Elizabeth abrió sus ojos y se encontró con el agresivo cuadro pintado por Rafael Casanova, aquel novel pintor, creador del movimiento aerofobista. La verdad es que la muchacha tuvo dos razones para aceptar ese cuadro de regalo, primero porque era muy amiga del pintor y segundo, porque, entre otras cosas, lo que menos deseaba era dañar la autoestima del joven. El retrato aquel, lo recibió disimulando un gesto vomitivo ya que a la rápida realizó un fugaz repaso a sus estudios de decoradora de interiores y ¡no! definitivamente no, la obra aquella no rimaba para nada con su papel tapiz ya que esos rojos aterradores lanzados como con furia sobre la tela, simulaban manchones de sangre que parecían querer seguir expandiéndose por el muro. No, no era para nada de su gusto la obrita esa, pero para su desgracia, Rafael era su amigo y no podía desechar un regalo que suponía horas y horas de desenfadado esfuerzo, lo que en apariencia era un contrasentido para quien no supiera que el chico se había leído un mamotreto de mil quinientas páginas sobre la problemática social de Kenia, antes de plasmar lo digerido en esa orgía de colores que ahora Elizabeth contemplaba con ojos espantados. Pero también existía otra razón para recibir aquella pintura. Y al parecer, esa predominaba sobre las demás.
En realidad, en ese momento no era el cuadro lo que descomponía a la muchacha sino una recurrente pesadilla que parecía tener su propio argumento y dentro del cual ella parecía integrarse cada vez más. Hacía ya algunos años, en esa esquina de contornos difusos en los cuales la niñez le entrega el bastón de mando a la adolescencia, ella se quedó prendada con la apasionante historia de las culturas aborígenes de esta América tan llena de mágicos contrastes, de tambores y cerbatanas, de tribus y conjuros, rémoras que subyacen en el presente y que no pueden ocultarse bajo la alfombra silvestre de las selvas vírgenes para beneficio de un pueblo ávido de progresismo. Fue en aquellos años de romanticismo pleno, cuando ella se enamoró literalmente de esos efebos horneados por el sol vertical del trópico y que transforma el paisaje en candentes espesuras y a sus hombres en delirio y pasión desnuda. Su mente, deseosa de aventuras, se embarcó imaginariamente en fantásticas expediciones y para ello se encaramó sobre el lomo de mitológicas aves, sobrevolando las increíbles alturas de Machu Pichu, las pirámides mayas de Tikal y los fabulosos templos entreverados en la espesura de la selva. Todo comenzó cuando un bravío azteca, apareciendo entre la nebulosa de sus sueños, la miró de reojo con el entrecejo fruncido. Ella se aterrorizó pero a la vez se sintió atraída por el fornido varón. Fue una visión onírica, atraida acaso por su espíritu enardecido que se grabó en su mente volcándose más tarde en sus sueños. Lo particular del caso era que el hombre parecía acercarse paulatinamente a ella, de tal modo que en cada sueño lo veía más próximo, profundizando su mirada y frunciendo aún más su entrecejo. A tanto llegó su acercamiento que ella pudo por fin apreciar el movimiento leve de las aletas de sus narices, el brillo de sus ojos negrísimos, los contornos definidos de sus labios voluntariosos, el color canela de su piel y la laxitud de sus cabellos ondulando apenas con la ardiente brisa tropical. En un par de sueños, alcanzó a sentir su respiración pausada y su voz ronca de aborígen indómito pronunciando su nombre.
Sus sueños se transformaron bruscamente en pesadilla, de tal modo que aterrorizada, le contó la historia a Rafael. Este, que era también fanático de las ciencias ocultas, le dijo que estaba a punto de ser poseída por una entidad malévola y que lo que debía hacer era tratar de pronunciar la palabra cóatl (palabra azteca que significa serpiente) cuando estuviese soñando y eso alejaría al ser para siempre. Menuda tarea tenía por delante la muchacha. La sola idea de dormir le provocaba por cierto un pavor ciego pues temía que aquel ser se posesionara de ella. Pasó un par de días en que evitaba conciliar el sueño y para ello tomaba grandes dosis de café, se torturaba bañándose con agua helada a altas horas de la noche y aún así creía sentir su nombre susurrado casi imperceptiblemente. Loca de terror, acudió donde un sacerdote para que la exorcizara pero el religioso le expresó que aquello no estaba dentro de su esfera y sólo le recomendó que rezara constantemente.
-Tienes que pronunciar la palabra dentro del sueño. No te sirve invocarla despierta- le respondió Rafael, cuando ella acudió, ya absolutamente desesperada, a su atelier. Fue entonces que el pintor le entregó esa pintura que guardaba detrás de bocetos y telas listas para ser utilizadas.
-Este cuadro es apropiado para espantar a esos espectros- comentó Rafael. Posee una carga espiritual demasiado intensa, algo que desviará la atención de la entidad hacia él. Pero es imprescindible que tengas mucha fe. Sólo eso te salvará de caer en las garras de ese ser demoníaco, bueno eso y la palabra que te dije.
-¡Pero en sueños! ¿Cómo manipulo mis sueños?
-Hipnosis. Esa es una opción.
Elizabeth lo miró espantada. Jamás pensó que una simple ensoñación desembocaría en este espeluznante episodio.
El especialista la indujo al sueño en cosa de segundos. Ella siempre había sido fácil de sugestionar y gracias a ello, pronto se vio sumergida en un lugar de extraordinaria belleza, en donde la espesuta la rodeaba por completo y el rumor de una catarata competía con el canto de multitud de pájaros. De pronto pareció oscurecer bruscamente y sólo sintió su propia respiración y el rumor sordo de su corazón. Le pareció escuchar una voz lejana que la interrogaba pero era tal la somnolencia que la embargaba que la voz se fue difuminando hasta apagarse por completo. Fue en ese momento que sintió que una mano fuerte le sujetaba uno de sus brazos. Intentó gritar pero de su boca no escapó ningún sonido. Se dio cuenta que su brazo latía desaforando ante la fuerte presión ejercida y de inmediato trató de pronunciar la palabra que supuestamente la liberaría del espíritu maligno.
-No podrás huir de mí. Ya te tengo mujer, ya te tengo.
Un grito sibilino escapó de su garganta y cuando despertó, el médico la contemplaba con gesto preocupado.
-Creo que no podemos hacer mucho ya que la noto demasiado nerviosa. Es algo muy extraño, siento como si usted se opusiera de pronto a ser hipnotizada.
-¡Es el! ¡Es él que me retiene! ¡Dios mío! ¿Qué será de mí?
Tuvo que recurrir a medicamentos para inducir el sueño. De ese modo, las pesadillas no se producirían y podría descansar en ese pozo negro y sin memoria. Vano intento, aún así, sentía esa voz inconfundible que la llamaba. No tenía escapatoria.
Aquella noche llegó Rafael acompañado de un hombre de aspecto misterioso. Era una especie de chamán, una autoridad en materia de espíritus y fuerzas del más allá. Sentados en la penumbra y envueltos en una atmósfera enrarecida por el humo del cigarrillo del hombre, esperaron unos minutos hasta que este comenzó a pronunciar un extraño dialecto. Se produjo un silencio profundo como si la habitación se hubiese transformado en un sepulcro.
Una extraña somnolencia pareció apoderarse de Elizabeth cuando el chamán instó al espíritu a materializarse. Rafael contemplaba todo con una extraña fijeza en la mirada. A el le fascinaba este tema y estaba convencido que en esta oportunidad ocurriría algo extraordinario. Efectivamente, la mujer cayó de pronto desvanecida sobre la mesa y una voz de acentos acerados llenó el recinto. Las luces se apagaron del todo y en plena oscuridad, pareció producirse una violenta lucha. Elizabeth gritó y de su garganta embotada se escapó la palabra cóatl. Bastó que esa breve concatenación de palabras resonara en la estancia para que se produjese un ventarrón que parecía la onomatopeya de la ira, de tal forma que hizo crujir la estancia, los vidrios vibraron y algunos saltaron hecho añicos. Súbitamente, entre imprecaciones demolidas por la fuerza del fenómeno, una luz morada resplandeció fugaz en la oscuridad para trasladarse desde un punto a otro. Al encender la luz, la pintura de Rafael parecía relumbrar en su tono purpurino tal si alguien la hubiese rociado con...sangre.
El cuadro fue retirado del muro y reemplazado por una naturaleza muerta que, por cierto, estaba más en el tono con el papel tapiz. Desde aquella noche, Elizabeth procuró dejar de lado sus intensas ensoñaciones y después de un tiempo pudo por fin dormir sin sobresaltos. Rafael, incineró aquel cuadro para prevenir cualquier evento. Por lo menos fue eso lo que le dijo a la mujer…
|