosquilleantes en los huesos, vibraciones pequeñas en la planta de pies y manos. Ahora acabo de darme cuenta de que en realidad la pared no es tal sino que es el techo. Y ahora pregúntome cómo demonios se proyecta la sombra de una rama en el techo si para empezar no hay árbol alguno fuera de la ventana que no existe del cuarto al que no pertenezco, que nunca he visto. Y comienzo a elevarme del colchón, cual vil escena del exorcista. Entonces comprendo que estoy soñando. O eso o estoy bajo el efecto de alguna nueva droga. Pero no, es un sueño. Últimamente he estado muy original en el campo onírico. Pues ahí está que llego al techo, flotando, y pongo mis manos para detenerme. Y se da que el techo se convierte ahora en suelo y yo ahí, tiradote como inútil, estúpido militar, haciendo lagartijas. Uno, dos. Uno, dos. Me levanto, póngome en pie en el neopiso, frío y ahora ondulado, como superficie ruffliana (de ruffles); me caga de la risa lo que sueño mientras camino por un pasillo que muestra cuadros de pinturas hechas con sangre y chocolate, algunos también presentan imágenes de naturaleza muerta hecha con chapopote y mierda que, según el tríptico que ha aparecido en mis manos, fue excretada por los autores. Había hasta uno de una cubana hecho con su propia sangre menstrual, el cual fue también un performance pues los cuadros fueron hechos frente al público en un centro de cultura disidente de aquella bizarra isla.
Poco a poco he abarcado todas las salas llenas de pinturas. Ahora llego a la última en donde se halla un sillón individual de piel, color negro. Frente a el hay un teatro para títeres hecho de cartón, sólo que el tamaño del mismo revela que los muñecos han de ser del tamaño de una persona de estatura promedio. Mientras me acomodo en el de piel negra, en efecto, una persona, para ser más específicos, una mujer, por cierto hermosa y muy potable, sale desnuda asomando sus tetas mordisqueables en el borde inferior del teatro/cajaderefrigerador, que ahora es una televisión en blanco y negro. Aprieto un botón del control remoto, antes tríptico, y lo que se proyecta en la pantalla hace que se me ponga bien dura: la chava se masturba frenéticamente con un cirio. Se aprieta los pezones y pasa su lengua por la comisura de sus labios. Y el cirio grotesco hasta adentro. Entonces me doy cuenta de que estoy desnudo. Que desde el principio he estado desnudo y con la verga bien parada, porque ahora que recuerdo, no fue precisamente con las manos que hice las lagartijas, je.
Ahora lo que sigue es algo difuso, difícil de distinguir. Pero es la parte de mi sueño más rica en sensaciones. Ella se ha salido de la tele; el cirio lo ha sacado lentamente, acostada frente a mí, lu-bri-ca-dí-si-mo. Se para y coloca en una base para cirios el mismo. Ella desnuda, ella sonriente, ella en puntitas saca un cerillo de una cajita de cotonetes que colgaba de un hilo, ¿ahí estuvo siempre?, me distraigo, y lo raspa en una nalga, el fósforo prende, la llama se ondula en cámara lenta y no es ni roja, ni naranja ni amarillita con azul, sino que es en blanco y negro, como la pantalla de la tele que ahora es una pantalla de cine en la pared, como la de Somoza en su novelita. Y en esta se proyecta a Linda Lovelace en acción, con su tan querida por miles, Deep Troath. Y yo con la picha bien en alta. Así que ella se monta sobre mí. Lentamente recorre sus labios vaginales alrededor del grosor de mi pene, apretando mis venas, succionando muy rico. Sube y baja lento, apretando. Mientras Lovelace se atraganta de semen, ella galopa a todo lo que da, subiendo y bajando el capuchón que me quedó por no tener la circunsición, apretando más en la parte del glande, que se hincha, que se acalambra y que explota lechoso y disparando esperma fosforescente que puedo ver entrar en su cuerpo, recorriendo su vientre. Lo veo porque ahora su piel es transparente y veo sus órganos. Su corazón que no late, manchado por mis lechazos. Quiero sonreírme con ella pero al buscar su rostro no encuentro indicio alguno de que ahí hay una cara. Donde debería haber ojos, boca, nariz, sólo hay piel lisa, sin poros siquiera: un rostro plano. Entonces ella menstrua, más bien se le viene una hemorragia torrencial y luego se caga encima de mí y se orina mientras ríe, se baja de mi cuerpo, se saca de mí, hace una reverencia a un público que no veo pero que aplaude frenético y dice: ¡Esto ha sido un performance! Y yo despierto, ahora sí, en mi cama, con los gritos foráneos, en la calle, de un vendedor de frutas, de naranjas a 30 el 100 y de plátano macho marchanta y evidentemente, como es de esperarse, todo manchado por otro pinche sueño húmedo medio mafufo.
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