Corrieron en dirección contraria al patio de formación, mientras sonaba la campana que ponía fin al recreo de mediodía. Los patios de juego y las canchas de fútbol se despoblaban de alumnos lenta y caóticamente, permitiendo que la fuga fuera prácticamente imperceptible. El piterío de los auxiliares de seguridad empezó cuando alcanzaban su primer objetivo: el muro perimetral del colegio. Bordearon el mismo hasta llegar a la esquina; los altos arbustos colaboraban con su misión, ocultándolos satisfactoriamente de cualquier mirada inquisidora; los cómplices celebraron su audacia y la facilidad con la que lograron burlar la autoridad colegial. Sin embargo, luego de algunos minutos, tanta celebración parecía ilógica, pues había transcurrido un cuarto de hora desde el inicio de las clases y ellos continuaban mirándose las caras detrás de los arbustos, en cuclillas.
“Y ahora….que?”, fue la inevitable pregunta. Ricardo trató de medir visualmente la altura del muro. “Cuatro metros…no, cuatro y medio…” concluyó, exageradamente. Si bien el follaje de los arbustos les proporcionaba la seguridad de no ser vistos a distancia, corrían el riesgo de ser descubiertos por alguno de los sempiternos auxiliares, que se caracterizaban por aparecer – en el momento menos imaginado - donde nadie los esperaba. Por lo tanto, los fugitivos tenían que resolver la mejor manera de trepar ese muro, salvar aquel obstáculo que los separaba, apenas por algunos centímetros, de la ansiada libertad.
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Eduardo y Ricardo eran alumnos del mismo salón, pero parecían pertenecer a dos mundos totalmente distintos: Eduardo era una suerte de “nerd” fuera de lo común (característica ajena a cualquier “nerd” promedio); y Ricardo solía prestarle más atención al fútbol y a dibujar que a las clases. Sin embargo, ninguno de los dos formaba parte de algún grupúsculo definido, eran una suerte de parias dentro de las pequeñas sociedades que suelen formarse en los colegios. Aunque sólo hacía unos meses sus conversaciones se hicieron más frecuentes, creyeron descubrir que tenían mil cosas en común; detalles que los convencieron que estaban formando una nueva sociedad, una especie de alianza intelectual, sólida e invencible.
Las últimas semanas de clase se hacían largas; si bien las clases habían sido interrumpidas por la preparación de las festividades de medio año, la asistencia al colegio era obligatoria por parte del alumnado. Incluso algunos profesores comenzaron a faltar a clases, siendo reemplazados por algún profesor extra, equipado con su respectivo crucigrama. En conclusión, una clase de fin de bimestre era una desordenada reunión social supervisada por alguna soñolienta autoridad que de vez en cuando gritaba” ¡Bajen la voz!, “¡Quédense tranquilos, caramba! “ó “ ¡Nicolás, deja de jalarle las trenzas a Meche o te mando a la dirección, gran flauta! “…
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Ese miércoles prometía ser un día especial; aunque corría ya la mitad del otoño, hacía aún un calor achicharrante capaz de inquietar el ánimo de cualquiera. Durante la primera hora, el profesor Martínez leyó un cuento que nadie escuchó; el gordo Augusto y Juan se orinaban de risa de los chistes rojos que les narraba Pepe por debajo de la mesa; y Nicolás se entretuvo soplando bolitas de sémola embabadas a la cabeza de Meche con el tubo de plástico de su lapicero “Bic”. Pero a partir de la segunda hora, y debido a - una mayor - ausencia de profesorado debido a una “oportuna” celebración magisterial en el auditorio del colegio, se informó al alumnado que compartiría la supervisión de un auxiliar de seguridad (extraña mezcla de curaca –por lo exageradamente tradicional y autoritariamente agresivo de sus costumbres punitivas – con Starsky y Hutch – por lo radiantemente huachafo de sus hábitos de vestir) con la clase vecina. La misma que estuvo incontrolable; hecho que obligó a dicho individuo a abandonarnos prácticamente toda la hora. Esto le proporcionó al salón de clase una atractiva característica de libertad, cualidad que el grupo optó por mantener quedándose callados.
Fue entonces cuando comenzaron a funcionar, con sumo recato, las ya mencionadas sociedades y sus infaltables diálogos. Y fue entonces que Eduardo y Ricardo iniciaron una de sus largas y animadas conversaciones sobre diversos temas, que iban desde la sensibilidad y definición de los instrumentos de viento y percusión cuando aparecía Darth Vader en escena hasta las excelsas bondades que el efecto produce sobre el balón a la hora de los tiros libres. Cada uno tenía siempre algo trascendente que decir y parecían complementarse eficazmente, pues no se producían divergencias o interrupciones entre ambos. Este paralelismo de opiniones los convenció de que poseían un nivel superior al de sus demás compañeros, que estaban facultados de una madurez poco común y de una inteligencia rara vez vista en chicos de su edad. Dichas conclusiones produjeron en ambos estiramientos triunfalistas, metafóricas rascadas de barbilla y burguesas miradas sobre un salón habitado por el populacho. Concluyeron, por lo tanto, que merecían mejor suerte que la de quedarse entre tanto subdesarrollo; que les correspondía cambiar de ambiente de manera drástica e inmediata. Y, al terminar la aburrida hora de clases, llegaron a la conclusión de lo absurdo e inadmisible de continuar allí sentados cuando había mil y un proyectos interesantes en las que podrían embarcarse en ese mismo espacio de tiempo.
Ricardo propuso pedirle consejo a Nicolás, debido a que tenía la fama de haberse fugado incontables veces desde primero de media. Sin embargo ambos desecharon dicha propuesta pues les resultó inadmisible que Nicolás pudiera superarlos en ingenio y creatividad para organizar un eficiente escape. Por fin, acordaron que se irían al término del recreo grande, trepando el gran muro ubicado al lado de los camerinos, en el área de deportes.
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Había que trazar el plan; el asunto a resolver era “la combinación del grado de inclinación e impulso sobre el soporte horizontal para lograr un efectivo incremento de potencia en la trepada; además, de definir la mejor posición para asegurar la tensión adecuada de los antebrazos en el momento de enlace y posterior impulso en el salto final”.
Definitivamente, no era nada del otro mundo, habían resuelto el problema en un dos por tres. Ricardo recordó haber escalado imponentes cerros con su padre fuera de la ciudad. Conocía el significado del esfuerzo físico y el valor del apoyo y la confianza del compañero frente a cualquier dificultad durante la excursión; y la recompensa de llegar a la cima y contemplar el hermoso paisaje que los circundaba, desde todo lo alto: era una sensación indescriptible, era la victoria del hombre sobre la naturaleza. El descenso era siempre un recorrido satisfactorio en el que era posible comprobar las dificultades sorteadas durante el ascenso. Al llegar al pequeño pueblo, inicio del recorrido, eran recibidos con algarabía por los residentes – era extraño tanto júbilo, pues ellos realizaban caminatas mucho más complicadas para ir a los pueblos vecinos - que les ofrecían amablemente su casa para comer o descansar. Cierta vez decidieron aceptar la invitación y quedarse a dormir, pues les faltaba cuerpo para regresar a la ciudad. Coincidentemente, esa misma noche se celebraba un importante fiesta para la que se prepararon fuegos artificiales, se montó un escenario frente a la casa del alcalde y la orquesta musical del pueblo organizó un festival compuesto por un colorido repertorio.
“Pero nada como los campamentos con los Scouts”, mencionó Eduardo. Eran un relajo total; incluso recordaba que se había metido en ese grupo con el lugar preciso para armar el campamento, las diferentes patrullas se organizaban para realizar toda clase de actividades durante el día: armar las tiendas de campaña y prepararlas para las inspecciones, seguir al líder de la patrulla para la presentación oficial de la patrulla y el izado de la bandera nacional y el símbolo scout, cocinar los alimentos (Eduardo no pudo evitar terminar esta frase con una mueca de asco al recordar que dichas comidas fueron siempre intragables). Sin embargo, era el anochecer de la jornada lo que todos esperaban: se realizaban entonces todo tipo de competencias entre patrullas, reuniones donde se escuchaban chistes de todo calibre, se prendían grandes fogatas y, finalmente, para coronar el día, cada patrulla designaba - por horarios - a un representante de su equipo para realizar la guardia nocturna; es decir, la protección de todas las tiendas del campamento. Se iniciaban entonces las rondas y el momento de preparar chocolate caliente, a la luz de las linternas de kerosén, y a prepararse para dos truculentas horas de cuentos de terror…
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- Resumiendo: Tú me haces patita de gallo para que yo pueda alcanzar el borde del muro; yo me agarro del fierro ese de la esquina, te jalo y nos fuimos, compadre – propuso Ricardo.
- Pero… que pasa si no me puedes jalar –preguntó Eduardo – yo peso más que tu…
- Si pues, es cierto; pero yo soy más ágil para trepar. Además, ni que tuviera que jalar al gordo Augusto…
Eduardo accedió con una sonrisa acompañada de una ineludible mueca. Juntó sus manos y se preparó para recibir el pie izquierdo de Ricardo. Este se apoyó y tomó impulso para alcanzar el esquinero de fierro oxidado ubicado en la esquina, sobre el muro, que en vez de proveer seguridad e inviolabilidad parecía haber sido diseñado precisamente con el objeto de hacer más fácil la misión de escape.
Una vez arriba, Ricardo dirigió una rápida mirada hacia el patio principal; aunque comprobó que no los observaba nadie, una sensación de miedo e intranquilidad se apoderó súbitamente de él…
- Ya compadre – dijo Ricardo- agárrate nomás.
Eduardo se incorporó; pero, luego de haber estado largo rato en cuclillas, sintió un estremecimiento que lo hizo encogerse nuevamente. No fue un movimiento intencional, si no más bien un movimiento nervioso natural, que no le impidió imaginar que obedecía a un tipo de energía negativa.
- Sorry… –aclaró Eduardo –me acalambré.
- Apúrate cuñao, dame tu mano…¡¡¡al toque!!! – enfatizó Ricardo.
Estiró la mano hasta alcanzar la de Eduardo y comenzó a jalar… pero comprobó que su amigo había resultado ser demasiado pesado. Respiró hondo tres veces y dio un fuerte tirón: esta vez consiguió una serie de dolorosos conejos en la columna. Por su parte, Eduardo le metió un mayúsculo rodillazo al muro, en su torpe intención de escalarlo; entonces soltó la mano de Ricardo y volvió a refugiarse entre los arbustos.
- ¡Oye, para que te escondes, si me ven a mí nos descubren a los dos! – exclamó Ricardo, ya exasperado – Vamos, hay que tratar otra vez. Pero te voy a dar mi otro brazo… y esta vez, apóyate en el zócalo, pues…
Eduardo se apeó ahora del otro brazo de Ricardo y comenzó la cuenta hasta tres, sin despegar el ojo del zócalo que le serviría de apoyo. Ricardo, que había adoptado una nueva posición, se concentró en jalar nuevamente a su amigo. Al concluir la famosa cuenta, Eduardo se impulsó con mayor éxito que en la primera ocasión y Ricardo experimentó también cierto progreso… pero sólo consiguió que la mano izquierda de Eduardo llegara al borde del muro y se sintió totalmente agotado para volver a intentarlo. Pero la cara de Eduardo adquirió tal expresión de exaltación que Ricardo lo volvió a coger y, de pronto, se dejó caer hacia el otro lado del muro, jalando exitosamente a su cómplice hasta que su pesado cuerpo se ubique en el borde del muro.
- ¡Ya huevón, salta ya! – gritó Ricardo, convencido de que medio colegio los estaba observando.
- ¡Ay… Auu! - exclamó Eduardo, a la vez que se rasguñaba las rodillas con el tarrajeo de concreto del muro.
Luego de tanto esfuerzo y dolores, Eduardo había logrado colocar la pierna izquierda por encima del muro. Ricardo soltó el esquinero y el brazo de Eduardo, de los que estaba sujeto, y se desprendió del muro, cayendo sin mayor dificultad sobre el suelo. Eduardo, por su lado, se movió lentamente hasta quedar colgado, ya hacia la calle, y dio una ojeada hacia el suelo. De pronto, su rostro se colmó de un súbito, incontrolable e innecesario terror: ¡Imaginó que su cuerpo se encontraba a diez metros del suelo! Ricardo lo carajeó exasperado: el guachimán de la casa vecina podía verlos en cualquier momento y tirarles dedo. Pero Eduardo seguía prendido al bendito muro; por su mente se cruzaban imágenes de parapente, montaña rusa y terribles accidentes automovilísticos en carreras de fórmula uno. De pronto, Ricardo le cogió ambas piernas y de un fuerte tirón provocó el aterrizaje forzoso de Eduardo en tierra firme; este le metió un feroz mandibulazo a la vereda de concreto y, con un grito de tormento, se incorporó al lado de su camarada.
Ambos corrieron hasta la bodega de Don Clemente, en la cuadra siguiente. Entraron al local, visiblemente exaltados; de inmediato notaron lo evidente de su comportamiento y optaron por disimular su respiración y nerviosismo. “Dos Inca Kolas, por favor”, pidió Ricardo. Don Clemente, que no había advertido el ingreso de los dos uniformados, se volvió hacia ellos, lenta y pesadamente. Entonces los miró de la cabeza a los pies y frunció el ceño. De pronto, los dos prófugos sintieron que habían sido descubiertos; le otorgaron a Don Clemente la facultad de definir, con sólo una llamada telefónica, su reputación y futuro ejemplar castigo. Y ante los desorbitados ojos de Eduardo y la inmóvil expresión de Ricardo, Don Clemente les preguntó: “¿Helada o sin helar?”. Los muchachos recibieron la pregunta del viejo bodeguero como un cachetadón sorpresivo, como un baldazo de agua helada. Experimentaron una confusa sensación de alivio, acompañada de una sonrisa idiota y una cara de total ignorancia frente a lo que les estaban preguntando.
“Total…la gaseosa…”, repuso el tendero. Y antes de que Eduardo y Ricardo intentaran una respuesta, Nicolás, que acababa de salir del colegio por la puerta trasera junto con un montón de alumnos, pidió un Coca Cola helada “pero al toque, que ya son las dos y media de la tarde”.
(Lima, Enero de 1998)
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