En una esquina de Medellín, donde una de tantas calles se cruza con una de tantas avenidas, está parado uno de tantos hombres con su negro gabán; pálido, corpulento, de gran estatura, y además con ese aire altivo propio de aquellos intelectuales que parecen estar catalogando el infinito cuando sólo están pensando en las ondas de su café.
-Es un bonito día de sol-,pensó, pero seguía con su abrigo hasta el cuello; -tengo sed - se dijo a sí mismo y, después de pensarlo un poco, decidió buscar algún lugar para refrescarse. Encendió un cigarrillo y echó a andar descuidada y lentamente por la ciudad, como quien busca, sin proponérselo, algún sitio de atracción o, mejor, como un anciano solitario que, con el brillo de muchos atardeceres en sus ojos, anda descuidadamente en espera del tiempo. Así recorrió varias calles, inmerso en el teatro cotidiano: las campanas, los niños, los hombres de ceño fruncido, los altos edificios, los relojes gigantes que nunca se ponen de acuerdo, una que otra bella mujer y, como fondo, el acompasado ritmo citadino, toda una sinfonía industrial con su melodía en el grito frenético del vendedor, y los bajos armónicos bien interpretados por los acosados transeúntes.
Reconoció por fin un parque, pequeño y acogedor, que en años ya remotos había albergado las alegrías y temores de su solitaria juventud. Metido en su gabán, con la duda asomándose en las ya profundas arrugas de su frente, se preguntaba si sería ése el mismo árbol que solía abrazar, lo que comprobó por sí mismo, con unos débiles sollozos, al abrazarlo de nuevo. Avanzó por un angosto sendero delineado por piedras hasta llegar a una caseta mal construida con retazos de tablas ajadas donde, con el poco dinero que tenía, compró un vaso de agua y empezó a recorrer lentamente el pequeño parque. No había cambiado mucho desde entonces. Seguía teniendo ese extraño aire que hacía diferenciar a éste de todos los otros parques; un aire que más recordaba el campo que la ruidosa ciudad; sereno y mudo, excepto por el canto afinado de los pájaros que hacía notar enseguida el silencio repentino del mundo. El verde de la hierba tenía el mismo tono brillante, inconfundible; algunos de esos árboles eran los mismos que él había clasificado por especies; algunos de los caminos, los mismos en los que había recolectado flores; la misma fuente en el mismo lugar; el mismo obelisco de piedras que él había erigido en recuerdo de una pequeña ardilla, y ése era también, sin duda, el mismo banco que había hospedado sus sueños en las sosegadas tardes de domingo.
De repente una voz áspera pero familiar rompió el recuerdo:
Yo lo conozco -le dijo-.
Imposible -respondió él asustado- yo soy un viajero.
-Sí, sí, yo lo recuerdo.
-No -respondió aterrado- es la primera vez que vengo aquí.
-Sí, yo lo recuerdo, usted es aquel muchacho.
-No -gritó otra vez el hombre del gabán y empezó a correr desaforadamente volviendo la mirada hacia atrás, cual ladrón que cuida su espalda. De pronto cayó al vacío.
La atracción del parque, un profundo pozo natural de piedra lisa; el mismo pozo que lo había matado ya una vez mientras huía del mismo jardinero acusador.
Kungun.
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