Faltaban quince minutos para las 20. La avenida Las Heras desbordaba de autos y peatones. Varias veces había visto cambiar el paisaje que me rodeaba. No sólo afuera, cuando después de cabecear una y otra vez producto del sueño acumulado, miraba desorientado por la ventanilla en busca de alguna señal o cartel conocido que saliera a mi auxilio. También dentro del colectivo las cosas se transformaban mágicamente en cada abrir y cerrar de ojos. En cuestión de segundos, la señora que ofrecía lapiceras y hebillas por colaboraciones a voluntad, se convertía en un gordo de bigotes anchos y camisa transpirada que calmaba la ansiedad de los pasajeros ofreciendo tres alfajores a “la módica suma de un pesito nada más”.
Un día antes, el caso Bellusio había sacudido a la sociedad. No existía persona ajena a la historia del joven secuestrado, al que le amputaron dos falanges de un dedo y se los enviaron a sus padres para intimarlos a pagar el rescate. Algunas familias, victimas directas de la inseguridad reinante en esta ciudad con malos aires, habían organizado un “cacerolazo contra la violencia” y, desde la radio, se invitaba a todos a participar de la protesta pacífica desde cualquier rincón del país.
Cuando el colectivo doblo en Junín en dirección a la avenida Santa Fe controlé el reloj. La aguja menor, sobre el ocho, parecía esperar ansiosa a que su compañera se posara definitivamente en el doce. Llegaba tarde, sin embargo, no me preocupaba. Había algo más importante que se me estaba pasando por alto. Después de todo, interrumpir con mi demorada presencia la clase “magistral” de investigación periodística me resultaba algo habitual para esa altura del año. Cerré los ojos unos segundos más.
Un ruido molesto me asustó y desperté aturdido. “Estamos en directo desde la Quinta presidencial de Olivos, en donde las cacerolas comenzaron a sonar al compás del descontento popular, que reclama un país más seguro”, relataba a mis oidos el movilero radial. Me saqué los auriculares y descubrí que el tenebroso eco que me había sobresaltado tenía origen el las palmas de una joven, sentada tres lugares más delante. Sus manos, ya fuera de la ventanilla, luchaban contra el viento para chocarse. Cada aplauso estallaba como si fuese un último y desesperado grito de auxilio. Era morocha. El pelo recogido con un rodete dejaba al descubierto su rostro, que alternaba luces y sombras dependiendo de cláxones o silencios.
Ningún pasajero acompañó su reclamo, aunque no existió uno sólo que no haya prestado atención a semejante papelón. Es que, si algo teníamos en común la mujer del primer asiento que llevaba a su hijo en brazos, el muchacho de anteojos oscuros y peinado desmechado a la moda, la pareja de abuelos sentada justo antes de la puerta y yo, era nuestra inocultable condición de argentinos. Con todo lo que esa pertenencia implica pero, por sobre todas las cosas, con la cultura del “que dirán” en la sangre. Cultura que se dedica a devorar, día a día, derechos y utopías bajo una clara premisa: No hacer el ridículo.
Dos chistidos bastaron para que su atención se concentrara en el espejo ubicado arriba el chofer. Detrás del nombre “Carlos”, escrito en blanco con letras góticas, surgió un represivo movimiento de cabeza hacia los costados. A la negativa, se le sumó un “métase adentro por favor”, suficiente para inundar sus grandes ojos verdes. El conductor la miró, levantó los hombros intentando justificar su pedido y sonó la bocina tres veces en señal de adhesión a la protesta. El gesto fue suficiente para que los ojos de la joven desbordaran un caudal de lágrimas. Las gotas comenzaron a llover, entonces, sobre sus mejillas.
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