Empezaste saboreando las uñas de los pies, tu elasticidad de bebé lo hacía posible, primero chupabas el dedo gordo y a todos nos parecía gracioso, qué suerte, mirá cómo puede doblarse toda, decía la tía Francisca, que hacía años no se agachaba por miedo a caer y no poder levantarse jamás. Y vos insististe con el pie en la boca, primero el derecho, te mordiste un dedo y lamiste otro y luego otro, hasta que cambiaste al izquierdo; lloraste porque debiste esforzarte demasiado: descubriste que tu pierna izquierda era más cortita.
La abuela se entristecía, regañaba a Francisca por festejar tus acrobacias; no decía nada pero se le notaba en la boca un presagio descorazonador. Cuando te crecieron los dientes masticaste tu primera uña, la más grande, la más apetitosa. Ya habías tirado el chupete, por eso arremetías con tus dedos blancos de talco, es mejor que el gusto a goma gastada, comentaba tía Francisca. A la abuela le asombraba que no tuvieras el mismo interés por tus manos, eran más accesibles y menos sucias. ¿Por qué siempre lo más difícil?, repetía. Cómo le costó entenderte, siempre. Igual vos reincidías en las uñas del pie derecho. Te gustaban.
Creciste entre llantos y mascaduras hasta transformarte en una niña inquieta. Adorabas corretear por el jardín del fondo, sin preocuparte por la acentuada cojera, sin ponerle atención a la rabia que, yo veía, te devoraba por dentro. Ya no arremetías contra tus pies porque te afligían los regaños de tu abuela. Ella te vigilaba todo el tiempo. No pudiste olvidar la paliza que te dio cuando te devoraste un pedazo de tobillo de la pierna más cortita. Tía Francisca se apiadó de vos porque ya nunca podrías dejar de usar medias. A la gente le causaría repugnancia esa magulladura tan grosera en tu piernita. Pero eso no te importaba. Lo único que deseabas era correr detrás de las mariposas y cantar, a todos nos parecía gracioso, tu inocencia nos hacía felices. La abuela, en secreto, no paraba de llorar y de controlarte. Tal vez no te enteraste, pero ella todas las mañanas, mientras dormías como un angelito, examinaba para ver si te faltaba algo. Volvía a la cocina sin decir nada, nos miraba con alivio y nosotros entendíamos que sí, seguías igual. La ceremonia duró años. Nadie supo que yo encontré en el ropero, escondidos debajo de la ropa que ya no usabas, muñecas con los brazos amputados, osos de peluches sin orejas, sin cachetes, sin piernas, vestidos de satén con los plisados mordisqueados, todo, todo con las marcas de tus dientecitos. Decidí no contarle a la abuela para no empeorarle el temblor crónico de las manos, ni a tía Francisca, que era feliz con tu felicidad. Y tampoco quise sermonearte porque especulé que tu ansiedad sería pasajera. La abuela no daba el brazo a torcer: esta nena es demasiado nerviosa. Tía Francisca: ya se le va a pasar. Cómo les costó entenderte, siempre.
Cumpliste diez años y estabas cada día más hermosa. Las amigas de abuela y de tía Francisca no se cansaban de ponderar tus rizos rubios, tus enormes ojos negros, tu sonrisa ancha y hechicera dejando al descubierto tus dientes perfectos, insaciables. Todas adoraban tu voz afable y tus constantes ademanes. Nadie se atrevió jamás a observar tu renquera. Doña Elvira –creo que fue ella– te enseñó a recitar en francés unos versos preciosos de Baudelaire. Tía Francisca se divertía con la forma en que pronunciabas la erre. Un día te enamoraste de la voz que sonaba en el fonógrafo de la abuela; doña Ignacia –creo que fue ella– te desengañó hasta hacerte llorar: Frank Sinatra era un hombre casado y vivía muy, muy lejos. Esa noche, cuando todas se fueron, dejaste el lápiz azul del tamaño de un fósforo. ¿Habrá sido por eso que dejaste de cantar? Doña Carmen –creo que era ella– te auguraba un futuro de artista, la futura Lolita Torres, decía. Y vos ya no cantabas, apenas si hablabas cuando todas se reunían en casa. Preferías encerrarte en el altillo a leer revistas rancias o mis novelas. Te llamaban, viejas testarudas, me mandaban a buscarte. Querían escucharte cantar, recitar versos en francés o verte bailar un pasodoble. No sé cómo hacías para retener las lágrimas y cumplirles los caprichos. La abuela más una vez trató de calmarlas, déjenla si no quiere venir. Pero canta tan lindo, decía doña Carmen; sí, y baila que es un primor, suspiraba doña Ignacia; es muy graciosa, reía tía Francisca. Todas halagaban tus virtudes, vos te desgarrabas por dentro. ¿Había algo más fastidioso que ser la bufona de una tertulia de viejas? La tarde del cumpleaños de tía Francisca todo se fue al diablo. Estabas dura como una marioneta. Hacía tiempo que tus poesías carecían de emoción y que bailabas con un desgano ostensible. Igual te aplaudían como a una estrella. Esa tarde te exhibieron demasiado; se notaba en tus movimientos, en tus ojos brillosos, en tus manitos sudadas: ya no resistías tanto circo. Doña Elvira –creo que fue ella– trajinaba con un vestido a lunares, con tu rodete alto, con el lápiz labial sangriento que te hacía la boca más grande; te apartaste furiosa de ella, no emitiste un solo quejido; caminaste hasta el medio de la sala, te quedaste tiesa, con los ojos enajenados puestos en el piso. Estabas tan, tan linda. Se hizo silencio. Vos jugabas con la mano en la boca. Miraste a todos, uno por uno, con un gesto candoroso, de la más tierna inocencia, está preciosa, susurró tía Francisca, y vos te comiste de un solo tarascón el anular de la mano derecha. La abuela se desmayó, pero a vos no te brotó nada de sangre.
Desde ese día no te detuviste. La abuela te sorprendió en el baño triturándote un hombro. En la escuela organizaron reuniones para evaluar tu conducta; callabas demasiado y más de una vez te encontraron intentando morder tus muslos y tus brazos. Si al menos gritara, sería un desahogo, decía doña Ignacia con una tristeza ambigua. No sabía, nadie lo sabía, ni siquiera yo, que ya habías decidido comerte la lengua. Cuando lo advertí ya era un inútil y putrefacto muñón esponjoso. Tu única manera de comunicarte empezó a ser la mirada, siempre taciturna, siempre aciaga. Tus lágrimas de sangre fría enlutaban el brillo profundo de tus ojos. De esa forma me enseñaste por qué lo hacías.
Entre todas decidieron que lo mejor era encerrarte en el altillo. Doña Elvira consideró beneficioso instalar allí el fonógrafo; doña Carmen –creo que fue ella– traía cajas repletas de historietas y revistas. Con la excusa de que no podían subir las escaleras, ni la abuela ni tía Francisca volvieron a verte. Nunca supieron que jamás encendiste el fonógrafo ni leíste una sola página de lo que te regalaban las viejas y que sólo pintabas seres grotescos con las acuarelas que yo te llevaba a escondidas. Tampoco se enteraron que te comiste entero el pie derecho y las dos rodillas, que tu mano izquierda ya no tenía más que el pulgar y él índice, que tus muslos flacos estaban roídos con espaciadas mordeduras y que a tus tetas las hiciste desaparecer apenas comenzaban a tomar forma.
Una mañana de abril la abuela ya no se despertó. Tenía entre sus manos dos fotografías: una de tu madre, joven, risueña, con sus bucles dorados acariciándole los hombros; la otra era tuya, los ojos inmensos, los macizos cachetes rosados, una amplia sonrisa de criatura sin dientes. Tía Francisca, que fue quien la encontró, lloró en silencio. A los dos días murió ella. Se cayó de la escalera cuando intentaba llegar al altillo. ¡Qué gracioso!, bufaste vos, parada en la puerta, al verla despatarrada, con los pies duros encima del primer peldaño, antes de bajar a los tropezones de la buhardilla, para nunca más volver a pisarla.
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