35715. Lo visualizó claramente. Alguien enfundado en una especie de camisón albo como la nieve sostenía un papel delante de sus ojos, enarbolando ese cabalístico 35715. En ese momento despertó con la cifra aún pegada a las retinas del sueño. Increíblemente lúcido, saltó de su cama en busca de un lápiz y papel. ¡Esta vez si! ¡Ahora si que los hados estaban con el! Eran las siete de la mañana de ese domingo. Algunos locales de Lotería abrirían a las nueve, pero su ansiedad era tal que apenas se mojó el rostro y salió disparado en busca de un negocio que tenía la plena seguridad le franquearía las puertas de la fortuna. Caminó a grandes zancadas con la agonía carcomiéndole sus intestinos. Siempre era así. Cuando algo trascendental estaba por ocurrirle, sentía esas intangibles pinzas apretándole sus interiores, pellizcando sus expectativas y guiñándole sus ojillos cómplices. ¡Esta vez si! ¡Estaba seguro que ahora si la fortuna le sonreiría! Recordó las palabras sabias de su abuela: “Cuando la suerte te quiere dar, a tu casa te va a dejar”. Alborozado, obnubilado, pisando las nubes de puro contento que estaba por eso que adivinaba como una premonición maravillosa, se internó por las calles aún somnolientas en las que hasta el sol había decidido holgazanear, guardando su lumbre para más tarde. Recorrió la ciudad de punta a cabo pero aquel domingo nadie estaba dispuesto a levantarse antes de lo presupuestado. Su nerviosismo aumentaba cada vez más. ¿Y si el número ese ya estaba vendido? Sería una fatalidad, por supuesto. Pero no, entonces la suerte no de hubiese atrevido a entrometerse en sus sueños para crearle falsas expectativas. ¡No! Esa cifra le aguardaba detrás de los limpios cristales y sería una chica bonita quien le entregaría el boleto con una seductora sonrisa en sus labios.
Un cuarto para las nueve por fin ocurrió. A lo lejos divisó que una joven levantaba la cortina del local de la fortuna. Su corazón tropezó entre un sístole y un diástole y se detuvo un largo segundo antes de continuar latiendo. ¡Adiós miserias, adiós humillaciones! ¡Un nuevo horizonte se abría luminoso para él! Eufórico, cruzó la calle sintiendo repicar campanas y alegre descorche de botellas de champaña, se imaginó felicitado, envidiado, creyó escuchar la voz de su fallecida madre que le decía: “¡Por fin hijo, por fin!”
Lo que no sintió fue el bocinazo y el espantoso chirriar de frenos. Antes que alcanzara a reaccionar, el enorme camión, ajeno a sus sueños e ilusiones, le embistió con una fuerza estremecedora. El cuerpo del hombre se elevó por los aires para caer varios metros más allá, absolutamente desarticulado.
La bella doctora firmó el acta de defunción, mientras movía su cabeza de un lado a otro con evidente desazón. La víctima era tan joven, tan joven. El documento, cuyo número de folio era el 35715, quedó sobre la mesa, engrosando el legajo de papeles que esperaban ser archivados…
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