Comienzo un nuevo duelo de abrazos en mi regazo, es todo lo que soy, es todo lo que tengo. Cariño. Y a veces vengo a desenvainar mi espada entre tumultos de soledades sin sentido y como abrigo ofrezco el amor verdadero de una noche de desvelos. Otras, me acurruco en los brazos que nunca surco, me acurruco en sueños y espero a que arda el cielo entre silencios.

Vuelan las notas flagelando en mí el sonido de una guitarra y, a veces herido, vuelo entre nido y nido para encontrar mi castigo, mi olvido, mi abrigo. Abrigo que no quita frío pero sonrío y ya no me castigo ni me muerdo los labios cuando quiero decir algo. Algo que no debo y suena a reproche y no a consejo, entonces caigo de nuevo y muerdo el suelo asfaltando mi desconsuelo. Desconsuelos que no son de tristeza si no de penas pasajeras. Penas pasajeras que son aprendizajes llenos de verdades.

Ahora vuelo yo. Insuficiente. Autoflagelando mí ser de verdades conocidas por nadie. Ardo arduo entre obstáculos de mí materia gris. Seriamente sonrío a las verdades que, frente a mí, hablan de costumbres olvidadas por todos. Sonrío al crío que juega y hace muecas y serenamente saludo con indiferencia ceremonial al anciano que ha de enseñar a vivir al niño con su recién adquirido alzeimer. Cíclicamente pasa toda la vida bajo mis pies. No busca ser conocida. Busca más bien ser vivida sin demasiada atención. Eso aré. No todo tiene tanta importancia. ¿Qué importa? No soy más que dios mental que desaparece en Apocalipsis intelectual y este será mi último y definitivo ritual.