El pueblo de Nubesgordas se afanaba infructuosamente por conseguir agua de esas grandes nubes grisáceas, que desde hacia meses parecían jugar al escondite entre las níveas cimas de las montañas.
No parecía haber manera de hacerlo pues ya lo habían intentado de todos los modos imaginables. En una ocasión, el científico del pueblo había diseñado un enorme secador ultra potente de más de una tonelada de peso, también un enchufe del mismo tamaño, que pudiera abastecerle de la corriente necesaria para su funcionamiento. El secador se enchufó, se pulsó el “on”, pero a las nubes no pareció ni inmutárseles el flequillo.
Otro día, el alcalde del pueblo reunió a las personas, que por su edad y experiencia formaban parte del Consejo. Juntos decidieron convocar a los 103 habitantes, que sumaban la población total y a la señal de un chasquido de dedos del alcalde, empezaron a soplar al unísono. Soplaron y soplaron y cuando se cansaron, aún soplaron una última vez. Las nubes, en su burla, no hicieron sino hincharse más, ofreciéndose así más suculentas ¡menuda desesperación!.
Nadie encontraba una solución efectiva y la impotencia se extendía al mismo tiempo que lo hacían las grietas de la tierra seca.
Pero los malos tiempos, antes o después, acaban y cuando uno busca y persevera, termina encontrando una solución. Un buen día, un niño de rojos cachetes, exclamó -¡ya lo tengo!-. Su idea fue la de atar a varias personas de unas cuerdas, que pendían de un pequeño avión, que volando por encima de las nubes hiciera posible hacerles cosquillas a éstas. Dicho y hecho, las nubes se mondaron de la risa cuando los ágiles dedos las acariciaron y no pudiéndolo resistir, empezaron a llorar de la risa, esa risa en forma de lluvia cayó sobre los necesitados campos, que pronto germinaron dando con qué comer durante varias años al pueblo de Nubesgordas.
De ahí en adelante, todos supieron, que cuando llueve intensamente es debido a que alguien juega a hacer cosquillas a las nubes.
(Escrito sobrevolando las montañas de Turquía)
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