-¿Qué pasó, pues, mi comandante?-, preguntó soplándole apenas al viento el elemento Rodríguez.
-Nada. Nomás que se chingaron al comandante Orduña-, respondió el hombrecillo de bigote espeso y ojos de toro bravo. Su uniforme, despìntado, le daba el aspecto de un soldado de algún ejército del siglo XIX que se encontraba perdido luego de una sangrienta batalla.
-¿Cómo que se lo chingaron?-
-Bueno- se arremangó la camisa y pasó su lengua por los labios- no sabemos. Desapareció. Lo desaparecieron, mejor dicho-.
Caminó hacia la patrulla que lo esperaba con un ritmo acelerado, debido a lo delicado de la situación, dejando al sargento que lo interrogó peor que como había llegado, en ascuas.
Juan Pulido regresó esa misma noche a su casa con el humor y el hambre habituales. Reía con gana en sus ratos de ocio y se puede decir que no comía, sino que engullía sus alimentos. Sólo que en esta ocasión cometió una indiscreción. Cuando su primo Roberto le cuestionó si se había enterado de algo acerca de la desaparición de Orduña, dijo que él no tenía porque andar metiéndose en lo que no le importaba y que si bien lo podían hallar en el desfiladero del Moral, de igual forma lo encontrarían en su rancho, que al fin y al cabo lo más seguro es que estaría muerto. Terminó de hablar malhumorado. Roberto no sospechó inmediatamente nada, ¿cómo hacerlo, si no tenía ni idea exacta de lo ocurrido en los últimos meses en Tonalá y su cuerpo policiaco? No le dio mayor importancia al asunto y salió a fumarse un cigarrillo a la calle, si es que se le puede dar ese nombre a la vereda empedrada que cruza como arteria aorta el corazón del Rancho de la Cruz, la localidad más arraigada del municipio tonalteca. Sentía sueño. A cada bocanada de humo sus fuerzas eran carcomidas un poco más que con la anterior, hasta que se hartó, lanzó la última colilla a la pila de cantera de enfrente de la casa, y se introdujo en esta última. Su cama lo recibió con absoluta franqueza, ésa que sólo tienen los objetos inanimados.
Juan Pulido, entretanto, pensaba. La luz de su alcoba brillaba todavía cuando su madre, sedienta, cruzó la cocina a medianoche, por un vaso de agua. Y así continuó hasta los límites de la madrugada, la hora en la que el cielo se pinta de todos los colores que fluctúan entre la noche y el día que quiere nacer. |