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TRASEGAR ®


— Rece, porque lo voy a matar. Nadie va a venir ahora. No habrá testigos. Sólo Dios, quien me autorizó para hacerlo. Rece, si quiere, yo me quedo callado dos minutos y después le acabo de contar la historia completica.
— Baja esa arma y deja de hacer pendejadas. Es una orden, con esas cosas no se juega. A lo mejor está cargada y pasa algo de lo que puedas arrepentirte. Ven y dame un beso.
— Estoy hablando en serio. Rece, porque lo voy a matar.
— No entiendo —repitió el abuelo y comenzó a rezar.
— Ahora le cuento la historia, como le dije —dijo Augusto apenas pasaron los dos minutos de plazo—. Yo sí cumplo la palabra empeñada, no como hizo usted conmigo hace veinticinco años, con este mismo revólver.
— Ya déjate de maricadas, necesitas es un siquiatra. Dame eso, sírvete un whisky y discúlpate. Hace veinticinco años ni siquiera habías nacido.
Era la segunda vez que alguien le hablaba así al general Jerónimo Estévez, presidente de la República por obra y gracia suya desde hacía veinticinco años, después de promover un alzamiento en contra del régimen de entonces, tras el cual se había desatado una cruenta guerra civil en la que el primer muerto ilustre fue Augusto Fuentes, poeta metido a político, compañero de colegio del general Estévez y a quien unían vínculos de esos que se refieren a la lealtad, etcétera.
Se conocieron a los nueve años de edad, a principios de febrero, y desde el primer momento entablaron una relación que buscaba acercarlos a los demás compañeros. Ambos eran nuevos en el colegio y creían que el otro era antiguo y serviría de puente con los demás niños. Después se reirían del mutuo error, pero nunca lo contaron para evitar las burlas. Sí, se puede afirmar, sin temor a equívocos, que eran lo que se dice buenos amigos. Se sentaban el uno detrás del otro, en los pupitres filados al extremo derecho del salón de clase, adelante Jerónimo Estévez y atrás Augusto Fuentes. Así fue siempre, pues en el transcurso de los meses idearon un método infalible para dictarse las respuestas en las evaluaciones, método que perfeccionaron con el paso del tiempo y les permitía complementarse en las materias que para el uno eran difíciles y para el otro sencillas. En lo que no podían hacer trampas era en educación física, donde Augusto Fuentes demostraba su alma de poeta.
Se volvieron insoportables y varias veces las directivas del colegio debieron llamar a los papás y mamás para exigirles un tirón de orejas para los hijos. “Son chiquilladas”, explicaba el doctor Fídolo Fuentes, y dejaba todo como estaba, aunque en privado recriminaba al hijo.
La relación estuvo a punto de romperse tajante y definitivamente un 9 de junio, tres años después de conocerse, cuando Augusto se enamoró, por primera vez, de la niña equivocada. Liliana había puesto sus ojos en Jerónimo, pero ellos entendieron que por una mujer no se pelean dos amigos. De mutuo acuerdo la mandaron para el carajo, seguros de que pronto encontrarían otras trenzas anudadas con cintillas azules. Eso hicieron. Conocieron a dos gemelas pelirrojas, llenas de pecas y con la mirada inquieta, un domingo cuando montaban patineta cerca a la casa de Jerónimo. Augusto escribía los poemas para las dos, que firmaba cada uno como propio, y así aprendería el oficio de bardo que le merecería homenajes póstumos a pesar de la prohibición del general Jerónimo Estévez de mencionar su nombre.
Hacía viento. Era un mediodía cualquiera, después de la jornada de la mañana en el colegio. Jerónimo Estévez y Augusto Fuentes se pusieron de acuerdo con las gemelas para faltar en la tarde e ir a comer helados. Durante quince días habían ahorrado lo del diario para invitarlas. Todavía con los labios fríos, les dieron el primer beso. Los cuatro temblaban del susto y cerraron sus ojos para no ver a los demás. Fueron cuatro amores bonitos.
— ¿Y tú cómo sabes todo eso?
— Ya le dije: le voy a recordar la historia completica.
Ellas viajaron después a otra ciudad y los amigos lloraron juntos, en la misma heladería de la primera vez. Juntos fueron también por primera vez, y otras tantas, donde las putas, a jugar a ser hombres. Cuando se les comenzó a dibujar el bozo apostaron quién tendría la primera barba.
Ganó Augusto Fuentes, quien imitó al doctor Fídolo Fuentes, el único dentista de barba que había en la ciudad. No pudo dejársela crecer Jerónimo Estévez, porque en el ejército lo máximo permitido era el bigote, pero de capitán para arriba. Cuando alcanzó el grado de mayor pidió permiso a sus superiores y desde entonces, hasta el día en que Augusto Sánchez Estévez le pegó tres tiros, lo usó.
Lo difícil fue en bachillerato, cuando Jerónimo se decidió por la carrera militar. Era el penúltimo año y se retiró del colegio para ingresar a la Escuela Militar. Dejaron de verse tres meses, durante los cuales trataron infructuosamente de establecer una correspondencia clandestina. Augusto se graduó con honores y a los pocos días obtuvo el segundo puesto en un concurso de poesía, el primero y último en el que participó, pues consideraba que la literatura no es una carrera de caballos en la que gana el mejor.
Comenzaron a distanciarse un poco, pues Jerónimo le contaba orgulloso a Augusto sus bárbaras experiencias en la milicia. Como cuando hicieron un simulacro de combate y molieron a golpes al cadete Alvaro Delgado, uno de sus propios compañeros que actuaba de enemigo y había sido capturado. El prisionero no guardó rencores pese a que debió reponerse en la enfermería, pero Augusto se horrorizaba al pensar qué le pasaría a un enemigo de verdad. Años después, el prisionero y el poeta se conocieron, en una calurosa noche en el interior de un calabozo, apretujados contra otros veinticuatro infelices que se habían atrevido a gritar lo que les dio la gana porque en la democracia eso es posible y para eso vivían en una democracia.
Apenas terminó el sexto grado, Augusto entró a estudiar abogacía, como se acostumbraba en las familias de clase media. Pero los códigos lo aburrieron rápido porque le parecían inútiles y escritos por personajes grises que no sabían un bledo ni de leyes ni de gramática. Y se dedicó a la literatura, gracias a la cual conoció y enamoró a Guiomar, otra simpática pelirroja con quien tendría un hijo. Dejaba su alma en cada uno de los extensos poemas que le escribió y publicó en el primer libro, cuya primera copia le envió autografiada al teniente Jerónimo Estévez a otro campo de batallas ficticias, donde con plásticos fue protegido de lodazales eternos y caminatas interminables, con el mismo fervor con que fue protegido el fusil.
En una de esas campañas conoció a una campesina de ojos negros y grandes y cachetes colorados, a quien dominó con una mirada que pretendía sólo implorar un poco de agua. Acamparon cerca, en medio de la lluvia, y en medio de la lluvia el teniente se escabulló de la carpa para buscarla y hacerle el amor con el poquito de ternura de que era capaz de ceder quien había aprendido y seguido siendo hombre en prostíbulos, y en ese momento no podía despojarse del traje camuflado ni de las botas enlodadas.
Se casó con ella, María Luisa, en la misma ceremonia en la que Augusto Fuentes y Guiomar Herrera se unieron hasta cuando el asesinato los separó. Fue una ceremonia sencilla, en medio de los sables que los compañeros de promoción del teniente Estévez tendieron para que éste y su señora esposa pasaran por un túnel de honor, por el que el poeta y su esposa se negaron a pasar. La fiesta estuvo a punto de echarse a perder por una pelotera que armaron tres tenientes borrachos que terminaron en el calabozo de la policía militar, pero las dos parejas de recién casados no se dieron cuenta y como en los cuentos de hadas viajaron felices a su luna de miel a un lugar donde nadie supiera.
Guiomar y María Luisa se convirtieron en amigas, al igual que sus esposos, pero, al contrario de ellos, ni la misma muerte de Augusto Fuentes logró desunirlas. Fue María Luisa quien sugirió el nombre de Augusto para su último nieto, y no el general Estévez, como el nieto creía.
— Yo pensaba que había sido usted, para burlarse de mí. Quiero decir de cuando era el poeta.
— No sólo te imaginas pendejadas sino que ahora resulta que eres el poeta, un imbécil soñador que escribía bonito pero nada más, y no mi nieto.
— ¡Un imbécil soñador! —suspiró el nieto.
Por soñador resultó metido en un mitin sobre la educación pública, que fue disuelto por el Ejército. El capitán Jerónimo Estévez lo salvó de una golpiza y de un juicio marcial, pero le advirtió que sería la última vez, que lo hacía por la amistad de siempre, que ya él era un hombre casado para andar metido en maricadas de esas y que no le jodiera la vida.
Dejaron de hablarse seis meses, durante los cuales María Luisa y Guiomar trataron de intermediar sin resultados positivos. Se encontraron, casualmente, en la cafetería del primer amor y ambos soltaron unas carcajadas que sorprendieron a todos. Esa noche se emborracharon en la casa de Augusto Fuentes, quien convenció al amigo de no ir donde las putas porque ellos ya no estaban para eso. Terminaron abrazados, a veces riéndose y a veces llorando, a las cinco de la mañana, cuando un jeep verde oliva recogió al capitán.
Los primogénitos nacieron con tres horas de diferencia, en la misma clínica particular, en medio del estrépito de los dos amigos que celebraron el acontecimiento como si fueran los primeros papás del mundo. Quisieron bautizarlos con los nombres trocados, Jerónimo Fuentes y Augusto Estévez, pero las madres se opusieron para evitar confusiones futuras. Los niños no llegarían a ser tan buenos amigos, a pesar de haber estudiado juntos en el mismo colegio de sus padres. El hijo del coronel Jerónimo Estévez murió joven, en un accidente de tránsito que truncó su promisoria carrera militar; el de Augusto Fuentes se vio obligado a exiliarse, tras el asesinato de su padre.
Nacieron luego Silvia, Carmiña, Jacinta, Carla, Ana y Simona Estévez, quienes no pudieron perpetuar el apellido del general, pero que le dieron diecisiete nietos varones, el último de los cuales fue Augusto.
Hacía viento. Era el medio día de la fiesta patria y los estudiantes y los profesores, entre los que se encontraba Augusto Fuentes, ondeaban banderas, unas blancas y otras con el pabellón nacional, para evitar que los militares los atropellaran. Eso no importó. El mismo coronel Estévez dirigió la operación en la que hubo siete muertos y cuarenta y cuatro heridos, tres de ellos de gravedad. Quinientos setenta y dos hombres y mujeres fueron llevados en camiones al estadio de fútbol, donde los reseñaron y los dejaron dos días sin pan ni agua. Entre ellos estaba el poeta, quien escribió allí su Oda a la Libertad que se haría famosa en el mundo entero y que fue sacada oculta en el proveedor del fusil de un soldado.
Seis alumnos de Augusto Fuentes fueron condenados por rebelión a veinticinco años de cárcel y de nada valieron las súplicas del poeta ni las presiones internacionales. La amistad se deshacía en jirones.
— ¿No te das cuenta de que tuve que convencer a todos para que no te condenaran a ti?
— Prefiero eso.
— Lo hice por María Luisa, quien me rogó, y por Guiomar.
— No la menciones a ella.
— Y por tu hijo.
— ¡Que con ellos no te metas!
— Y por el doctor Fídolo Fuentes.
— ¡Te voy a matar!
Augusto Fuentes fue llevado a un calabozo, acusado de irrespeto a la autoridad y condenado a tres semanas de trabajos forzados que se negó a cumplir por lo que la pena se multiplicó por cuatro. Fue cuando conoció al coronel Alvaro Delgado, el cadete prisionero de los ejercicios de guerra, y quien se había sublevado contra el ministro de la Guerra, Adolfo Ortega, ante la orden de disparar a la multitud. Fue degradado a teniente, expulsado del Ejército y condenado a treinta años de cárcel por insubordinación. Las protestas internacionales sirvieron para que el gobierno ordenara la libertad del poeta, quien se negó a aceptarla mientras sus pupilos siguieran presos. A los ochenta y cuatro días exactos, fue sacado a la fuerza y exhibido en la plaza principal de la capital, donde inició una huelga de hambre que levantó a las pocas horas ante la promesa del recién ascendido a general Jerónimo Estévez de soltar a los seis estudiantes.
Las protestas se habían extendido a todo el país y ya se hablaba de alzamiento armado en una provincia del sur. Acuartelados, los militares esperaban órdenes del general Ortega, a quien le tembló el pulso por el juicio político que se le seguía en el exterior. Comisionó al general Jerónimo Estévez para aplastar la insurrección a como diera lugar y a como diera lugar la aplastó. A su regreso a la capital, y con el respaldo del Ejército y la Aviación dio un golpe militar que la Marina no pudo neutralizar, y ordenó capturar a Augusto Fuentes, en la misma casa donde se habían emborrachado y habían celebrado el nacimiento de los primogénitos.
El poeta salió a la calle entonando el himno nacional y simuló ignorar al soldado que había rescatado su Oda a la Libertad. Tres días después fue llevado ante el nuevo Presidente de la República, a quien se negó a reconocer. Se quedaron solos. Apenas se escuchó un disparo de revólver, pero no la conversación ahogada por los gritos del general.
— ¿Le recuerdo lo que le dije? Que por mi esposa, por su esposa y por mi hijo, volvería. Ayer recobraron la libertad mis seis alumnos. Hoy es el día.
— Seis imbéciles soñadores como Augusto Fuentes...
— Ojo, general. Ese nombre no puede ser pronunciado y usted acaba de violar la ley.
— ...como Augusto Fuentes. Y tú eres Augusto Sánchez Estévez.
— Y Augusto Fuentes. Dios me ordenó castigarlo a usted y yo le pedí reencarnar en Augusto Sánchez Estévez, para que el castigo fuera más directo. Voy a usar el mismo revólver, pero esta vez dispararé tres veces, mirándolo a los ojos y no por la espalda como hizo usted conmigo. No se arrodille, general. Hace veinticinco años yo permanecí de pie.

Javier Correa Correa
Chía, diciembre de 1996 - enero de 1997.

Texto agregado el 12-08-2003, y leído por 797 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
07-01-2004 Excelente, sin duda. Narrativa más allá de lo ordinario. Edheneus
19-08-2003 Javier, considero grata la lectura, mas me pierdo en ocasiones ante tantas cifras, muy probablemente por mi falta de disciplina ante este estilo. Muy apesar de mi carencia experimentando en estos menesteres literarios (entiéndanse los militares) lo he disfrutado. Agradezco el agasajo que ha hecho a esta comunidad al subir su texto. Abrazo. Gabrielly
12-08-2003 wow... que relato! primera vez que te leo y siento que debo leer lo demás. este texto tiene tanta fuerza, hay muy buenas ideas. Es realmente muy bueno. CaroStar
12-08-2003 Que relato! Impresionante, tiene de todo y más que nada está lleno de vida a pesar de la muerte. Una maravilla... Saludos. MCavalieri
12-08-2003 Bien adelante. gatelgto
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