En la suave penumbra, su belleza exuberante resplandecía con luz propia cual estrella contrastada en el cielo nocturno. Sentada en el sofá con una copa de vino dulzón y fragante entre sus finos dedos, aguardaba la llegada de su amante. La música del clavecín se expandía por la habitación, embalsamándola de requiebros y delicadezas. Era uno de esos atardeceres soñados en que la placidez invitaba a la meditación y al regocijo.
Pocos minutos más tarde apareció él. Alto, bien parecido, elegante, abrió sus brazos para recibirla. Ella, coqueta, se alzó majestuosa y las sedas de su vestido crujieron sensualmente durante el corto trayecto que cubrieron sus piernas bien torneadas, antes de sentirse atrapada por la cálida fuerza de él.
Se amaron hasta saciar aquél apetito furioso y primordial y luego quedaron tendidos exánimes y sudorosos sobre ese lecho cubierto de pétalos de rosas. El clavecín tañía notas celestiales en un arpegio inventado por los ángeles.
Cuando despertaron, ella corrió a solicitar que les sirvieran la cena. -¿Lo mismo de siempre?- preguntó la empleada. Ella asintió con la cabeza mientras espantaba imaginariamente las pequeñas avecitas que aún revoloteaban en su cabeza. El gran espejo devolvió su estampa renovada ya que dentro de ella ahora habitaba por fin el verdadero amor.
Minutos más tarde, sentados a la mesa, se miraban fijamente a los ojos tratando cada uno de traspasar sus sentimientos al otro. La empleada apareció con la bandeja plateada, le sirvió la sopa a él y a ella una copa de agua. El sonreía con delectación cuando se llevó la cuchara de plata a sus labios curvados en una sonrisa pícara. Ella, oculta ahora su mirada tras la cabellera aleonada, le miraba fijamente como si temiese que, de no hacerlo, su amado desapareciera bruscamente.
De pronto, los ojos de él se enturbiaron fugazmente, ella, al percatarse de ese casi imperceptible detalle, tensó su cuerpo como gata en celo. Segundos más tarde, el amante, abría su boca como si necesitara atrapar el aire que parecía negársele. De su mano cayó la cuchara y en el mismo instante en que se desplomaba su cuerpo sobre la mesa, la respiración contenida de ella tomó la forma de un espantoso grito: -¡Noooo!
Desesperada, con el rostro desencajado por la angustia, se abalanzó sobre aquel ser que llenaba todas sus expectativas, en el momento mismo en que este rodaba por los suelos arrastrando en su caída, vajilla, floreros, copas, esperanza.
La empleada apareció justo para contemplar como la mujer se mesaba sus cabellos en un gesto de impotencia, luego de tratar inútilmente de reanimar al cadáver de su amante.
-Pero señora Lucrecia, yo le pregunté si servía lo mismo de siempre. Usted me dijo que si.
Lucrecia Borgia, sorda a las palabras y desconectada de todo, tendida sobre el pecho de su amado, trataba de escuchar los inexistentes latidos de su corazón…
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